–Muy bien. ¿Cómo se cayó y desde qué altura?
–El médico estimó, según los destrozos provocados por la caída, que había caído de unos diez metros. Uno de los mosquetones se rompió…
–¿Un mosquetón, dice? Pero si son durísimos. – Hay mosquetones que se parten, cuerdas que se rompen, paracaídas que no se abren y petroleros que se hunden. ¿Qué quiere que le diga?
–¿Trabajaba en el fondo, junto a los hombres?
–Sí, pero se quedaba en la caravana donde está instalado el material informático. Nunca tuvimos problemas con ella. Un muy buen elemento. Lástima que ocurriera aquello.
–¿Era guapa?
Un resplandor destelló en sus ojos, como un reflejo cortante.
–Pues… no especialmente.
–Miente usted mal. ¿Qué le parecía, a título personal?
–No estaba mal. ¿A qué juega, comisario?
Se separó de la mesa donde había apoyado los codos.
–¿Qué tipo de relación mantenía con sus hombres? – repliqué con tono agridulce.
Mirada perdida, labios temblorosos, llamarada bajo la piel.
–Co… ¿cómo? Bue… bueno, me marcho, inspector…
–Inspector no, comisario. Quédese un poco más, por favor. No he terminado.
–No tengo tiempo.
Se precipitó a la puerta de la lata de conservas, pero conseguí agarrarlo de la camisa.
–¡Le he dicho que no he acabado! – grité propulsándolo hacia el interior.
Se golpeó en un muslo con un canto de la mesa, lo que le arrancó un grito de bestia salvaje.
–¡Hostias! ¿Está loco o qué? Voy a… -me espetó.
–¿A qué?
–Yo…
–¡Va usted a contestar mis preguntas, o de lo contrario iremos a un sitio mucho menos agradable llamado sala de interrogatorio!
–¡Necesita una orden, o algo así!
–¡Me está tocando las narices! ¡En una hora vuelvo con la orden!
Volvió a su sitio muy sumiso y balbuceó:
–Está bien… Le escucho.
–Supongo que a una chica atractiva la cortejarían bastante a menudo, en este agujero del culo del mundo donde a las gaviotas les gusta cagar, ¿no?
–Pues… efectivamente, salió con varios tipos. Pero las relaciones extraprofesionales no me incumben.
Di un puñetazo en la mesa plegable de metal. Las cucharillas se sobresaltaron en las tazas de café.
–¡Escúcheme! ¡Una mujer ha sido asesinada de una forma poco convencional! ¡El asesino me ha traído hasta aquí, así que va a decirme de una vez qué pasaba con esa chica!
Encendió un cigarrillo. La yema de los dedos, impregnada de nicotina, no dejaba dudas sobre su porvenir: cáncer de pulmón o de garganta antes de los cincuenta.
–No… no se sentía muy bien en su pellejo, me refiero a su vida privada.
–¡Explíquemelo!
–Nunca ocultó sus ideas lúgubres, su gusto por… las cosas raras.
–¿Qué tipo de cosas?
Un hilillo de humo se le metió entre los dientes, también amarillentos. El cigarrillo parecía haberlo tranquilizado y se explayó.
–¿Conoce la composición física del diamante, comisario?
–No. ¿Qué tiene eso que ver?
–El diamante se compone en un noventa y nueve coma noventa y cinco por ciento de carbono puro, a muy alta presión. Pero queda un ínfimo porcentaje de impurezas, nitrógeno o boro entre otras. Son prácticamente invisibles, pero se adivina mi presencia cuando determinados fotones, al entrar en colisión entre ellos, se desvían de sus trayectorias iniciales, lo que provoca un cambio muy sensible del espectro luminoso. Sea cual sea el diamante, sea cual sea su dimensión o precio, esas impurezas son imposibles de extraer. Todos los diamantes están sucios, comisario.
–¿Adónde quiere llegar?
