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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (5 page)

Me invitó a instalarme en una butaca de médula de mimbre trenzado.

–Siento el mal en tu habitación, Dadou, el g'an mal. ¡No ent'es ahí!

Una sal picante le quemaba los labios retorcidos. Aparecieron unos muñones de dientes, solitarios en medio del agujero inmenso de su boca.

–¿De qué tipo? – le pregunté en tono de curiosidad.

–¡El Demonio, Dadou, el Hombre sin Rostro! ¡Ha bajado a la Tie'a a p'opaga' el Mal!

Abrazó su crucifijo hasta gastar el Cristo de estaño. Luego levantó la jaula y los pájaros salieron volando en una confusión de alas antes de aterrizar el uno al lado del otro sobre una yuca. Los ojos les brillaban a la luz tamizada como canicas de carbono.

Sin razón aparente, un hormigueo de escalofríos me recorrió los huesos.

–¿Y a qué se parece ese demonio, Doudou? ¿Por qué se esconde en mi habitación?

Se pegó dos lingotazos de burbon directamente de la botella, Four Roses de cuarenta y cinco grados. Cuando se estremeció, el cuello se le hinchó como el de una tortuga que mete la cabeza en el caparazón.

En su mirada vi las patas de tigres, las bocas abiertas de las serpientes, las mandíbulas de las migalas, descifré un miedo salvaje, brutal, una mezcla ocre de terror e incomprensión.

–No puedo deci'lo, Dadou. Sólo lo sé, eso es todo. No ent'es ahí.

–Iré con mucho cuidado, Doudou, te lo prometo.

Me levanté y atravesé los mantos de bruma de incienso camino de la puerta, cuando rompió a llorar.

–Dadou… Los oigo aulla'…

–¿Quiénes? ¿Los perros? ¿Siguen aullando?

–Día y noche, aúllan, Dadou… No me dejan nunca en paz… Se meten en mis sueños… -Un trago de alcohol le abrasó la voz-. Ve, Dadou -cloqueó-. Ve, ¡pe'o ten mucho cuidado!

Cerré lentamente la puerta detrás de mí. Por mucho que no creyese en lo que acababa de decirme, desenfundé mi Glock antes de penetrar en el salón. Para que todo siguiera igual, tristeza y calma luchaban en un duelo grotesco a golpes de destellos de silencio.

De tanto dar vueltas en la cama, no pude evitar hacer la comparación entre el terrible asesinato y las frases aterradoras de Doudou Camelia. Había descubierto azufre en su mirada, algo imposible de simular, un terrible presentimiento en potencia de lo real. Pensaba en los canarios, esas plumas amarillas que giraban en el aire, la negrura incómoda de su salón. En el calor de las sábanas, el vello se me erizó ante los embates del miedo.

La conversación con el teniente Sibersky me rondaba por la cabeza, dando lugar a un buen número de interrogantes. No recordaba haber descubierto un cuerpo mutilado en condiciones tan atroces. Además de los horribles suplicios infligidos a la víctima, también había que considerar la complejidad de la puesta en escena y su increíble elaboración. La inconcebible energía que debía de haber empleado el asesino para construir ese sistema de poleas y colgar el cuerpo me dejaba estupefacto. ¿Y qué decir de aquellos detalles, estudiados, abandonados como para dejar un mensaje? ¿La moneda en la boca, los ojos mutilados y vueltos a colocar en las órbitas, esos trozos de madera insertados entre las mandíbulas?

Cuando ese mórbido cortejo de pensamientos se decidió a dejarme, el tren del sueño acabó por llevárseme en el instante en que ya atravesaban el cielo los fulgores engendrados por el alba.

Capítulo 2

Tras un despertar difícil, me puse a leer los correos electrónicos acumulados en el buzón durante mi estancia en Lille. Gracias a la tecnología y al poder de internet, había hecho un montón de amigos sin rostro, lejanos anónimos sin embargo tan cercanos a mí. Nombres de internautas que se preguntaban el porqué del silencio de Suzanne. No había reunido valor para contestarles y confesarles que mi mujer había desaparecido y que desde hacía un semestre, yo, comisario en la DCPJ en París, aún ignoraba si estaba viva.

