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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo

 

La aparición de un cadáver decapitado, artísticamente troceado y diseminado con enigmáticos designios por diversos rincones de París, sacude de un modo eléctrico al comisario Franck Sharko. Saber que no se trata del cuerpo de su esposa, que lleva ya seis meses desaparecida sin que nadie haya pedido rescate y sin que se tenga la menor pista sobre su paradero, es sólo un consuelo menor. Al contrario, este descubrimiento da pie a una estremecedora y alucinante investigación que pone en contacto a Sharko con los ambientes más sórdidos que puedan imaginarse, con las redes virtuales más exhibicionistas y enloquecidas, con los personajes más crueles y despiadados y, sobre todo, con una mente fría, manipuladora y perversa hasta límites que sólo un escritor del calibre de Thilliez es capaz no sólo de crear, sino de mostrarlo con una fuerza arrebatadora. Sólo la tensión en que Thilliez mantiene al lector a lo largo toda la novela, impide que éste sienta el calor de la espesa sangre que rezuman estas páginas. Franck Thilliez logra que la lectura se convierta en una experiencia visceral. Un thriller absolutamente recomendable (salvo, quizás, para quienes padezcan enfermedades cardíacas).

Franck Thilliez

El ángel rojo

ePUB v1.0

NitoStrad
18.02.12

Autor: Franck Thilliez

ISBN 9788492472031

Fecha de publicación: 2008

448páginas

Idioma: Español

Para Esteban

Nota del autor

Apreciado lector:

A menudo, la escritura parte de un deseo. El deseo de contar una historia, plasmar imágenes fuertes, dar vida a personajes nacidos de nuestro imaginario y conducirlos hacia destinos prometedores. Se dice que el novelista escribe las historias que le hubiese gustado leer, y creo que eso es lo que me llevó a coger por primera vez la pluma, en el año 2002. Tras redactar un primer esbozo, una primera novela publicada en internet,
Conscience
anímale,
me encariñé con un relato que, creo, permanecerá como el que más me marcó, por su negrura y el poco lugar que deja a la esperanza.
El Ángel Rojo,
publicado en 2003 en una humilde colección, Rail Noir, fue el resultado de un año de investigación, documentación y escritura agotadora. Esta novela trata temas cuya existencia ni siquiera sospechaba y que, sin embargo, existen, aunque parezca imposible, en el segundo plano de nuestra sociedad. Ambientes en los que más vale no aventurarse… Las dificultades con que me topé para conseguir que esta historia se convirtiese en un libro no me desalentaron, sino todo lo contrario. La fiebre de la escritura era por entonces tan intensa que, catorce meses después, acababa
La chambre des morts.
Una historia concisa, dura, de temática social, también un homenaje a mi región, al norte. La obra que me hizo tomar conciencia de manera definitiva de que nunca más me desembarazaría de la escritura. El virus se había apoderado de mí.

Más de un año y medio después de su nacimiento, Sharko, el personaje atormentado de
El Ángel Rojo,
no me había abandonado del todo. Lo sentía ahí, en el fondo de mi ser, me reclamaba, un poco como esos fantasmas que regresan para atormentar a sus vivos. Entonces me dije: «¡Adelante!». Sharko es un tipo duro, muy humano pero muy duro, y necesitaba una historia a su altura, una trama diabólica que pusiera a prueba sus cualidades más sólidas. Y las más vulnerables. Así escribí
Deuils de miel,
que se publicó en Rail Noir en 2006 y en Editions Pocket en 2008.

Esto sitúa un poco el contexto de la obra que el lector tiene entre las manos. Antes de que se sumerja en sus páginas, que el crujir de las hojas le provoque escalofríos, querría ponerle en guardia contra esto: muy a menudo, la realidad supera la ficción.

