Sobre el pecho izquierdo se desplegaba la boca de una especie de macho cabrío, una representación maléfica que podía encontrarse en los viejos libros de brujería. Más cerca de su hombro derecho se erigía una cruz celta en la que se enrollaba una serpiente, una especie de víbora blanca con los colmillos llenos de sangre. El tatuaje que me interesaba apareció, arqueado alrededor del ombligo. Las letras rojas empezaban a doblarse sobre ellas mismas como flores marchitas. Tiré ligeramente de la piel y leí: BDSM4Y.
Solicité que esperasen antes de inhumar el cuerpo, el tiempo de hacer una llamada. La noche anterior había avisado a Thomas Serpetti de la eventualidad de que le telefoneara.
Descolgó al segundo tono y me soltó:
–Estoy listo. Dame el código.
Le dicté las cinco letras y el número, que constituían un término del que, por ahora, no había captado el significado.
–¡Venga, dime qué ocurre! – me impacienté.
–¡Joder, funciona! El software está buscando ahora el algoritmo correcto para descifrar. AES-Rijndael, Blowfish, Two-fish… Creo que tenemos para una horita, más o menos. La lista de los distintos algoritmos es bastante importante. ¡En cuanto haya terminado te vuelvo a llamar! ¿Qué crees que vamos a descubrir?
–Algo que me asusta, Thomas…
El despacho del jefe de la criminal, con conjunto de linóleo ajado, muebles anticuados y cortinas pasadas, llevaba en su médula de madera la prestancia de un lugar culto, antiguo y precioso, donde la austeridad agudiza los sentidos hasta el punto de desvelar lo inesperado. Desde las marcas del roble y las aureolas de café que manchaban la inmensa mesa de reunión, en el centro de la sala, crepitaban las voces diáfanas, melancólicas, de los grandes investigadores que se habían sucedido en el anonimato con el paso del tiempo.
Instalé el retroproyector, con manos sudorosas y labios apretados, mientras un público ansioso tomaba asiento alrededor de la mesa: los tenientes Sibersky y Crombez, mi comisario de división, Martin Leclerc, otros tres policías judiciales de la criminal, el forense Van de Veld, dos técnicos del SEFTI y una decena de inspectores. Una concentración de inteligencias y reflexión, un conjunto de personalidades dedicadas a una única causa, excepto por la inoportuna presencia del psicólogo Thornton.
Elisabeth Williams, la psicocriminóloga, llegó y se colocó enfrente de mí. Pelo con laca y secado a mano, traje a rayas, rostro inescrutable. Una fachada de iglesia.
Nos disponíamos a adentrarnos en el universo del asesino, en ese mundo arrasado por el vicio, un terreno pantanoso del que desbordaba podredumbre y furia.
Cuando Sibersky corrió las cortinas, apreté el botón del retroproyector.
Un cono deslumbrante de luz blanca proyectó sobre una pantalla perlada la foto de una mujer. La explosión viva de dolor que sobresalía de cada grano de la fotografía hundió las mejillas, agujereó las bocas, frunció las facciones en raíces nudosas de estupor.
Intenté impostar la voz.
–En el correo electrónico que recibí durante la noche del primer asesinato, hace seis días, había dos fotos ocultas mediante un proceso llamado esteganografía. Una se hizo de frente y la otra, ésta, de espaldas. El asesino nos presenta a su próxima víctima.
La foto mostraba a una mujer de espaldas, arrodillada desnuda sobre un suelo de hormigón. Una capa de carne no más gruesa que el tul apenas escondía la serpiente anillada de su columna vertebral. Los omoplatos, convertidos en cuchillas, tensaban la piel como si fuesen a resquebrajarla, y la red compleja de nudos y cuerdas que trababa el cuerpo parecía erigirse como una última defensa a su dislocación.
–Se hendieron puntas de madera de diferentes dimensiones en varios sitios de la espalda, con inclinaciones y grados de profundidad variados. La extrema delgadez de esta chica se debe a una desnutrición evidente, incluso a una ausencia total de alimentación, seguramente desde hace varios días. No hay rastros aparentes de orina o excrementos en el suelo, lo que indica que el raptor se ocupa de que esté limpia.
Orejas levantadas, miradas crispadas, frentes relucientes. La asamblea, turbada, se asía a cada una de mis palabras como un brebaje salvador.
–El color de la piel hace presumir que aún está viva, ¿verdad? – dijo el forense rompiendo el silencio.
Cargué la segunda foto en la pantalla del ordenador portátil. Un grito moribundo, como un estertor, se escapó de los labios de Thornton. Uno de los inspectores salió a la carrera con el estómago descompuesto.
El rostro de la chica expresaba un grado de sufrimiento palpable, una instantánea de dolor arrancada al presente, fijada para la eternidad sobre el papel y en los pensamientos de cada una de las personas allí presentes. Dos clavos le perforaban la punta de los senos, uniendo la carne y la madera de una mesa sólida en un abrazo sangriento. Un arco de metal, con forma de herradura, le penetraba en la boca para mantenerla abierta, y dos mandíbulas de acero le aplastaban las sienes para impedirle cualquier movimiento lateral de la cabeza. Frente a cada uno de los ojos había un pico afilado de movimiento longitudinal que se podía regular con tornillos de mariposa.
