–¿Existen en la zona almacenes abandonados, lugares donde nadie pone los pies desde hace varios meses?
Antes de que la propietaria de aquel nido de juerguistas pudiese mover los labios, Barba de Espuma espetó:
–¿Por qué? ¿Eres del fisco?
Asiduo derecho y Asiduo izquierdo se guasearon; los dos curiosos que jugaban a los dardos vinieron a acodarse en la barra, con una jarra de cerveza pegada a la mano. Contesté con calma, dirigiéndome a la molécula de etanol barbuda:
–Sólo he hecho una pregunta. Entre personas civilizadas, la cortesía impone que cuando uno hace una pregunta, por otra parte bastante sencilla, uno de los miembros de la comunidad capacitado para contestar lo haga. Así que voy a repetirlo, por si acaso la alegría desenfrenada que abrasa el lugar hubiese ahogado el sonido de mi voz: ¿existen en la zona almacenes abandonados?
–¿Sabes que eres muy gracioso? ¿No puedes quedarte en tu rincón como antes y dejarnos en paz? – Barba de Espuma levantó el puño, un martillo pilón-. Mira, un día golpeé la cabeza de un cochinillo. El bicho gritó una vez, y ya no lo volvimos a oír nunca más. ¿Quieres que lo pruebe contigo?
La propietaria le asestó un golpe en la mejilla con un trapo.
–¡Deja de decir gilipolleces, boca de gasolina! ¡Y cierra el pico o te echo de una patada en el culo!
–Está bien, señora -replicó él haciendo una mueca-. ¡Uno ya no puede divertirse!
La patrona se apoyó sobre la barra, bombas mamarias bien a la vista.
–Pues no se me ocurre nada, guapo -dijo fingiendo reflexionar-. No hay ningún polígono industrial por los alrededores. Aquí todo es puro campo.
–¿Y en los alrededores de Lommoye o de Bréval?
–No, no.
Barba de Espuma intervino, con ojos como antorchas.
–¡Yo sé de uno! Los Aulladores… ¡Uuuuuu! ¡Uuuuuu! ¿Por qué no le hablas de los Aulladores?
–¡Ha dicho almacenes! – gruñó la mujer con tono autoritario-. No mataderos.
–No -soltó Asiduo derecho-. Ha dicho «lugares donde nadie pone los pies desde hace varios meses».
–¿Un matadero, dice? – intervine.
Barba de Espuma apuró su vaso, se impregnó la barba de cerveza y contestó:
–Sí. Los Aulladores. Dicen que el edificio está embrujado y que todas las noches se oye aullar a los animales, aunque yo no lo he comprobado nunca… Pero Gus, ¡él ya ha entrado ahí! ¡Anda, Gus, cuéntalo!
El jugador de dardos se limitó a levantar una mano.
–No. No tengo ganas, no tengo nada que decir…
–¡Es porque está cagado! – se estremeció la propietaria-. ¿De verdad va a ir a ese antro?
–Así es. En cuanto me hayan dado la dirección.
Los resplandores sofocados de la ciudad ya sólo dejaban vislumbrar una aurora difusa, esparcida al ras de las largas extensiones rectangulares de los campos. Cada vez más, la oscuridad se inmiscuía en los intersticios hojosos de los árboles, caía lentamente sobre la chapa del coche, a veces cubría la luz oblicua de los faros con sus finas serpientes de bruma. Delante, más al norte, el halo anaranjado de Pacy-sur-Eure desconchaba el horizonte con una puesta de sol resplandeciente. Como me había indicado Barba de Espuma, encontré, tras el cruce de dos carreteras departamentales, la municipal C15, que seguí durante tres kilómetros antes de entrar en una carretera más estrecha, señalizada como callejón sin salida. Una vieja verja oxidada, cerrada con varios candados, se recortó frente al haz luminoso de los faros. Aparqué en el arcén, hundí las ruedas de la berlina en el corazón de una vegetación de jardín sucio y, una vez apagado el contacto, cogí la pesada linterna y mi Glock 21. El riel de las potentes farolas que enmarcaban la autopista A13, a poca distancia del edificio, dibujaba un retrato en sepia, con un juego de sombras, del lugar desolador: grandes avenidas vacías invadidas por un abundante erial de ortigas y hierbas silvestres. Bajo mis pies, el agua estanca abandonada por las lluvias de la semana pasada se pudría en charcos poco profundos, matizados por el gris mercurio de los reflejos de la luna. Me deslicé por uno de los numerosos agujeros que se abrían en la reja, como debían de haberlo hecho, a pesar del peligro de multa claramente señalizado, decenas de curiosos ávidos de tocar con el dedo la materialización sangrienta de sus terrores.