El asunto del último mensaje, «¿Qué, te ha gustado?», banalmente firmado XXX, fue como un maremoto de adrenalina. Cuando descubrí, en la cabecera del mensaje, la foto digital de un granjero inclinado sobre la tierra, recogiendo remolachas con una mano deteriorada, creí que me hallaba ante un bromista.

Pero el texto, debajo de la imagen, sobrepasó los límites de mi imaginación.

Querido amigo:

Tan sólo quería compartir contigo la carta que acabo de mandarle a la madre de la encantadora señorita que has conocido recientemente. Me daría mucha lástima que no fuera de tu gusto, porque he invertido muchísimo tiempo en redactarla. A la espera de volver a verte pronto…

Mi estimada señora Prieur:

Hoy en día, entre los aborígenes pitta-patta de Australia, cuando una chiquilla alcanza la pubertad la tribu entera, hombres, mujeres y niños, se reúne. El celebrante, un hombre mayor, ensancha el orificio vaginal de la chiquilla rasgándolo hacia la parte inferior con la ayuda de tres dedos atados por un hilo de zarigüeya. En otras regiones, el perineo se rasga con la ayuda de una hoja de piedra. Le ahorraré la visión de las fotos que tengo actualmente ante los ojos. Por lo general, a esta operación siguen actos sexuales bajo coacción, con numerosos jóvenes, por lo menos una decena. Podría haber seguido este ejemplo en el caso de su hija, pero preferí proceder de otra manera, con mi propio método, que apreciará, espero, en su justo valor. En primer lugar, si eso puede reconfortarla, sepa que no me he follado a su hija, aunque podría haberlo hecho si hubiese querido.

Empecé por desvestirla. Necesité más de dos horas para atarla, trabarla hasta controlar el más ínfimo de sus movimientos. Fue un honor para mí trabajar sobre la tela de un cuerpo tan sublime, aterciopelado, casi como el fieltro. Por supuesto, ya se lo imaginará, esperé a que estuviese despierta para hundir los ganchos en su carne. ¡Oh! ¡Si tan sólo hubiese podido ver cómo se debatía! Dolor y placer son como dos cuerpos unidos a una sola cabeza: se repelen pero no pueden vivir el uno sin el otro, y creo que tomó conciencia de ello antes de morir.

Su piel se abría de manera casi artística cuando yo hundía la hoja en sus pequeños y firmes pechos, en sus hombros, su ombligo. En la meticulosa lectura de su cuerpo hallaba las respuestas a mis preguntas, sabía por qué actuaba y lo que buscaba. ¿Se da cuenta de que pude distinguir las profundidades de las capas de su carne, notar los tembleques de dolor que le arqueaban los riñones? Vibraba todo lo necesario, ondas incomprensibles iban y venían sin cesar, como pequeñas olas, y luego se rompían en un grito ahogado de felicidad. ¿O de sufrimiento?

Como un buen soldado, soportó sus heridas, no sólo padeciéndolas, sino aceptándolas, consciente de que las dificultades son una ley inamovible de la naturaleza. Nos dejó amando la entidad por la cual cayó. Puede estar orgullosa de ella.

La acogerán bien allí arriba, no tema. Las armaduras estropeadas valen mucho más a los ojos de Dios que el cuero nuevo, y estoy convencido de que Él le enjugará las lágrimas. Ya no habrá muerte, ni habrá luto ni grito ni dolor. Estará bien…

Así fueron los últimos minutos rojos de su hija, de esa mujer de quien podemos decir, ahora, que seguramente, en su última expiración, maldijo tanto a sus padres como el día de su nacimiento.

La felicidad debe ser la excepción, el sufrimiento es la regla.