–Sí, al ver la expresión de este rostro, no hay ninguna duda de que estaba viva en el momento en que se tomó la foto. Pero ¿sigue viva todavía? Si la respuesta es afirmativa, eso significa que quien mató a Martine Prieur se ocupaba de esa mujer al mismo tiempo.
Dirigí un haz láser al centro de la foto, aplicado en las duras explicaciones que me forzaba a dar. Mis propias palabras me helaron la sangre.
–El artefacto que le inmoviliza la cabeza es un aparato estereotáxico, utilizado por los laboratorios de vivisección con el objetivo de realizar experimentos en animales. – Volví a la primera foto apretando la tecla «Avpág» del teclado-. La sala parece bastante amplia, muy oscura. Debe de ser un sótano o un local desprovisto de ventanas. Un lugar aislado en el que puede actuar con total seguridad, sin el temor de llamar la atención.
Elisabeth Williams tomaba notas en una libretita con cubierta de cuero. El profesor que escucha al alumno.
–¿Tiene la más remota idea del lugar donde podría estar, gracias a lo que ha podido averiguar en Bretaña? – me preguntó el comisario de división golpeando la mesa con el boli.
–En absoluto. Lo único que sé es que el asesino nos da esas fotos como recompensa a nuestras investigaciones. Hemos descubierto el código y nos permite penetrar en su intimidad. A ese nivel, hay dos soluciones: o bien la escena del crimen esconde otra pista que lleva a esa mujer, o bien el asesino se está mofando de nosotros, pura y llanamente. ¿Qué opina, señorita Williams?
Dejó la libretita sobre la mesa, así como las gafas.
–Prefiero que acabe usted, señor Sharko. Pero sus conclusiones me parecen interesantes.
–Mmm… Estupendo. He solicitado la ayuda del Servicio Regional de Policía Judicial de Nantes para que se abra una investigación sobre Rosance Gad. Esa chica mantenía, de alguna manera, una relación física o moral con el asesino. Es el eslabón que puede conducirnos a él.
–¿El asesino se habría arriesgado a llevarnos a un terreno que nos permitiese atraparlo? – soltó el comisario de división en tono incrédulo.
–No, no creo que se haya dejado llevar por una fantasía de ese calibre. Esa chica quizá mantuvo relaciones sadomasoquistas con él sin llegar a conocer nunca su identidad. Alguien visitó la habitación de Rosance Gad, estoy convencido. Todos los indicios parecen haber desaparecido. En concreto los datos del ordenador han sido borrados, al igual que en casa de Prieur. Así que no hay ningún rastro evidente.
–¿Por qué borra los discos duros?
–No tengo ni idea. ¿Quizá conoció a esas chicas a través de internet? Tal vez sea una pista… -Apagué el retroproyector-. He terminado. Le toca a usted, señorita Williams.
–Mmm… Sí, ahora voy. – Se colocó las gafas y carraspeó antes de iniciar su monólogo-. En primer lugar, señores, quiero que sepan que no soy ni maga ni vidente. Tampoco salgo de una serie de televisión, armada de dones sobrenaturales. Así que no esperen que dé un retrato robot del asesino que bastaría luego con colocar en los parabrisas de sus coches o en la carnicería de la esquina.
Estiramientos de labios, migajas de sonrisas distendieron los nervios. El comisario de división le propinó un codazo en el costado a Sibersky, como si dijese «¡Y además es graciosa!». Williams dejó que volviera la calma antes de proseguir.
–He realizado un resumen exhaustivo de los informes, los testimonios y las fotos que han pasado por mis manos. Sólo me centraré de forma superficial en la carta que enviaron al comisario Sharko, ya que el análisis meticuloso de su contenido me llevará un poco más de tiempo. Normalmente necesito más de una semana para llegar a las primeras conclusiones, así que, por favor, señores, sean indulgentes. El señor Sharko ha sacado conclusiones muy pertinentes de la escena del crimen. Es evidente que el asesino quería que encontrásemos a Martine Prieur lo más rápido posible, por eso, entre otras cosas, dejó la puerta abierta. Eso puede llevarnos a pensar que la mujer de las fotografías expuestas por el señor Sharko sigue viva. En caso contrario, el asesino habría intentado manifestarse y enseñarnos… su trofeo.
