–Sí. No es tan difícil…
–¡Pues presta atención! Debes seguir con la mirada una de esas arañas hasta su destino, y luego volver a trazar su trayecto entre las diferentes intersecciones e hilos de la tela, de memoria. ¿Serías capaz de hacerlo?
Imaginé un inmenso territorio de seda orbicular, colgado en los edificios más altos de París bajo un cielo de desolación, como en una película fantástica.
–Me parece complicado -repliqué-. Las arañas interfieren las unas con las otras, se cruzan y se parecen; podría perfectamente, en un momento dado, seguir a otro individuo sin darme cuenta. Además, haría falta una memoria visual impresionante para recordar el camino en un laberinto así.
Thomas agitó las gafas por una de las patillas, como el político que se dispone a exponer un argumento de peso.
–¡Has resumido perfectamente el problema! Pues mira, con internet ocurre lo mismo. Sustituye los cruces por ordenadores, y el propio hilo por cable eléctrico. Extiende la tela a la dimensión planetaria. ¿Te imaginas la escena?
–Sí.
–Cuando recibes un mensaje, incluso proveniente de tu vecino, ese correo ha transitado por decenas e incluso centenares de relés diferentes repartidos a través del mundo. Para volver a encontrar el punto de emisión, hay que remontar la cadena eslabón a eslabón. Eso implica llamadas a los propietarios de las máquinas, búsquedas en los ficheros de rastros de los servidores en espera de poder pasar al eslabón anterior. Si mientras dura ese proceso se apaga un solo ordenata, o se borran los rastros del paso, la jodimos, sería como si cortases un hilo de la tela de araña. Ponte en contacto inmediatamente con los ingenieros del SEFTI. Cuanto antes actúen, mayor será la probabilidad de seguir las ramificaciones.
Identificar al remitente iba a ser cuestión de magia.
–¿Y si el tío sabe? – pregunté de todas formas.
–Habrá utilizado un
anonymiser.
Es un sitio especial que se encarga por ti de hacer que el origen de tu mensaje sea totalmente anónimo. Además, si es realmente prudente, habrá transitado por miles de otros ordenadores de particulares, conectados a internet al mismo tiempo que él. En ese caso, la probabilidad de localizarlo es estrictamente nula.
Nos serví un auténtico guatemala cargado, casi sólido.
–¿Cómo ha conseguido mi dirección de correo?
–¡No imaginas con qué facilidad puede conseguirse información sobre ti cuando navegas por internet! Aparecen tus sitios favoritos, las horas a las que te conectas; dejas rastros allá donde vas. Basta que hayas colgado una vez un mensaje en un foro o un grupo de discusión para que un anónimo, empresas de publicidad u otros buhoneros que venden esas direcciones a terceros puedan recuperar tu mensaje. Seguramente estás en la libreta de direcciones de miles de personas sin saberlo. Además, puedes medir la amplitud del fenómeno tan sólo fijándote en los spams que llenan tu buzón.
–En efecto. ¿Algo más?
Vi en su mirada un destello de esperanza.
–La foto del granjero me tiene intrigado -me confió aplastando el dedo en la pantalla-. Por un lado, no veo bien la relación con esa carta, y por otro, el espacio que ocupa en tu disco duro me parece un poco grande: más de trescientos kilobytes. Me parece que… ¿tienes un programa de tratamiento de imágenes, como Photoshop o Paint Shop Pro?
–No, creo que no.
–¿Y una lupa?
–Tampoco. Pero puedo desmontar una de las lentes externas de los prismáticos.
–Perfecto.
Yo intuía los números, los operadores lógicos que se encaminaban hacia el cerebro de Thomas para arremolinarse en una gigantesca sopa matemática. Recordé uno de sus comentarios, una noche en que estábamos reunidos alrededor de una buena mesa, con Suzanne. «Toda materia, toda información se compone de ceros y unos. La chapa de tu coche está hecha de ceros y unos, este cuchillo está hecho de ceros y unos e incluso el trasero de una vaca está hecho de ceros y unos. A menudo, para pasar de un problema a una solución, basta invertir algunos ceros y algunos unos.» Suzanne había soltado una carcajada y, desde entonces, veía con otros ojos a los rumiantes.