Alguien que, de ahora en adelante, es más importante para usted que nadie…

Esas palabras me petrificaron en los repliegues del asco, al borde de las profundidades rancias de la furia, de la rabia, de las ganas de estrujar el mundo hasta extraer la sustancia inmunda que da vida a los criminales. Sentí que me oprimía la impotencia, la facilitad ultrajante de propagar el mal hasta herir sin tan siquiera tocar. En ese instante, las palabras de Doudou Camelia resonaron en mi interior como el tañido fúnebre y lejano de la desgracia anunciada: «Siento el mal en tu habitación, Dadou, el g'an mal».

Sin tocar nada más, en los penosos segundos subsiguientes llamé a Sibersky, exhortándolo a que interceptase la carta costase lo que costase, y luego a Thomas Serpetti, uno de los hombres más competentes en informática que haya conocido.

Thomas Serpetti había hecho surf en la ola internet con un deslizar digno de un dios hawaiano. A principios del año 2000, en la estela de la burbuja tecnológica, había dejado su puesto de responsable de seguridad de la red en IBM, en La Defense, para levantar un millón de euros en la primera ronda de negociaciones con inversores seducidos por sus ideas innovadoras y un plan de negocio blindado. Durante esa época cambiaba dos veces al día de corbata, estrechaba decenas de manos y se dejaba ver en todas las conferencias donde había que mostrarse. Había alquilado unos cuartuchos como oficina en el barrio de la Ópera de París, contratado con obstinación a informáticos alimentados a base de hamburguesas y dejado que el
business,
así como la euforia general, le llenase los bolsillos. Sobre la marcha, se había comprado una vieja granja al sur de París, en Boissy-le-Sec, un potro de un año,
Reine de Romance,
en las Ventas de Deauville, y luego se había retirado de los negocios, forrado de pasta, cuando las castañas habían empezado a fundirse bajo las ascuas de la Bolsa. Desde esa época, pasaba días tranquilos en las carreras, o quemaba las horas, incluso los días, perfeccionando su red de trenes en miniaturas, joya de paciencia, alegrías de niños, placeres del raíl. Su pasión por el modelismo ferroviario llegó a contagiarme y enardecerme… hasta la brutal desaparición de Suzanne.

Aquel eterno adolescente llevaba el juego en la sangre y creo que habría sido capaz de matar a todos sus hermanos para salirse con la suya frente a una ruleta. Un día lo vi ensañarse con el número 18, en el casino de Enghien-les-Bains, hasta el cierre de puertas y perder una fortuna. Pero poco importaba. Había dejado en ese lugar una huella imborrable y, desde ese día, le llamaban «señor» cada vez que cruzaba el umbral del casino. Eso era lo que le gustaba a Thomas Serpetti.

Nuestro primer encuentro se había producido virtualmente en un foro de internet dedicado a la esquizofrenia. El hermano de mi esposa, al igual que el de Thomas Serpetti, era lo que se denomina un esquizoide paranoico.

Toda la vida recordaré las explicaciones que mi cuñado, Karl, me había dado sobre esa fractura mental una noche de otoño en la que ya estaba muy, muy mal: «La Hidra anida en las sinuosidades de mi intestino delgado. Su cabeza a veces se hunde en mi estómago, donde le gusta alimentarse largos ratos. Se alimenta de cuanto me alimento y evacúa las deposiciones por mi boca. Es una serpiente grotesca y venenosa de la que tengo que deshacerme cueste lo que cueste».

A los veintidós años, Karl se escarificó el abdomen con dieciséis cortes de cúter, pues le pareció que la automutilación era el único medio de cazar la Hidra que lo habitaba. Actualmente sobrevivía en una dimensión paralela, extraño a su propio cuerpo, cargado como una bomba biológica de Largactil, Haldol y Droleptan en el hospital psiquiátrico de Bailleul, en el norte…

Di la bienvenida a Thomas Serpetti con el semblante de un sepulturero que hubiese asistido a su propio entierro.