Franck Thilliez

Prólogo

La lluvia caliente de una tormenta de verano acomete con fuerza contra los adoquines resbaladizos del casco antiguo de Lille. En vez de buscar un lugar donde resguardarme, prefiero contemplar las gotas de agua que se introducen en los surcos de las tejas ocres, se agarran a los canalones como perlas de plata para luego venir a bailar en el hueco de mis orejas. Me gusta aspirar el olor de los ladrillos antiguos, los desvanes y los cuartos trasteros. Aquí, en este silencio de burbuja de agua, todo me recuerda a Suzanne; esa callejuela por la que subo forma el túnel del tiempo que me conduce hasta ella. Giro por la calle de los Solitaires y, justo tras la esquina, me precipito en el Nemo, donde pido una cerveza rubia de Brujas. Brasas de un fuego mal apagado destellan en el fondo de los ojos del propietario, un fulgor de los que avivan los recuerdos, poniéndolos en movimiento hasta que emergen instantes de vida que se creían muertos. Frunce la boca, como si esa gimnasia intelectual lo quemara interiormente. Creo que me ha reconocido.

«Son las once, esa noche. No dejo de dar vueltas en la cama, los ojos clavados en las cifras hirientes del radiodespertador. Como el sitio de Suzanne está demasiado vacío, me levanto y llamo a su teléfono móvil. Me contesta una voz suave, la de una mujer, un robot que dispensa los mensajes estándares de ausencia. Marco el número del laboratorio experimental donde trabaja, con el puño apretado contra los labios. El vigilante nocturno me contesta que se ha marchado hace casi una hora. Sin embargo, bastan diez minutos para llegar desde L'Hay-les-Roses a nuestro apartamento de Villejuif…»

–¿Le conozco? – me pregunta el dueño fijándose en mi perilla.

–No –le contesto llanamente mientras me llevo la cerveza a una mesa apartada, en un rincón del café donde la oscuridad ahuyenta la luz.

Fuera, dos enamorados se abrazan bajo el cenador de la terraza. La larga cabellera caoba de la chica vibra al viento como las cintas que a veces cuelgan de los manillares de las bicis y ambos escuchan la lluvia caer, silenciosos, pero comunicándose a través de sus gestos atentos. Adivino en la joven a la Suzanne de hace veinte años, pero, bien pensado, creo que veo a Suzanne en todas partes, en cualquier chica, a cualquier edad…

«El miedo me oprime la garganta como un lazo de alambre de espino. Sé que por todas partes vagabundean los sádicos de cuchillo largo, los violadores de señoras mayores y de niños. En las oficinas de la sede central de la policía judicial, en el número 36 de la avenida de los Orfebres, he visto desfilar a centenares, peinados impecables, uno más encorbatado que el otro. Se tiran a las calles como la chusma, se confunden tan bien con la noche que es casi imposible sentir su olor. Los odio, los odiaré toda la vida.

»En el sótano, en el garaje, el estómago casi se me sale por la boca cuando reparo en los minúsculos fragmentos de cristal esparcidos por el suelo. La cámara de vigilancia está rota. Cuelga del extremo del cable, inmóvil, testimonio mudo de lo peor. Me precipito hacia el box 39, acompañado sólo por el resonar de mis pasos en este féretro de hormigón… Un trocito de metal me arranca el corazón como una bala explosiva: una pinza de pelo, como las que Suzanne acostumbra colocarse a la altura de las sienes, yace contra la pared. Corro a lo largo del parking subterráneo, pierdo el aliento al subir y bajar corriendo los diferentes huecos de escaleras, llamo a las puertas de los inquilinos como si fueran la última defensa ante lo que temo. Cuando cojo el teléfono para llamar al jefe de la OCDIP -la Oficina Central para la Desaparición Inquietante de Personas- una voz horrible me dice que ya es demasiado tarde…»

Conocí a Suzanne aquí, en este café, en medio de las arabescas de humo y del guirigay incesante de los militares destinados al cuadragésimo tercer regimiento de infantería. Ambos proveníamos de pueblos de la cuenca minera, con nuestra ropa impregnada del olor de los caseríos de mineros y nuestros calcetines sucios de hollín. Nuestros padres nos educaron en el dolor del demasiado poco, bajo la grisalla, ricos sus corazones de los más preciados tesoros. Me encantan estas tierras pardas, su gente sencilla y generosa, y creo que aún les quiero más ahora que Suzanne ya no duerme a mi lado.