El bloque macizo del edificio de ladrillo, acero y azulejos, sombra en la sombra, se alargaba sobre la extensión resquebrajada del asfalto negro, como un buque transatlántico en peligro de naufragio en un océano de soledad. Una mezcla sutil de angustia y miedos infantiles, de recuerdos surgidos de la nada, me hizo un nudo en la garganta, ralentizó de forma sutil mi progresión, me restó seguridad. No sabía si llamar al policía de guardia en la brigada o molestar a Sibersky para que se reuniese conmigo, pero seguían asaltándome demasiadas dudas. Así que decidí dar una primera ojeada de reconocimiento en solitario.
Bordeé las salas de espera para antes de la matanza y las zonas de aturdimiento, con la mano apretada sobre la culata del arma, el cuerpo sumergido en la penumbra de los tubos de metal inoxidable y de las paredes herméticas.
Un frío intenso silbaba por los ladrillos, una corriente casi imperceptible que recordaba el murmullo de un moribundo. Oí el soplido entrecortado de los coches que corrían por la autopista y, de algún modo, esa manera de romper la calma polar, ese río de silencio, me reconfortó. Un cirro afilado en forma de cuchillo cubrió la luna e hizo bailar las sombras sobre las chapas arrugadas de los tejados en un ballet desgarrador.
Aquel lugar reunía todos los componentes de una pesadilla viva, repugnante, de pestilencia sugerida…
La fachada del edificio no desveló ninguna entrada practicable; un grosor de soldadura de arco unía cada puerta a su chasis, haciendo imposible la intrusión. En la parte lateral, por suerte, una miríada de brechas provocadas por golpes de mazo o de llave inglesa agujereaba las persianas rodantes de las zonas de descarga y me permitió, aunque pagué el precio de una contorsión dolorosa, colarme en el interior del ojo negro. Se me abrieron las puertas selladas de lo desconocido…
A partir de ese momento, me guié tan sólo con el haz pálido y crudo que despedía la Maglite. Sentí cómo las arterias del cuello se hinchaban bajo la afluencia de la presión sanguínea, adivinando las manifestaciones cínicas del miedo en el sudor que me perlaba la frente. La sala por la que avanzaba me pareció inmensa, tan hueca y vacía que mis pasos iban crujiendo hacia confines de negrura indiscernibles. La fauna de las tinieblas, esos obreros de la desesperación, obraba con ensañamiento en el anonimato de la noche y el aislamiento. Las arañas tendían sus telas, las polillas agitaban sus membranas en inquietantes temblores e incluso entreví una rata rasgando el haz amarillo de la linterna y corriendo sobre una viga oscilante, hasta deslizarse al fin por las palas inmóviles de un ventilador cuyas dimensiones sobrepasaban mi imaginación.
Caminé sobre cristales rotos, salté sobre palés de madera podrida, bordeé los comederos y abrevaderos helados de podredumbre antes de palpar un riel de sangre que, con toda lógica, iba a conducirme al pulmón rojo de la sala de matanza. El infierno del reino animal apestaba a tripa y abandono.