–He aquí lo ocurrido, Thomas. Quiero que me des tu opinión antes de poner al SEFTI a ello. Como te he dicho por teléfono, no he tocado nada. Hay la foto de ese granjero y esa carta espantosa debajo. Dime si podemos encontrar al remitente.

El ex experto en seguridad informática no soportaba la delincuencia o la criminalidad, y llevaba una campaña sin piedad contra los piratas de los tiempos modernos en colaboración con los ingenieros del SEFTI, el Servicio de Investigación de Fraudes en las Tecnologías de la Información. Con regularidad, Serpetti transmitía a mis colegas científicos direcciones de hackers, piratas informáticos que robaban ficheros de tarjetas de crédito o que insertaban, por el gusto de la provocación, mensajes de carácter pornográfico en
Les Échos
o el
Times.

Su mano se abalanzó sobre el ratón del ordenador. Empujó las pequeñas gafas redondas de acero sobre el puente de su nariz y se pasó una mano por el corte a cepillo como si estuviese a punto de llevar a cabo una gesta deportiva antes de pegarse a la pantalla.

–¿Me… me dejas leer?

–Adelante. Cuento contigo respecto a la confidencialidad de este asunto.

–Sabes que puedes confiar en mí.

A medida que iba leyendo, el estupor le abría la boca.

–¡Madre de Dios! – Se quitó las gafas y se frotó los ojos-. ¡He visto cosas alucinantes en internet, pero esto es el summum! Es… ¿es lo que realmente ha pasado?

–Por desgracia, sí -suspiré.

–¡Pero si se dirige directamente a ti! ¡Te tutea! ¡Es alguien que te conoce! ¿Cómo podría saber que te han encargado la investigación?

–No tengo ni idea. Las noticias vuelan en esos pueblos, por no hablar de los medios de comunicación. Tal vez la información, de un modo u otro, ha llegado hasta él. Es algo confuso todavía. Pero vamos a investigarlo, no te preocupes por eso. Bueno, ¿y el mensaje?

Clicar de ratón, profusión de ventanas en la pantalla. Serpetti abrió ficheros con nombres bárbaros, paseándose por mi ordenador con la comodidad de una partícula cargada en una corriente eléctrica, animado por la pasión del conocimiento universal, esa voluntad de arrancar la solución a lo insoluble, como un desafío a sí mismo y a las máquinas.

–Esta dirección, por supuesto, es un camelo. Te vas a un sitio especializado, das un nombre cualquiera y el sitio te autoriza a enviar mensajes con una dirección que tú mismo escoges, del tipo [email protected] Ni siquiera hace falta un software especial para gestionar los mensajes, el sitio se encarga de todo. Totalmente anónimo. O casi…

Ése «o casi» era el rasgo que distinguía a Serpetti entre la masa hormigueante de informáticos.

–¿O casi? ¿Es que hay manera de echarle el guante al remitente?

–¡Depende! Si el tío sabe, no lo conseguirás. Si no, las probabilidades son bastante bajas y, créeme, el trabajo para conseguirlo, enorme.

–¡Explícamelo! Y ve despacito, por favor…

Sus marcados hoyuelos reflejaban pálidamente la luz metálica de la pantalla cuando se giró hacia mí. Con casi treinta años, aún le quedaban en el rostro los estigmas del acné de adolescente.

–Bien. Simplificaré al máximo -contestó en tono sereno-. Imagínate una gigantesca tela de araña, muy compleja, del tamaño de una ciudad. Esparces, a un extremo de la tela, miles, millones de arañitas, todas parecidas. La mayoría de las arañas son miopes, no oyen ni ven nada, pero saben, gracias a las vibraciones, dirigirse hacia cualquier punto de la tela. En cambio, son incapaces de juzgar cuál es el camino más corto y, consecuentemente, todas cogerán una vía diferente para ir al mismo sitio. ¿Me sigues?

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