–Para serle sincero, esa mujer era un diamante, una belleza fatal. Uno la contemplaba como una piedra preciosa y parecía que no había roto un plato en su vida. Pero en ella se escondían cosas insospechadas, torbellinos de maquiavelismo. Era una bestia feroz, un demonio como no puede ni imaginarse.
Un capataz de obra llegó en tromba a la cabina.
–¡Jefe, le necesitamos! El geómetra está haciendo de las suyas. Se niega a que ataquemos el lienzo de pared R23. ¡Quiere que vengan los ingenieros de seguridad! ¡Ese imbécil va a provocar un retraso!
–¡Ya voy! – El ingeniero se puso el casco-. Oiga, comisario, reúnase conmigo dentro de tres horas, hacia las siete de la tarde, en la crepería de Trestraou, en la playa de Perros-Guirrec. Volveremos a hablar del tema y le contaré cuanto haya que contar.
Antes de que pudiera darme cuenta había desaparecido, la frente bañada en sudor.
Sentado solo a una mesa para cuatro en la crepería de Trestraou, pedí un tazón de sidra, impaciente por escuchar el relato de José Barbades, el ingeniero de la cantera de Trégastel. Tenía la impresión de haber removido en su interior un pasado atormentado, recuerdos enterrados en lo más profundo, sellados y destinados a no volver a emerger jamás. ¿Qué oscuras relaciones mantenía esa chica, Rosance Gad, con los operarios de la obra?
Una mujer había muerto en el fondo de aquella cantera en circunstancias quizá diferentes de las que parecían a simple vista. Más de seiscientos kilómetros y casi dos meses y medio separaban el cadáver de Rosance Gad y el de Martine Prieur; sin embargo, iba apoderándose de mí la creencia de que una sólida beta unía a esas dos mujeres. ¿Por qué el asesino me aguijoneaba en este sentido?
José Barbades no se hizo esperar. Llegó cinco minutos antes de la hora, la tez cerosa, los ojos enrojecidos por la preocupación. Un abrigo de pana color guisante ajado le llegaba hasta los tobillos y, a través del último botón abierto de la camisa, sobresalía un entramado de vello que le subía hasta el cuello. Echó una ojeada a su alrededor antes de sentarse frente a mí.
–¿Quiere beber algo? – pregunté.
–Lo mismo que usted. Mire, estoy casado, tengo un hijo. Cuento con su discreción para no volver a armar revuelo. Lo que voy a revelarle debe quedar entre nosotros.
–No puedo hacerle tal promesa, pero créame que no es el tipo de cosas que suelo divulgar. Vengo de la sombra y me marcharé a la sombra, sin que nunca más vuelva a ver mi cara. Hábleme de Rosance Gad, esa bestia demoníaca, como decía antes.
Se inclinó hacia mí sobre la mesa, rompiendo la distancia fría que circulaba entre nuestras pieles como un arco eléctrico.
–Todo empezó cuatro meses después de su llegada a la obra. Uno de mis chicos salió con ella, una noche, no más. La agasajó con toda la parafernalia: champán, restaurante, paseo por la playa… Mire, los chicos se cuentan los secretos entre ellos y yo tengo oídos en todas partes. En el hotel Bel Air, un tres estrellas al oeste de Lannion, ocurrió todo… -Dio un gran trago a la sidra antes de seguir con tono indeciso-. Ella cerró la puerta con llave y luego empezó a extraer un arsenal de locura de su bolsa. Cuerdas, látigos de cuero, pinzas cocodrilo, velas, mordazas de plástico…
–¿Qué tipo de mordazas?
–Una pelota atravesada por una correa de cuero. Tenía de todos los colores y dimensiones. Se coloca la pelota en la boca y, con la correa, se aprieta alrededor de la cabeza. Casi no sale ningún sonido de la boca. De locos…
Recordé los rastros de plástico rojo recogidos en los incisivos de Martine Prieur. Un trasto así podría perfectamente haberle atrofiado las glándulas salivares.