Me agaché para deslizarme bajo una puerta baja cortada por cintas de caucho negro, allí donde, algunos años antes, se amontonaban en una calma eléctrica los animales muertos de miedo, a punto de ser ofrecidos a los deseos insaciables de la Muerte. El hormigón amarillo sucio de las paredes cedió el sitio a los azulejos color diente picado, del suelo al techo, del fondo hacia delante. El atroz confinamiento de ese pasillo con aspecto de corta-cuello me hizo apretar el arma con el vigor de un soldado.
A ras de la cabeza, neones rotos cuyas finas partículas de cristal tapizaban el suelo como una capa de nieve costrosa. Avanzaba con prudencia, el oído atento a los sobresaltos de los tubos que crujían, a la carrera invisible de animalillos que me erizaban completamente el vello. El riel me llevó a una sala gigantesca, con las paredes tan lejanas que el haz de la linterna casi se agotó antes de alcanzarlas.
Decenas de boxes de aturdimiento, alineados a ambos lados del riel de sangría, se pudrían en la oscuridad, como empleados de la sombra preparados para retomar el curso de su misión macabra. Hice un barrido con la linterna en todas direcciones, la mirada al acecho. Hacía mucho tiempo que no llegaba luz ahí. Los tubos de ventilación y de evacuación me asestaron reflejos azulados bajo los asaltos fotónicos, como guiños mortales. Cuanto más avanzaba al azar de mis intuiciones, más se extendía la sala, como descuartizada. Adivinaba, ahí, justo delante de mí, las carcasas del pasado, colgadas, evisceradas y luego cortadas por la mitad del hocico a la cola. Me imaginaba a esos sangradores con batas mancilladas de flemas, sangre, ácido estomacal, hundir a los animales en las cubas de escaldado, hervirlos hasta que saliesen desnudos como el día de su nacimiento; olfateaba esos olores de cabezas de cerdos amontonadas por kilos en las salas de preparación y deshuesado, y luego molidas hasta reducirlas al estado de zumo de cadáveres. La plaza del miedo me desplegaba la alfombra roja; avanzaba por la maquinaria perfectamente engrasada de una bestia demoníaca, una empresa asesina cuyo corazón seguía latiendo.
Ni rastro de los perros ni de la mujer. Rampas y pasillos vacíos, compartimentos para aturdir y plataformas sin usar… Empezaba a desesperarme; por un momento dudé, pero me obligué a continuar la inspección, a pesar del miedo creciente y de la certeza de que experimentaría todas las dificultades del mundo al tratar de encontrar la salida. A mi izquierda descubrí un limbo roto de báscula, calentadores fuera de servicio, tomas de agua reventadas, un montón de etiquetas para orejas, fichas ante mórtem abandonadas en el suelo. Encima, soportes con ganchos y raíles al vuelo rasgaban el techo en una línea larga, hasta un hervidor agujereado por el hielo de los tubos interiores. Estaba oscuro, tan oscuro que sentía el peso de la oscuridad en la espalda…
Insoportables efluvios de putrefacción me asaltaron, quemándome las aletas de la nariz. Eran reales, sobrecogedores hasta el punto de revolverme el estómago. Di tres pasos atrás, metí la parte inferior del rostro en el cuello de la chaqueta y volví a avanzar, con la cabeza gacha. Pero la infección se impregnaba en el tejido, penetraba en mí con fuerza, como un gas mortal. Intentaba respirar lo menos posible mas, a cada nueva bocanada de aire, sentía que todos los órganos iban a salírseme por la boca. Vomité un hilillo de bilis amarillenta, me serené y me arrastré hasta la pesada puerta de metal entreabierta de una sala refrigerada. El olor, que se había vuelto atroz, me hizo alzarme, comprimiéndome el pecho y las costillas en un abrazo doloroso.
Ante mí, enfocados crudamente por el haz luminoso, yacían seis perros amontonados, cabezas mezcladas, pechos desgarrados, espaldas llenas de heridas abiertas. El potente alumbrado de la Maglite desveló los tendones agarrados al hueso, estirados a su punto máximo a través de la carne ennegrecida que iba pudriéndose. Las cavidades de los ojos mostraban globos desecados apenas retenidos por las trenzas de los nervios ópticos, y las fauces suplicantes, congeladas en un último aullido de dolor, quedaron impresas en la blanca pizarra de mi memoria. Un espasmo más salvaje del estómago me dobló en dos.
La puerta de goznes oxidados, detrás de mí, empezó a chirriar al cerrarse con extrema lentitud. Al borde del ataque cardíaco, el corazón se detuvo y finalmente aceleró los latidos, desacompasado y tan perdido como yo. Me precipité fuera de la sala, giré a la derecha en vez de volver sobre mis pasos y me adentré en un pasillo inclinado, enloquecido, asqueado. A cada lado corrían regueras, embadurnadas de sangre seca, casi evaporada, para perderse en las profundidades inexploradas del matadero. Ese santuario de baldosas blancas, manchadas de pieles muertas, astillas de hueso, huellas polvorientas, me mareó. Los cristales de plexiglás de los puestos de inspección de las vísceras me devolvieron el destello de mi propia linterna en pleno rostro, como un golpe de bisturí sobre las retinas. Seguía avanzando, costase lo costase, aferrado a los últimos sobresaltos que todavía me alteraban.
Los canales transversales de evacuación doblaron a la derecha en una inclinación muy acusada, que iba a parar a una fosa profunda. Me incliné, paseé con mano temblorosa la mirada curiosa de la linterna por el fondo del pozo. Una escalera metálica permitía bajar y, aparentemente, tomar un túnel de hormigón que, con toda probabilidad, conducía al corazón del sistema de ventilación y evacuación. Un grupo de tubos de diversos diámetros también se hundía ahí, por lo que decidí aventurarme bajo tierra, en el pulmón del infierno. Bordeé los tubos metálicos rozándolos con la punta de los dedos, y me desollé las falanges en canalizaciones que antaño la fuerza bruta del hielo había reventado. La sangre prorrumpió, se mezcló con el polvo en gotas gruesas que se rompían al percutir contra el suelo. Entonces me percaté de la presencia de unas huellas de pisadas frescas, sin manchas, con los contornos limpios y definidos. Idas y venidas en la sombra, bajo tierra, protegidas de las miradas, en el almacén del diablo. Las marcas del asesino…
Los tubos y los pasos me llevaron hasta una apertura lateral de la que provenía un ruido sordo, casi imperceptible, como el de un motor lejano. Allí, en el fondo, un rayo de luz blanca reptaba por debajo de una puerta. Retrocedí para alejarme, regresé al pie de la escalera para sacar el móvil de la chaqueta y marcar el número del servicio de guardia en la Criminal. No había cobertura, comunicación rechazada. Tanto metal y hormigón actuaban como un tejido opaco, una red de ondas infranqueable. No me precipité hacia la salida, sino que decidí actuar solo. Contaba a mi favor con el efecto sorpresa.
De vuelta en la boca aulladora del túnel de techo bajo y aplastante, pensé en el asesino, imaginándomelo tras esa puerta, las facciones del rostro recortadas por una lámpara de aceite, martirizando a la chica, privándola de comida y hundiendo esas puntas cuidadosamente talladas en el terciopelo de su cuerpo.
Avancé, con la linterna apagada y tanta ligereza de pies como me permitía mi corpulencia de hombre maduro. Un candado estrechaba la puerta por el exterior, lo que probaba la ausencia del asesino, dato que me reconfortó y decepcionó al mismo tiempo. Ese rumor ronco provenía seguramente de un pequeño grupo electrógeno portátil. Apunté el cañón de mi Glock ante mí, incliné la cabeza y disparé sobre el asa encementada del candado. El fuego de la pólvora iluminó por un instante el pasillo como el aliento de un dragón y un grito desgarrador, que se transformó en estertor abyecto, inundó la entrada del túnel. Aparté la puerta de una patada y me pegué contra la pared mugrienta mientras chorros de luz volaban en la penumbra como hojas deslumbrantes. Lo que se me clavó en las retinas me destrozó la vista.