Le tendí a Thomas uno de los oculares de mi Zeiss 8. La lente cóncava diseccionó los píxeles de la pantalla a medida que la desplazaba, frunciendo los ojos.
–No pondría la mano en el fuego, pero parece que algunos puntos son más claros que los otros. Es casi invisible, pero conozco este tipo de técnica. Mira un poco este rincón del cielo, en la foto. – Pegué la retina a la lente. Nada especial, sólo azul en medio de azul-. ¡No tienes mirada de experto! Esteganografía; ¿te suena de algo? – me reprochó.
–¿Una técnica de codificación antigua? ¿Un medio de pasar mensajes, como hacía el César?
–Casi. Lo confundes con la criptografía. Lo perverso, en la esteganografía, es que la información escondida se vehicula de manera transparente en información no encriptada, clara y significativa, contrariamente a la criptografía, donde el mensaje recibido es ilegible. Los piratas informáticos, los terroristas, aplican esta técnica para intercambiarse datos sensibles escapando a los diversos sistemas de vigilancia y escucha, como el Semáforo o el Echelon de los americanos. Esconden sus mensajes, imágenes o ficheros sonoros en otros medios de comunicación utilizando programas que descargan de internet. El destinatario que posee la clave de descifrado reconstruye entonces la información original. Es un sistema muy apreciado por los pedófilos. Llegas a un sitio aparentemente discreto, visualizas fotos de vacaciones, de playas y cielos azules. Pero si aplicas la clave a esas imágenes, ¿qué descubres?
–Fotos de niños. ¡Has dado en el clavo, Thomas! ¿Vas a poder desencriptarlo?
Preso de la excitación, bebí ávidamente el café y me quemé la punta de la lengua.
–¡Sobre todo no te embales! – añadió en un tono que incitaba a la calma-. Antes tengo que comprobar si efectivamente la foto contiene datos ocultos. Y, sin clave de descifrado, puede que se necesiten varias semanas antes de llegar al resultado. Las técnicas de criptoanálisis, para romper los códigos criptográficos, no son muy eficaces, porque la potencia de los algoritmos hace que el descifrado sea extremadamente delicado, e incluso imposible si la clave es demasiado larga… Lo que, en resumidas cuentas, es lógico. Si no, ¿para qué encriptar?
Aparté la mirada de la pantalla y la dirigí hacia el móvil.
–Bueno, voy a poner de inmediato a los del SEFTI sobre este asunto, de forma paralela a tu trabajo.
–Déjame tu ordenata para que hurgue un poco más. Voy a grabarte lo necesario en un CD y se lo remitirás al SEFTI. Otra cosa: deberías ponerte una línea de banda ancha a la que podrían conectarse los ingenieros del SEFTI. A eso se le llama
sniffing:
vigilan a distancia todo lo que circula por tu línea y así pueden reaccionar rapidísimo. Si quieres, lo solicito y mañana tienes tu modem ADSL instalado. ¡Tengo contactos para acelerar el proceso!
–Buena idea; pensaba hacerme instalar uno. Si puedes encargarte, me harás un favor…
–¡No hay problema!
Su sonrisa me hizo darme cuenta de hasta qué punto la influencia de los asuntos criminales me separaba del resto del mundo, un poco como Dead Alive con sus fiambres. Había molestado a Serpetti pronto por la mañana, lo había arrancado de las sábanas sin ni siquiera preguntarle cómo estaba.
–Llevas impreso el tono azafranado de las vacaciones -dije alegrándome, mientras olía el aroma desoxidante de otra taza de café.
–Justo ayer volví de Italia. Has tenido suerte de poder dar conmigo.
