Los ojos se le humedecieron.
–Era mi niñita y está muerta. No quiero tener que recordar, ¡es demasiado insoportable! ¡Déjeme tranquilo!
Solo, como un náufrago en medio del océano. Librado a la soledad más hiriente, al canto mordaz del vacío y el abandono.
Únicamente me quedaba una opción: «La técnica del sacrificio rentable».
–¿Qué le parece si nos tomamos una copa antes de ir a retorcer el pescuezo a esos malditos pollos? Que quede entre nosotros, pero es algo que llevo por la mano. Mi padre tenía una granja.
Perdí más de una hora en observar y participar en un espectáculo en el que predominaba el rojo vivo y las cabezas volaban como tapones de champán bajo los hachazos, pero al final obtuve permiso para echar un vistazo a la habitación de la chica.
El padre nunca había tenido valor de poner allí los pies. Lo hicimos juntos. La habitación parecía limpia en relación con el caos general que reinaba en la casa. Si la chica había escondido secretos, seguro que sería aquí. No descubrí nada. Ni una sola revista, ni una agenda, ningún número de teléfono garabateado en el ángulo de una hoja de papel. Ni rastro de ese material sadomasoquista del que me había hablado el ingeniero de la cantera. Sólo ropa sobria apilada, una cama bien hecha, armarios ordenados con cuidado, apenas cubiertos por una capa de polvo.
–¿Nunca entraba usted aquí, ni siquiera cuando aún estaba viva?
–No. Respetaba su intimidad, crean lo que crean. La dejaba hacer lo que quería. Sólo una vez me enfadé con ella: fue cuando volvió de París con un pirsin en la lengua. Los tatuajes me la sudaban, pero los pírsines…, eso no podía admitirlo. Me daban asco.
–¿Tatuajes que se hacía en París?
–Sí.
–¿Sabe en qué barrio?
–No. Nunca he ido a París. ¿Cómo quiere que lo sepa? De todas formas, no se parecía a casi nada eso que se hacía grabar sobre el cuerpo.
–¿Es decir?
–Pue'… ya no m'acuerdo mucho. Unas figuras raras, como diablos.
–¿Qué tipo de diablos?
–Ya no m'acuerdo. Y también había números y letras. Nunca me quiso explicar qué significaban.
A veces, cuando se va por la costa y el tiempo parece clemente, de pronto llega una borrasca como salida de la nada y te golpea en plena cara. Eso fue exactamente lo que sentí en ese momento.
Le solté a Barrica-de-Calvados:
–¿Se acuerda de esas inscripciones?
–¿’Tá loco? Ni siquiera me acuerdo del nombre de mi chucho, que se murió hace cinco años. No sé. Debe de ser una especie de enfermedad. Lapsus de memoria, algo así. Un día me olvidaré de respirar o de no tirarme pedos en público.
–¿Me permite que haga una llamada rápida?
–Adelante. Mientras no sea con mi teléfono…
Descolgó Sibersky.
–Sharko al habla. Oye, ¿tienes la carta del asesino delante de ti?
–Yo… iba a marcharme. Espere, que vuelvo a mi despacho. Ya está, ya la tengo.
–¿Puedes volver a leerme el fragmento en que habla del escalpelo? ¿De las heridas que le inflige?
–Mmm… Allá voy: «Su piel se abría de manera casi artística cuando yo hundía la cuchilla en sus pequeños y firmes pechos, en sus hombros, su ombligo. En la meticulosa lectura de su cuerpo hallaba las respuestas a mis preguntas…».
–¡Párate! ¡Tengo la respuesta!
–¿Qué? Pero ¿qué respuesta?
Gad llevaba sobre ella el código que iba a permitir desencriptar la fotografía del granjero. Todo cobraba sentido. Puse rápidamente al día a Sibersky antes de colgar, y me dirigí al fondo de la habitación.
–¿Puedo echar un vistazo al ordenador?
El padre estaba aferrado a su botella, su compañera de garbeo, el peluche de cristal que lo acompañaba en sus largos bandazos solitarios.
–Adelante -espetó-. Yo nunca he sabido utilizar esas porquerías. Para mí, es mierda enlatada.
Al apretar el botón, oí el crujido de la punta de diamante sobre la superficie del disco duro, y luego nada más. Pantalla negra. Datos borrados. Disco formateado. Alguien había pasado por allí antes que yo.
–¿Me ha dicho que trabaja por la noche?
–Sí. Tres de cada cuatro veces suelo volver de madrugada, a las seis.
–¿Cree que alguien podría haber entrado en su casa durante su ausencia?
–¿Está usté loco? ¿Por qué habrían hecho eso?
–Usted mismo puede verlo. ¡No hay nada, salvo la ropa! Nada que recuerde la presencia de su hija. Los datos del ordenador han sido borrados. Ni una foto, ni una sola revista, ¡nada de nada! Señor, voy a solicitar que la policía abra una investigación sobre las circunstancias de la muerte de su hija. Quizá no fuera un accidente.
Me miró con cara de cordero degollado, el rostro enrojecido por la cólera.
–¿Qué quiere decir?
–Que tal vez fuera asesinada por la misma persona que mató a otra mujer en París. Señor Gad, si quiere que le sea sincero le diré que voy a tener que exhumar el cuerpo de su hija.
–¿Qué?
–Voy a solicitar que desentierren a su hija. Llevaba una inscripción sobre el cuerpo, una pista muy importante que tiene todas las trazas de acercarnos al asesino.
El hombre estrelló la botella contra la tapicería con la violencia de un bateador de béisbol. Un gesto precioso.
–¡Vas a dejar a mi hija donde descansa! ¡Déjala en paz, me cago en Dios! – gritó.
Mientras hablaba iba acercándose a mí, los contrafuertes del torso bombeados como barriles de pólvora, mirándome de tal modo que podría haber cuajado la leche. Me aparté hacia un lado sin la intención de provocarlo y, protegiéndome en la escalera, me atreví a decir:
–Sólo encontrará la paz cuando haya conseguido atrapar al asqueroso que la asesinó…
Antes de regresar al hotel para teclear el informe en mi portátil y mandarlo por correo electrónico a mis superiores y a la psicóloga, caminé por la playa de Trestraou, con los zapatos en la mano. Lenguas de espuma y sal venían a lamerme la punta de los dedos, relucientes bajo las antorchas enrojecidas de uno de los últimos soles de setiembre.
Poco antes de reclamar oficialmente la exhumación del cuerpo de Rosance Gad había llamado al ingeniero de cantera José Barbades, para preguntarle si recordaba las inscripciones tatuadas sobre el cuerpo de Gad. Me había dicho que, en efecto, llevaba tatuajes, de los cuales uno parecía una especie de sigla, justo debajo del ombligo. Por supuesto, nunca había intentado memorizarlos, demasiado ocupado en dejarse lacerar las nalgas por la correas mordaces de la disciplina.
El alcalde de Perros recibiría, al día siguiente por la tarde, la documentación que autorizaba la exhumación. Richard Kelly, el juez de instrucción, conocía su trabajo y el peso de sus responsabilidades. No me habría dejado extraer un cuerpo de su tumba, invadir su tranquilidad subterránea, si no hubiese presentido que esa mujer era el árbol que ocultaba el bosque. La historia de la foto codificada lo tenía intrigado, pero seguro que no tanto como a mí. ¿Qué iba a revelarnos? ¿Qué verdad espantosa se ocultaba tras el cliché de ese pobre granjero recogiendo remolachas? Un presentimiento espantoso estaba haciendo presa en mí… Y si el mensaje codificado desvelaba… ¿la continuación de su itinerario sangriento? ¿Como una especie de mapa del tesoro en que cada punto crucial representase a una víctima?
Una nube afilada cortó el sol en dos, a ras del horizonte, en un fuego artificial con tonos rosas, naranjas y violetas. Me senté sobre una roca de donde salió un cangrejito que se escurrió entre mis pies antes de meterse en un charco traslúcido. Eché una mirada alrededor y, cuando menos lo esperaba, me dejé invadir por las lágrimas hasta que se me agitó el pecho en estremecimientos de amargura. Pensaba en Suzanne, en mi impotencia, en su sufrimiento, en mi furia. La ignorancia me carcomía como un ácido con la dulzura del aguamiel, lento e indoloro, eficaz en su traición. La inmensidad azul que se desplegaba ante mí acogía mis llantos en su silencio marino, se los llevaba con ella a lo lejos y los guardaba con celo en el fondo de sus aguas, como cofres destinados a abrirse jamás.
En aquel rincón bretón, lejos de mi casa, me sentía solo… y bamboleado por la tristeza.
Pasé gran parte del día siguiente -el día antes de la exhumación- en la comisaría de Trégastel, releyendo los informes y las partidas de defunción, interrogando a los testigos de la muerte de Rosance Gad.
Lo habían hecho todo de modo precipitado. Nada de autopsia, el mínimo papeleo; según ellos, el accidente era evidente. Enterrada rápidamente, olvidada igual de rápidamente. Tenía la impresión, justificada, de que mi presencia no les hacía ninguna gracia y que, junto con la lectura cotidiana de las necrológicas en
Le Trégor,
preferían dedicarse a una partida de cartas reñida que tratar de acabar con humildad con la delincuencia que se extendía a su alrededor.
Al regresar al hotel, aproveché para conectar el ordenador portátil a la clavija de teléfono y abrir mi buzón. Una tonelada de anuncios entraron en el buzón, del tipo
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. Dediqué algo de tiempo a darme de baja de esas listas de correo a las que, a priori, nunca me había inscrito, y acabé la velada navegando por la red con el objetivo de buscar información sobre técnicas de criptografía. Clic, motor de búsqueda. Clic, sitio de criptografía… Clic, clic, descripción de la máquina Enigma que los alemanes utilizaron durante la guerra. Clic, clic, clic, las juventudes hitlerianas. Clic, el neonazismo. Clic, página personal de un
skinhead.
Clic, motor de búsqueda. Clic, clic, propaganda nazi. Clic, clic, clic, mensajes que incitan a la violencia. Clic, clic, fotos de judíos, un arma en la sien. Clic, clic, película de un negro recibiendo una paliza. Duración de la película: un minuto catorce segundos. Fechado cinco días antes…
Al acostarme, me entraron sudores al pensar en los miles, los millones de tipos que, ante las pantallas de sus ordenadores, se alimentaban con total tranquilidad y una copa en la mano de cuanto la ley prohibía.
Las sepulturas estaban perladas de gotitas de rocío, frescas y espontáneas, perdidas en la frontera entre la noche y el día.
En el corazón del cementerio de Trégastel, la silueta del tanatopractor se recortaba contra la bruma ligera del amanecer como una tumba más entre las otras. No chistó cuando llegué, el rostro veteado de rigidez fría. Era sorprendentemente joven, veinticinco años, a lo sumo treinta, pero vi, en algún lugar en el fondo de sus ojos, astillas de aburrimiento y cansancio. Detrás de él, apoyados contra una valla, dos enterradores municipales fumaban un cigarrillo.
–¡Hace fresquito esta mañana! – solté para entablar un simulacro de conversación.
El practor me taladró con una mirada cortante, se apretó el nudo de la corbata color muerte y volvió a sumirse en su burbuja de silencio.
–El alcalde debería llegar con un asesor médico de Brest -proseguí dirigiéndome a la sepultura humana.
–¿Cree que me gusta hacer esto? – me soltó con una voz casi tan grave como la de un barítono.
–¿Cómo?
–Vaciar cadáveres, coserles los ojos y los labios, y luego desenterrarlos como si los fuese a violentar una segunda vez, ¿cree que me hace gracia?
El hombre y el tanatopractor, al igual que el hombre y el poli, enemigos encerrados en un mismo cuerpo, unidos como dos huesos de un esqueleto.
–A mí también me horrorizan este tipo de cosas -repliqué con total franqueza-. Incluso tengo que confesarle que en este preciso instante no me siento más reconfortado que una gallina en un túnel del terror. Nunca se arranca a los muertos de su reposo con alegría en el corazón.
Mi ataque de sinceridad le caló.
–Tiene razón; hace fresco esta mañana…
Me acerqué a él. Mis pasos crujían sobre la gravilla, perdidos en el bosque petrificado de cruces y hormigón.
–Dígame, ¿tenemos alguna posibilidad de encontrar el cuerpo en buen estado después de más de dos meses?
–Esa pobre chica tenía tres cuartas partes de los huesos rotos por la caída, los miembros totalmente del revés y la cara destrozada. Tengo un oficio difícil, pero lo hago bien y algunos hasta me dicen que me doy mucha maña.
–¿Entonces?
–¿Quiere saber los detalles? Allá van. Le vacié la sangre del cuerpo para sustituirla por formaldehído. Volví a colocar los huesos en su sitio. Aspiré la orina, el contenido del estómago, los gases intestinales y volví a limpiar por segunda vez el cadáver con jabón antiséptico antes de vestirlo. Las técnicas de inhumación permiten que el cuerpo se conserve de forma perfecta durante más de cuatro meses. Así que en principio debería encontrarlo bello como el sol.
Los dos rezagados llegaron por fin, tan poco alegres como mi compañero de brumas. Lienzos de paredes de inquietud se descolgaban de sus rostros.
–¡Vamos allá! – ordenó el alcalde en un tono que resultaba francamente glacial-. ¡Resolvamos este asunto, y lo más rápido posible!
Los dos enterradores se encargaron de desempotrar el panteón y de subir el ataúd.
A mi alrededor, semblantes serios y miradas huidizas. La caoba chirriaba al contacto con las cinchas, como un grito de dolor arrancado a la madera barnizada. Al hacer bascular la tapa, cuando apareció el interior sobrio y demasiado ordenado del féretro, sentí bien pegado a la mejilla el roce de una mano huesuda. La de la Muerte.
A través del pincel de luz proyectado por mi linterna Maglite, una mano, salida del sudario blanquísimo, apareció vuelta hacia mí, los dedos doblados en contradicción con el movimiento implorante de las manos. Un sudario de batista cubría el rostro como una caricia tierna, y a lo largo del cuello fluían cabellos aún castaños, ligeramente ondulados. Como nadie movía ni la sombra de una falange, tomé la iniciativa de auscultar la superficie del cuerpo. Al tocarla, la tela que envolvían los restos mortales recompuestos crujió como la ropa fresca. La bonita ropa que llevaba, seguramente la más bonita que tenía, me hizo creer por un instante que dormía. Le desabroché el traje sastre y luego la camisa con mucha delicadeza y el corazón me dio un vuelco, y casi se desbordó, cuando se me apareció la blancura mortal de su pecho. La piel ondulaba en pliegues apenas visibles, como la superficie de un mar tranquilo, pero se notaba que las escuadras del más allá se atareaban activamente sobre cuanto aún recordaba la vida.