»El rasgo más característico de ese asesinato, al igual que en los elementos fotografiados en la segunda mujer, es el aspecto sádico, manifestado por una crueldad extrema tanto física como mental. El sádico halla la exaltación a través de la duración del acto. Conservará a su víctima viva el mayor tiempo posible, la utilizará como un objeto destinado a satisfacer sus fantasías. Para él, no representa nada y se deshará de ella con los mismos remordimientos que sentimos al tirar un pañuelo de papel usado. – Apoyó las palmas sobre la madera lisa de la mesa-. Generalmente, este tipo de tortura viene acompañado de actos sexuales que, si no se expresan mediante una penetración, sí lo hacen mediante la mutilación de los órganos genitales: pechos cortados, vagina sacada o rasgada. En su carta precisa claramente, y cito, "que no me he follado a su hija, aunque podría haberlo hecho". Con esta precisión quiere demostrar que no es impotente, pero que el acto sexual sólo representa un aspecto secundario del que puede prescindir sin dificultad. De ello resulta un comportamiento atípico respecto a la mayoría de asesinos en serie, quienes, mayoritariamente, mantienen relaciones sexuales post mortem. Además, por lo general, se dan coincidencias en el físico de las víctimas: color o largura del cabello, altura o constitución parecidas. Aquí no he observado ninguna. La primera víctima era rubia, la de las fotos castaña. Una es bastante alta, la otra más bien baja. Sin olvidar a Rosance Gad, quien, si efectivamente la mató, presenta un físico totalmente diferente. – Se sirvió agua en un vaso de plástico y se humedeció los labios-. No duden en interrumpirme si voy demasiado rápido. El asesino es un jugador, le gusta correr riesgos e intenta por medios indirectos hacerse notar. Provocaciones a la policía, carta detallada, fotografías de sus víctimas… A través de esos rodeos, encuentra el medio de prolongar su acto, lo que puede permitirle satisfacerse hasta que mate. Quiere por encima de todo hacernos compartir sus sensaciones, sin darnos más informaciones sobre su identidad. A este tipo de personaje le gusta seguir el desarrollo de la investigación criminal, lo que se traduce en una necesidad de control en aumento. A priori, conoce al señor Sharko, puesto que le ha mandado ese correo en primer lugar. Así que deben fijarse ustedes en sus conocidos: periodistas, soplones, agentes de mantenimiento e incluso pizzeros, así como en los antiguos sospechosos o culpables que hayan pasado por sus manos.
Hablaba con naturalidad, como si los pensamientos del asesino y de sus víctimas se desplegasen delante de sus ojos y sólo se limitase a interpretarlos.
–La escena del crimen, organizada, indica que el asesinato fue preparado escrupulosamente, sin duda semanas e incluso meses antes. Este tipo de asesino no deja nada al azar: víctima aislada, depósito siempre lleno, coche en buenas condiciones para asegurar su fuga. No tiene por qué conocer a sus víctimas personalmente, pero se dedica a estudiar de forma atenta su entorno, sus costumbres, los lugares que frecuentan y a las personas con quienes se relacionan. El asesinato, perpetrado durante la noche, y las torturas infligidas a la segunda mujer en un lapso de tiempo que puede extenderse varios días, llevan a pensar que el asesino es soltero, que su oficio le permite dedicar tiempo al estudio así como, perdonen la expresión, al mantenimiento de sus víctimas. – Mirada escudriñadora a la asamblea-: La manera como la ató es una técnica llamada
bondage.
¿Les suena de algo?
Nueve personas, yo incluido, de los quince presentes, levantaron la mano.
–Entonces, vale la pena que lo explique -prosiguió-. Esa ciencia de la atadura viene de Japón. En su origen, supone un arte sobre el cuerpo a base de trabas. Sepan que algunos expertos en
bondage
japoneses son tan famosos como los grandes deportistas; asistir a sus sesiones de ataduras se paga a precio de oro y entre su público se cuentan jefes de empresa, abogados o ejecutivos frustrados. Por supuesto, ese arte original se degradó rápidamente cuando se difundió en los ambientes sadomasoquistas. El
bondage
propone un panel impresionante de técnicas, un poco como el
Kama Sutra,
que evoluciona de la sencilla posición del misionero hasta combinaciones mucho más evolucionadas, del tipo
La carretilla japonesa
o
La introducción del clavo.
-Risas más francas rompieron el hielo-. En este caso, la técnica empleada se llama
El shibari:
brazos atados en escuadra a la espalda, trabas que oprimen los pechos, tobillos atados y replegados debajo de los muslos, cuerpo que parece envuelto en una tela de araña. Es una de las técnicas más complejas, no se improvisa. Quizás el asesino esté suscrito a revistas pornográficas, disponga de numerosas cintas de vídeo, frecuente los ambientes sado o sea miembro de un club japonés. Centrémonos ahora en las estadísticas del FBI, elaboradas a partir de asesinos en serie interrogados para el programa VICAP, del que, por supuesto, no existe equivalente en Francia dado el reducido número de asesinos en serie que existen. Este tipo de personaje tiene un cociente intelectual superior a la media, por encima de ciento diez, y su edad entre los veinticinco y los cuarenta años. Su rostro inspira confianza, es limpio y va bien vestido. Sus preferencias sexuales giran en torno a la pornografía, el fetichismo, el voyeurismo o el sadomasoquismo en más del setenta por ciento de los casos. Según el VICAP, el ochenta y cinco por ciento son de raza blanca, el setenta y cinco por ciento poseen un empleo estable y, en dos tercios de los casos, matan en un lugar cercano a su lugar de residencia. Por último, todos aseguran que son incapaces de dejar de matar y, por otra parte, no ven qué interés tendría la renuncia. Sabemos pues a qué atenernos.