En algún lugar, en el fondo de mi ser, una brizna de conciencia, inalterable, no deja de murmurarme que está muerta, que no puede ser de otra manera tras tantos meses y tan dolorosos días…

«Seis meses después, sigo buscando a mi mujer. A menudo viene a visitarme en sueños. Baja de lo más alto, la anuncia su perfume, que me acaricia el pelo como lo haría un niño. Pero cada vez que su mirada abraza la mía, cuchillas de afeitar gotean de sus ojos, serpientes tan finas como la paja le salen de la boca y la nariz y, del orificio abierto que le agujerea el pecho, surge el olor pestilente de la muerte.»

Cojo de nuevo mi mochila, saco el teléfono móvil de un bolsillo y me decido a abrirlo, con la esperanza de no tener ningún mensaje que me prive de mi penúltimo día de vacaciones.

Capítulo 1

Martin Leclerc, mi comisario de división, me solicitaba que volviese urgentemente a la central de la judicial. Habían descubierto un cadáver mutilado de manera espantosa…

El alto Martin Leclerc debía de pesar apenas poco más que un paquete de patatas fritas vacío, y esa falta de carne contribuía a resaltar la red de sus venas de tal forma que habría atraído sobre sí a todos los vampiros del planeta. Pero este aspecto de personaje de túnel del terror reforzaba el impacto de sus frases mordaces y nadie, que yo sepa, se había atrevido a contradecirlo nunca. De todos los sospechosos que habían pasado por sus manos, jamás vi salir a uno solo con la sombra de un esbozo de sonrisa.

–Comisario Sharko, este caso no huele bien -me anunció golpeando con el lápiz un informe-. No hay nada clásico en la manera en que se ha perpetrado el crimen. ¡Hostia, estos asesinos son peores que los virus! Luchas contra uno y otro toma el relevo, dos veces peor que el primero. Mira la peste negra, justo después de la viruela, el cólera y la gripe española. Parece que el mal se alimenta a sí mismo con sus propias derrotas.

–¿Y si me hablase de la víctima?

El comisario de división me tendió un chicle de clorofila, que rechacé. Se puso a mascar de forma ruidosa, y estaba tan nervioso que el hueso cigomático le latía a toda prisa bajo la vena saltona -una autopista- de la sien derecha.

–Martine Prieur, treinta y cinco años, liquidada en su casa. Su marido, notario, murió a consecuencia de un tumor cerebral el año pasado. A ella le correspondió un buen pellizco del seguro de vida que le dejó. Vivía de rentas, muy tranquilamente en la calma campestre de su pueblo. A primera vista, una chica sin problemas.

–¿Una venganza, un robo con efracción que salió mal?

–Resulta evidente que el criminal siguió un ritual poco común, proceso que podría excluir la venganza. Ya me lo dirás tú. Vive… vivía en un lugar aislado, lo que puede complicar la investigación. – Escupió el chicle apenas masticado en un cenicero vacío, antes de doblarse otro entre los dientes-. En la Dirección Central de la Policía Judicial
[1]
van a poner toda la carne en el asador. ¡Con los atentados en Estados Unidos y Toulouse, con bandas como los Expedidores y otros energúmenos, nuestras estimadas cabezas pensantes no quieren que nuestro país se convierta en un puto terreno de juego para todo tipo de desequilibrados! Tenemos luz verde del procurador de la República. El juez que se encarga de la instrucción es Richard Kelly. Le conoces, no es todo amabilidad, pero no dudes en acudir a él para obtener los medios necesarios… -Lanzó un mapa sobre la mesa-. La cita es en Fourcheret, al noreste de París. Sibersky, Crombez y el comisario de la ciudad vecina te esperan allí. Encuéntramelo rápido.

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