–Continúe, por favor.
–¿Es realmente necesario que entre en detalles?
–Es fundamental.
–Cuando la vio sacar aquel material, al chico le faltó poco para poner pies en polvorosa, y sin embargo, se quedó, petrificado por las pulsiones, por las ganas de explorar los territorios desconocidos del masoquismo. – Se inclinó aún más, con el cuello y la espalda casi paralelos a la mesa-. Ella lo ató en cruz a la cama, con los brazos y los pies abiertos, tan fuerte que sintió cómo se le entumecían los miembros, y luego las marcas alrededor de las muñecas permanecieron durante más de un día. Luego lo amordazó, se desnudó y se puso a jugar con su sexo, a masturbarlo. Se había puesto zapatos de tacón y, con el tacón, le martilleó los testículos. También le echó cera ardiente en la base del pene. Sus juegos crueles duraron horas y horas… -Sacudía la cabeza, rememorando imágenes y recuerdos hirientes. Estaba seguro de que ese tío me estaba contando su propia experiencia-. ¿Sabe qué nos contó el obrero? – prosiguió mirando con insistencia mi alianza.
Perlas de sudor quedaron atrapadas en el vivero de sus cejas. Me limité a soltar en tono inquisidor:
–Dígame…
–Confesó que, a través del dolor, nunca había sentido tanto placer, un sentimiento de exultación abominable, algo que lo empujaba a desear siempre más. Gozó como nunca con… el demonio… ¡sin que hubiese la menor relación sexual! Llegó al orgasmo, excitado por la falta, la insatisfacción, los asaltos repetidos de los picos de dolor…
La falta… la ausencia de relación sexual había provocado el orgasmo.
–Y ella, Gad, ¿gozaba igual que él?
–Tenía un orgasmo cada vez que lo torturaba.
Una búsqueda del placer a través del culto del sufrimiento: eso era lo que relacionaba al asesino y a Gad. Unas ganas repugnantes de ir más allá de los tabúes, de romper las reglas de la tolerancia al dolor. Una manera de notar la exaltación suprema haciendo abstracción del sexo. Eso explicaba que a Prieur no la hubiesen violado. Pregunté:
–¿Cuántos hombres pasaron por sus manos?
Se atragantó con un sorbo de sidra. Una ráfaga de perdigones se estampó contra la mesa.
–La curiosidad es un veneno, al igual que la búsqueda de la carne y el placer. ¿Qué hay más excitante que desafiar las prohibiciones, ir ahí donde no va nadie? – Señaló mi alianza-. Hábleme con franqueza, comisario. Está casado. ¿Por qué la Criminalística? ¿Qué le empuja a remover cuanto hay de más oscuro en el mundo, acosar el mal, vivir entre la sangre y el terror?
Me sentí tan incómodo como él. En un intercambio de buenos procedimientos, tenía que contestarle con franqueza.
–Para vencer la rutina, apartarme del terreno llano que guía nuestra vida hasta la muerte sin un solo bache, sin el menor hueco. Sí, me gusta el acoso, la sangre y el olor de un asesino. Además, a una parte de mí le gusta, y seguramente es la peor, pero también es la más fuerte, la que se impone, como el gemelo dominante en el vientre materno.
Una sonrisa extraña afloró en sus labios.
–Veo que nos entendemos, comisario. Todos somos iguales, porque somos sencillamente humanos. Sí, más de la mitad de los hombres experimentaron sus hallazgos.
–¿Usted incluido?
La mano que se pasó por la frente le cerró los ojos.
–Sí.
–¿De qué fuente cree que extraía su saber sobre las técnicas sadomasoquistas? ¿Hablaba cuando estaba con usted? ¿Leía revistas especializadas? ¿Se codeaba con gente del medio?
