–¿Entregó alguna copia de esa película a la comisaría de Vernon?
–Así es. Esa película y la recogida por las otras cámaras, que presentan la escena desde ángulos diferentes. Pero sus colegas no parecen muy activos respecto a la investigación. Digamos que da la impresión de que sus preocupaciones van en otra dirección.
Subíamos despacio las escaleras cuando sentí una especie de onda en mi cabeza. Aullidos de perros: ¡oía aullidos de perros! Susurré al oído de Sibersky, mientras el director nos precedía:
–¿Oyes a los perros aullar?
–Sí; es muy tenue, pero los oigo… Es asqueroso.
Sonidos agudos, desgarradores, lamentos desesperados subían ahora de forma más intensa. Se torturaba a los perros, se realizaban todo tipo de experimentos con ellos. Realizar experimentos… Hice una brusca comparación que me llevó a preguntarle al director:
–Oiga, ¿hay una protectora de animales por aquí cerca?
El director se echó el mechón hacia el lado de un cabezazo, y luego contestó:
–Sabe perfectamente que los opuestos se atraen. Encontrará el edificio que busca a tres kilómetros de aquí, siguiendo la carretera por la que han llegado. – Sonrisa socarrona-: ¿Por qué? ¿Van a denunciarnos por ultraje a los animales?
Una vez fuera, Sibersky se mofó del guardia, el Podenco, haciendo como si le tirase un hueso, y luego me preguntó:
–No he entendido bien lo de la protectora. ¿Por qué quiere que nos acerquemos hasta allí?
–Quiero acercarme yo hasta allí. Te dejo en la comisaría de Vernon. Recoge toda la información que puedas. Quizá nuestros compañeros se hayan esforzado, con gran pasión -le sonreí-, para encontrar a los tíos del FLA. Que uno de los cabos te acompañe luego a la central. Después ve a dar una vuelta a la avenida de l'Horloge y entrega a los técnicos una copia de las cintas. Podrían descubrir detalles que se nos han escapado. No hay que escatimar nada…
–De acuerdo. Pero respecto a la protectora, no me lo ha aclarado.
–Es para acallar una intuición. ¿Te acuerdas de la vieja negra, mi vecina?
–¿La mujer de los buñuelos de bacalao?
–Sí. Cree que tiene cierto don de adivinación. Cada vez que la veo me habla de perros que aúllan, que gimen en sus pensamientos. – Me detuve por los pelos en un semáforo en rojo al que no había prestado atención-. Cuando hemos oído esos gritos, antes, he tenido como una revelación. El origen de aquellos aullidos provienen del sufrimiento que padecen los animales bajo el efecto de la tortura, por muy sofisticada que sea. La tortura, como la que han infligido a la mujer de las fotografías. ¿Sabes qué? Tengo el presentimiento de que el asesino se entrenó con perros antes de pasar al acto de tamaño natural…
La protectora de animales de Vernon acogía bajo su arca a más de cuarenta y siete perros y unos setenta y dos gatos. El veterinario que me atendió era un senegalés con unos labios impresionantes, como gajos de pomelo. La piel árida de su rostro se deshilachaba a la altura de los pómulos y de la frente, y los ojos, de un blanco más bien ceroso, hacían pensar que había contraído una enfermedad febril, como la malaria.
La consulta olía a mezcla de razas, un olor de pelajes y orejas infectadas impregnado en una especie de moqueta que hacía las veces de tapicería. Bloques gruesos de cristal traslúcido que formaban una ventana permitían a la cabellera verde de los cipreses expresarse en una especie de imagen borrosa artística.
–¿Qué ocurre, señor policía? – me espetó el veterinario con un acento no tan lejano al de Doudou Camelia. Tenía la molesta manía de pronunciar
w
en el lugar de
r
.
–Me gustaría saber si dispone de un fichero que recoja las desapariciones de animales de compañía.
–Por supuesto. El fichero nacional, que censa los animales perdidos, abandonados o desaparecidos. Como puede suponer, sólo se incluyen los perros con chip.
–¿Y puede realizar una búsqueda?
Se deslizó detrás del ordenador, un Macintosh último modelo con la manzana mordida en la parte posterior de la pantalla.
Dados sus labios y la frente, de la dimensión de un campo de fútbol, habría supuesto que sus dedos eran enormes, pero estaban cincelados como los instrumentos táctiles de una joven costurera y volaban con soltura sobre el teclado.
–¡Dígame qué quiere buscar!
La brisa bamboleaba las hojas de los cipreses y la masa verde ondulaba a través de los adoquines acristalados. Me coloqué del lado de la pantalla.
–Indíqueme los perros y los gatos desaparecidos en la zona, entre el uno de mayo y hoy.
–¿Perros o gatos? ¡Tengo que escoger!
–Perros.
–Perros. Localizados en Vernon, en un radio de… unos treinta kilómetros. ¿Treinta kilómetros le parece bien?
–Perfecto.
El ordenador pensó unos segundos, la memoria viva se cargó antes de emitir sentencia.
–Ciento dieciséis perros desaparecidos.