–¿Y
Reine de Romance
? ¿Sigue igual de competitiva?
Thomas se bebió el café hirviendo de un trago, sin pestañear.
–Está en pensión en el círculo hípico de Chantilly, en manos de John Mohx, el mejor de los entrenadores. La preparamos para las grandes carreras y los derbis del año que viene. – Un gesto evocador le estiró los labios en una sonrisa-. Ya no soy soltero, ¿sabes? Yennia y yo ya no nos separamos. Unidos como la Tierra y la Luna. ¿Adivina dónde la conocí? ¡En un tren con destino a Londres! Es de origen rumano, azafata en el Eurostar París-Londres. Tendrás que visitarnos en la granja.
–Por supuesto.
–Y así, ¡verás mi red ferroviaria! Me he pasado a la escala HO 1/87, ¡la de los profesionales! ¡Me lo paso bomba! ¡No te muevas!
Se levantó, se abalanzó sobre su mochila y sacó una locomotora de latón Homby, con la cabina magenta y el carro negro.
–Es para ti, Franck. ¡Un vapor Basset Lowke 1959! ¡En perfecto estado! Era mía, pero ya no rueda en mi nueva red, así que te la regalo. La he llamado
Poupette.
Se extrañó ante mi falta de reacción. La pasión por el ferrocarril que me había transmitido, al igual que el resto, me había abandonado desde que el vacío, el silencio, el dolor se habían enseñoreado de mi apartamento.
–Lo siento, Thomas, ya no estoy mucho en la onda. Lo de los trenes y yo es agua pasada, por ahora. Ya no me apetece mucho.
–¡Con
Poupette
todo es distinto! Esta locomotora tiene algo mágico, ¡tienes que probarla! Ya he llenado el depósito de butano, para el quemador. Añade un poco de agua y de aceite en el ténder y funcionará durante una hora. Ya verás cómo su canto es apaciguador y su compañía, encantadora. Te levantará el ánimo en los momentos difíciles… -Dejó el modelo reducido sobre el escritorio-. ¿Sigue sin saberse nada de Suzanne? – me preguntó, cogiéndome la mano como a un viejo hermano.
–Nada, ni una triste pista. No hay el menor rastro del agresor. ¡Si tan sólo pudiese encontrar una señal, una pista que me dijese si está viva o muerta! Es una tortura quedarse en la incertidumbre, con el temor permanente de caer sobre el cadáver de mi mujer, así, al volver un camino… El futuro me da un miedo espantoso, pues dependo enormemente de datos que no domino. Mi suerte se encuentra casi entre las manos de ese bastardo que la secuestró.
–Acabarás averiguando la verdad, un día u otro.
–Lo espero con todo el corazón. – Fingí pensar en otra cosa esbozando el armazón de una sonrisa-. Oye, quédate aquí y haz lo que puedas con mi ordenador. Yo he de marcharme. Comemos juntos al mediodía, si quieres. Reúnete conmigo delante de la central, iremos al Vert-Galant. ¿No habrás quedado con tu Yennia?
–¿Con Yennia? ¡Si paso los días esperándola! Desaparece por la mañana para volver por la noche, como una aurora boreal. Vale, quedamos al mediodía. Nos encontramos ahí. – Carraspeó-. Franck… ¿qué crees que podría ser ese mensaje oculto? Si intenta decirnos algo, ¿por qué no lo hace abiertamente?
–Thomas, tú, a quien te sobran los millones, ¿por qué sigues yendo al casino sabiendo que corres el riesgo de perder una fortuna?
–Por… ¿la excitación que me da el juego?
–Pues ya tienes la respuesta a tu pregunta.
Mi abuelo había acabado su carrera de minero como capataz-jefe en el foso 13 de Loos-en-Gohelle. De minero joven se había convertido en minero, y luego en entibador, obrero, reparador, capataz y al final en capataz-jefe. Por lo general, los pasillos de carbón le aprisionaban a uno durante buena parte de su vida y, si el beso mortal del grisú había sido clemente contigo, la silicosis se encargaba de rematarte. Nacías al fondo, morías al fondo, tus hijos morían al fondo, en la boca del monstruo. Menos mi abuelo.