–Lo único que podía soltar durante los juegos sadomasoquistas era una sarta de insultos y desprecio. Nadie sabía nada de su vida, salvo lo que ella nos quería decir. ¡Era una puta asquerosa! ¡Una puta guarra!
Apoyé los codos sobre la mesa.
–Escuche. Debo averiguar más cosas de ella. Quizá sus hombres conozcan hechos que usted ignora y que pueden ser importantes para mi investigación. Voy a ir a interrogarlos, aunque corra el riesgo de desenterrar viejos fantasmas.
–No remueva la mierda, comisario, se lo suplico. Cada uno de nosotros desea olvidar a esa chica. Deje a los chicos fuera de este asunto.
–¿Por qué los encubre?
Se recostó contra el banquillo, la nuca apoyada en el borde y los ojos casi vidriosos dirigidos hacia el techo.
–Porque nunca tuvieron una aventura con ella. Yo fui el único. Yo y sólo yo -calló y luego añadió-: Debería ir a ver a sus padres. Le dirán más cosas sobre ella. Yo le he contado cuanto sabía.
El padre de Rosance Gad no era el tipo de tío con quien uno desearía cruzarse una noche al doblar por una calle poco iluminada.
Cuando me abrió, el globo de la barriga al aire y los pelos del torso brillantes, asía en una mano un machete ensangrentado y oí, proveniente del patio trasero, los cloqueos desesperados de los volátiles aterrados. El tío medía como mínimo un metro noventa y el instrumento cortante resultaba ridículo en su mano, que tenía las dimensiones de un tronco.
–¿Éstas son horas de molestar a la gente? – me soltó a la cara, mientras su saliva salpicaba mi traje.
Aquel hombre apestaba a calvados artesanal, esa especie de alcohol de quemar salido de las entrañas de un viejo alambique oxidado.
–Soy el comisario Sharko. Tengo que hacerle algunas preguntas sobre su hija.
–¿Mi hija? Está muerta. ¿Qué quiere saber de ella?
–¿Puedo entrar? Me quedaría más tranquilo si soltase el machete.
Se echó a reír como un ogro, con una mano apoyada en la barriga.
–¡Ah, sí, el machete! Es para las gallinas. ¡Esta noche van a pasar por la cazuela!
Se apartó y me dejó entrar en lo que habría sido incorrecto, incluso ultrajante, llamar una casa. Aun con el gran refuerzo de una Kärcher industrial, lanzarse a la limpieza del suelo hubiese supuesto un acto de locura. En cuanto a la tapicería, recordaba a los jirones de cintas que envuelven las momias, pero más vieja.
–Me gustaría saber, señor Gad, a qué dedicaba su tiempo libre y sus noches su hija.
Dio un trago de matarratas.
–¿Le apetece?
–No, gracias, puede que pronto deba conducir de nuevo.
–Ah, sí, es poli, lo había olvidao. Nada de alcohol, ¿verdad? No sabe lo que se pierde. Mi padre decía que era mejo' la compañía de una buena botella que la de una mujer. Porque la botella no se queja nunca. No como las gordas… -Otro trago-. Rosance no paraba mucho en casa. Nunca la veía por las noches, porque yo trabajo en el turno de noche. Y los fines de semana se iba a París. Se pulía la mitad de su paga ahí y en el TGV.
–¿Y qué hacía en París?
–Ni puñetera idea. Nunca quería hablar d'eso. Mire, yo soy bastante liberal. Cuando murió mi mujer, me hice cargo de la pequeña. He hecho lo que he podio, pero no lo llevo en las entrañas, eso de las cosas maternales, los buenos modales y toa esa patraña. La dejaba hacer lo que quería, mientras se ganase el pan. Pero supongo que está aquí porque hizo gilipolleces en París, ¿no?
–Eso mismo estoy tratando de averiguar. ¿Con quién se relacionaba?
–Ni idea… -Nuevo trago de alcohol, y silencio.
–¿Nunca observó nada anormal en ella? ¿Ninguna… cosa extraña?