–¿Puede agruparlos por ciudad y clasificarlos por orden decreciente?
–Espere… F8… Ya está.
Ninguno definitivo. Como máximo, cuatro perros desaparecidos por ciudad o pueblo, en períodos de tiempo escalonados y no puntuales. Ningún punto en común. Nada.
–¿Puede probarlo con los gatos?
–Allá vamos.
Un resultado aún peor. Imposible de aprovechar… Algo me empujó a insistir:
–¿Puede hacer una búsqueda de los perros pero extendiéndola a un radio de sesenta kilómetros?
–Se puede -replicó el veterinario-. Pero así nos acercamos a París y tal vez haya un buen montón. ¿Puedo permitirme hacer un comentario, señor policía?
¿Acaso aquel tío había recibido palizas de policías en una vida anterior que explicaban el culto al temor hasta tal punto? ¿O es que los veía como seres supremos, especies de dioses bigotudos que habían desembarcado en la Tierra en una ensaladera azul? Exclamé:
–¡Por supuesto, adelante!
Volvió a la pantalla anterior apretando la tecla F3.
–No sé qué es exactamente lo que busca, pero si es un lugar con una fuerte concentración de desapariciones de perros, ¡se ve como la nariz en medio de la cara! ¡Y le puedo asegurar que mi nariz se ve!
–¡Enséñemelo! – le pedí mientras el corazón me daba un vuelco.
Señaló con el dedo cuatro lugares distintos en la pantalla.
–Cuatro pueblos o ciudades pequeñas, separadas por no más de cinco kilómetros los unos de los otros a unos veinte kilómetros de aquí, al sur.
Nombres de poblachos que ni siquiera conocía. Continuó, con fuego en su mirada abrasadora.
–Y… ¡catorce perros desaparecidos! – prosiguió, con su mirada abrasadora iluminada-. En un período que empieza el once de junio y termina el dos de julio, ¡lo que equivale a menos de un mes! Catorce perros, menos de un mes, diez kilómetros de radio: es mucho, ¿no le parece?
A nariz grande, olfato excepcional.
–¡Habría sido usted un poli estupendo! – comenté.
–No se mueva, quizá pueda proponerle algo mejor… ¡un rasgo en común entre las razas desaparecidas! – dijo, henchido de orgullo.
La lista desfiló: labrador… labrador… cocker… labrador… Perros de una buena talla, mansos y complacientes, con buen carácter y fáciles de dominar. Mirando la pantalla pregunté:
–¿Sabe qué les ha ocurrido a esos perros? ¿Han encontrado a alguno?
–Mire, apreciado señor policía, las personas sólo acuden a nosotros cuando pierden a su perro. Cuando los recuperan, en cambio, omiten indicárnoslo. No hacemos ningún seguimiento sobre lo que les pasa. Este fichero nacional se convierte en una basura porque nunca se purga.
–Una última pregunta, dado que usted parece conocer la zona como la palma de su mano. ¿Hay laboratorios de animales en los alrededores? ¿Ojeadores que podrían secuestrar esos perros para hacer experimentos?
–No, que yo sepa. Salvo HLS, el laboratorio de cosméticos más cercano está en Saint-Denis. Y HLS sólo trabaja con crías de beagles. Además, los ojeadores de animales no acosan a este tipo de perros, salvo si, por supuesto, tienen la oportunidad de hacerlo. Les interesan sobre todo los chuchos callejeros, esos perros pulgosos cuya desaparición más bien gusta que molesta.
–Muchas gracias, señor N'Guyen. Me ha sido usted de gran ayuda. ¿Puedo apuntar las direcciones de las personas que han presentado una denuncia?
Se puso a imprimir el informe.
–Para agradecérmelo, ¿no se quedaría con un gatito? Tengo que hacer ocho eutanasias antes de que se acabe la semana. Es un poco como si matase mi propia alma.
–Lo siento, doctor, pero casi no paro en casa…
–¿Tal vez para su mujer? – preguntó señalando mi alianza.
Conducía despacio en dirección a Aigleville por carreteras secundarias para disfrutar de la belleza verde de los campos. Me detuve en el lindero de un pequeño bosquecillo donde se agrupaban algunos olmos, para aliviar la vejiga. Detrás de mí, y hasta las formas rectilíneas del horizonte, se alzaban hacinas de heno color oro, como un cementerio de sepulturas de paja.
Los aullidos de los perros que acosaban a Doudou Camelia cobraban fuerza allí, en aquellos pueblos abandonados con terrenos planos de la llanura. Tenía la impresión de progresar en la investigación, pero en una dirección totalmente desconocida, un poco como una sonda espacial que explora el universo sin saber adónde se dirige ni qué busca exactamente.
Pensaba en ese individuo, el Hombre sin Rostro de Doudou Camelia, que había vuelto a la escena de la intervención del FLA para recoger aquellos instrumentos de muerte, aquellos anestésicos y aquellos vendajes. Adivinaba sus pretensiones, su voluntad de difundir el mal y el sufrimiento a golpes de escalpelo precisos y calculados. Lo veía olisquear a sus víctimas, acosarlas en la distancia, espiarlas y, una noche, caerles encima como lo haría una mantis religiosa sobre un mosquito aprisionado.