Quince años le habían bastado para subir los peldaños de la jerarquía y nunca, en toda su vida, invocó la suerte o el azar. Este agrimensor conocía las fechas de cumpleaños de todos los responsables jerárquicos, los nombres de sus esposas e hijos y también el color del pelaje de sus perros. Se las apañaba para encontrarse con las esposas en las panaderías, los cafetines, las lavanderías, a fin de halagar las cualidades eméritas de sus maridos y sus increíbles aptitudes para dirigir las cuadrillas. En los días señalados, incluso en los tiempos más duros en que faltaban la sopa y el pan, nunca se olvidaba de enviar a las personas más ricas que él una botella de ginebra. De ese modo, incluso a través de los reflejos translúcidos y embriagadores del alcohol blanco, sus jefes daban las gracias de forma inconsciente a ese rostro que les procuraba el placer del olvido.
A eso lo llamaba «la técnica del sacrificio rentable», y me repetía a menudo: «Si despiertas en aquel a quien hablas la llama que le hace brillar los ojos, ese algo que le toca el corazón, entonces lo convertirás en uno de tus aliados más estimados. Ya no tendrás dos brazos y dos piernas, sino cuatro, porque siempre estará a tu lado cuando lo necesites».
Más de quinientas personas asistieron a su entierro, cuando el cáncer se lo llevó en 1978.
A diferencia de mi abuelo, yo no había utilizado «la técnica del sacrificio rentable» para subir en escalafón. En cambio, la usaba con obstinación para rodearme de las personas necesarias, en el momento en que las necesitaba.
Richard Kelly, el juez encargado de la instrucción, sentía especial debilidad por el buen chocolate. Poseía un refinado hocico, como sólo existe una decena en el mundo. Aunque su despacho se veía tan impecable y esterilizado como el interior de un depósito de cadáveres, siempre rondaba por allí, en un rincón, una tableta a medio comer de jivara, manjari o caribe, joyas del cacao encargadas directamente a los maestros chocolateros como si se tratase de diamantes auténticos. Así que me había hecho con guanaja de granos de cacao de América del Sur, uno de sus favoritos. Comprobé divertido cómo su nuez subía y bajaba cuando dejé el tesoro en forma de barras sobre su escritorio.
Debía obrar con cautela. Se trataba de convencerle para prescindir del gilipollas de Thornton, simulacro de psicólogo, incapaz de hacer el perfil psicológico de un pulpo.
Al principio, Thornton ejercía en un consultorio independiente. Un tío muy guaperas para sus cuarenta años, una belleza apolínea con ojos rasgados. Se había tirado a tantas pacientes sobre el diván de su consulta que podría haber recibido el premio al mejor semental en los Hot d'Or. Su clientela salía adelante sin parar, cada vez más desvestida, cada vez menos enferma, y sus sucesores seguramente encontrarían braguitas hasta debajo de los cojines de su sofá de cuero. Luego, Thornton, aparentemente cansado de la rutina del sexo fácil, o porque la edad lo había vuelto menos vigoroso, se había valido de la influencia de papá para hacernos disfrutar de sus talentos de analista. Interrogaba a los testigos, los criminales y extraía conclusiones que habrían provocado la sonrisa de las estatuas de la isla de Pascua. «Ese cretino con pajarita confundiría a un terrorista afgano con una hermanita de la caridad», me había soltado Bambi, el jefe de la Brigada de Costumbres, la primera vez que había coincidido con él, hacía mucho tiempo, cuando estaba muy, muy enfurecido. Apartarlo del circuito era un asunto delicado, puesto que el susodicho gilipollas con pajarita era nada menos que el hijo del procurador de la República.