Pensaba en la mujer atada en esa cloaca, torturada, azotada moralmente por los cueros del horror. Hay momentos en que resulta imposible sentir el dolor de otro; uno tan sólo puede imaginarlo, notar el soplo a lo largo del espinazo, estremecerse hasta el punto de acurrucarse bajo las mantas. Pero nunca puede ponerse en su lugar. Jamás.
Con la pista de los perros, sin realmente saber adónde me conduciría, esperaba anticiparme a él. Había salido del sendero que había marcado para mí, había tomado caminos paralelos, atajos que me impulsaban hacia delante. Recordaba las frases que Elisabeth Williams pronunciaba en todos sus seminarios: «Un criminal nunca se mueve solo. Lo acompañan, allí donde vaya, elementos que dejan un rastro indeleble de su paso. En una escena del crimen se opera un intercambio entre el asesino y los elementos invisibles que constituyen el espacio; el asesino abandona un poco de él mismo y se lleva consigo una ínfima parte del lugar donde se encontraba, sin que pueda evitarlo. Es sobre ese intercambio sobre lo que debemos investigar».
Quizás existía una relación entre el asesino, el Hombre sin Rostro, y esos perros desaparecidos. Quizás en un momento dado se había operado un intercambio, imposible de descubrir por ahora, pero que cobraría sentido cuando la pista acabase.
Pero ¿qué iba a descubrir al final de esas vías heladas? ¿El fracaso? ¿La incapacidad de preservar la vida de una mujer cuyo nombre ni siquiera sabía y que se pudría en los fosos de la oscuridad?
Continué la ruta hacia el sur. El sol bajaba con pereza ante mí, asaltado por los rojos enfermizos de un cielo deshilachado.
«El fracaso es el acicate de la motivación» era una de las sentencias que solía soltarme mi abuelo. Mientras me tragaba un
steak
tartare
en un bistró donde el ambiente recordaba el de la eclosión de las primeras células de vida en el Precámbrico, me decía que seguramente no estaba teniendo en cuenta todos los parámetros, especialmente los de la LAM, la Ley del Aburrimiento Máximo. Cinco direcciones tachadas en la lista que me suministró el veterinario, otros tantos fiascos. La única conclusión, todo un fracaso, que podía extraer era que todos los perros habían desaparecido durante la noche, mientras dormían en una caseta en el exterior de la casa. Ni un ladrido, ni un testigo; en todos los casos, las casas estaban aisladas y los perros habrían lamido los pies de los ladrones.
Llevaba unos buenos diez minutos conduciendo cuando sonó el móvil. Me detuve en el arcén para responder a la llamada.
–¿Comisario Sharko? Soy Armand Jasper, ingeniero especializado en el procesamiento de imágenes del laboratorio de Écully. – Écully, Ródano-Alpes, el florón de los laboratorios de la policía científica-. Hemos analizado las fotos de la mujer torturada que nos han llegado por vía digital desde París. Hemos observado la presencia de tubos de ventilación de diámetros bastante grandes que se extienden a lo largo de la parte superior de las paredes; en la fotografía original se confundían con la oscuridad. En la foto en que la mujer está de espaldas, creemos que a la altura del techo hemos detectado algo parecido a un ventilador. Y digo «creemos», porque el segundo plano aparece aún bastante borroso a pesar del trabajo de alisadura efectuada en la imagen, y está muy oscuro. Visto el diámetro del cacharro, así como de los tubos, según la opinión de un especialista en edificios, ese tipo de sistema está estudiado para tratar importantes volúmenes de aire. Varios centenares de metros cúbicos por hora. Por tanto, seguramente la víctima no se halla retenida en una propiedad privada, tipo bodega o garaje, sino más bien en un edificio de la dimensión de un almacén.
–¡Perfecto! ¿Más datos?
–Detalles que aún tengo que plasmar en un informe, pero nada determinante. Se lo envío por correo electrónico mañana por la mañana. He preferido avisarle enseguida en lo referente a ese punto. Me parecía importante.
–No hubiese podido ser más providencial.
Realicé una media vuelta cerrada y poco tiempo después entraba en el bistró. En esta ocasión, el clima festivo me recordó mi trabajo de vigilante nocturno en la morgue de Lille al amanecer de mis diecinueve años.
Los dos perdidos con tez color heces de vino que jugaban a los dardos, así como los tres asiduos del bar, me lanzaron una mirada un poco más insistente, preguntándose qué tenía de maravilloso el lugar, Le Gai Lieu, para que un tío encorbatado fuera allí dos veces seguidas en menos de una hora. Espuma de cerveza impregnaba la barba hirsuta de un tiarrón con la barriga abombada como un barril de whisky y que, era evidente, se habría chamuscado allí mismo si alguien hubiese tenido la ocurrencia de encender un cigarrillo. Cuando me vio llegar, asestó un codazo en el flanco del parroquiano que tenía a la derecha y esbozó una sonrisa un pelín socarrona. Me acerqué a la barra y pregunté a aquel grupo de intelectuales: