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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (15 page)

BOOK: El ángel rojo
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El rostro estaba vuelto hacia mí. Los pómulos estiraban la piel hasta el punto de traspasar la superficie y de los labios encostrados de fiebre sobresalían hinchazones de piel muerta. Los ojos vidriosos cuyas pupilas se habían vuelto traslúcidas tenían muy poca movilidad, como arrancados de los nervios. La cerámica del cuerpo, astillada por costillas salientes, fragilizada por los golpes y las heridas abiertas, parecía a punto de romperse en mil pedazos de hueso y carne; los pechos clavados a la mesa, hinchados por la infección, estaban salpicados de jaspeaduras aceitunadas, venillas rosadas, lesiones que se ennegrecían alrededor de la cabeza de los clavos.

A pesar del aparato estereotáxico que le inmovilizaba las mandíbulas, la chica movió los labios, quitándose con la punta de la lengua la espuma blanquecina que se le acumulaba antes de emitir un quejido ahogado. No supe si se percataba de quién era yo, intentaba llorar pero no tenía fuerzas para que fluyesen las lágrimas.

Enfrente de ella, el objetivo inclinado hacia abajo, una cámara digital que estaba filmando.

–¡Madre de Dios! ¡Soy de la policía! ¡Voy a sacarla de aquí!

Me acerqué a la chica y le pasé la mano suavemente contra la cara plana de la mejilla casi aspirada por el interior. Gritó otra vez, como un acto reflejo. Desenrosqué el torno de las sienes, quité las varillas de metal que le mantenían la boca abierta. La cabeza, demasiado pesada para los músculos agotados del cuello, cayó en el hueco de mi palma. ¿Cómo podía soltarla sin herirla aún más? La cuerda gastada penetraba en la gran vela blanca de su piel, las astillas de madera amenazaban con hundirse en lo más profundo de su carne a cada movimiento indelicado. ¡Estaba atrapado! No podía liberarla, soltarle la cabeza sin que la masa del cráneo la hiciese bascular hacia el lado, arrancándole los pechos. La chica tenía la fuerza de un pajarito caído del nido.

–Está a salvo, vamos a hacernos cargo de usted. ¿Puede hablar?

Su respiración ruidosa, como la de un toro desparramado sobre la arena caliente de una plaza de toros, se aceleró. Los labios se apartaron, las cuerdas vocales lastimadas vomitaron un sonido monocorde, incomprensible. Temí que me dejase, que un movimiento en falso, aunque fuese ínfimo, la rompiese en pedazos. No se me ocurrió cómo liberarle las carnes del dominio mortal de los clavos industriales. Los grosores de sangre seca y la infección propagada hasta la punta de los pezones habrían hecho que el más leve roce la matara de dolor. Necesitaba ayuda, claramente.

–Voy a apartar la mano. Intente mantener la cabeza recta.

Retiré la punta de los dedos, pero la cabeza se tambaleó, apenas retenida al cuerpo por el armazón hecho trizas del cuello. La decisión que debía tomar me asqueaba.

–Escúcheme, voy a regresar. Necesitamos una ambulancia. Voy a bloquearle la cabeza con el aparato, sin apretar demasiado fuerte.

Sus ojos pegajosos se alzaron hacia mí. Leí en ellos el horror, unas ganas de morir más fuertes que las de vivir. Me suplicaba sin hablar que permaneciese a su lado, que le reconfortase el corazón de alguna manera. Con el corazón roto, apreté el torno con una sola mano, mientras seguía sosteniendo la cabeza casi desmantelada de su tótem de carne. ¿Por qué esa incursión en solitario? ¿Qué descabelladas pretensiones me habían impedido llamar a los refuerzos mucho antes, al primer atisbo de duda?

–¡Ahora vuelvo, se lo prometo! Voy a salir para llamar, con esto -le enseñé el móvil-, los refuerzos llegarán, vamos a liberarla, ¿me oye? ¡Liberarla! Aguante. ¡Se lo suplico, aguante!

Deslicé unos dedos temblorosos en su cabellera rancia, incapaz de sostener su mirada, y me escapé precipitándome por el pasillo, casi sin aliento, ahogándome, con el teléfono y el revólver apretados contra mí como los últimos bienes de un náufrago. Tenía que salvarla para salvarme a mí mismo. Nada más importaba ahora. ¡Salvarla! ¡Que viviera!

Me aventuré en el túnel con prudencia, pues mi coche aparcado frente a la entrada y el estruendo del balazo en la garganta del matadero eran pruebas tangibles de mi presencia. En el momento en que me asía a la escalera que llevaba al piso de las salas de matanza, un haz luminoso se agarró a mi espalda y un gran escozor me acometió en el deltoides izquierdo. Caí contra la pared mientras dirigía la linterna en dirección al cuello, donde descubrí un pequeño tubo de estaño que acababa en un manojo de plumas rojas: una flecha anestésica. Me la arranqué de la chaqueta, levanté el cañón de la Glock hacia arriba del pozo y disparé hasta que mi dedo ya no encontró la fuerza para pegar el gatillo contra el guardamonte. Una presión me aplastó los pulmones y una mano invisible me apretó la garganta, dificultando el paso del aire. El brazo y el hombro izquierdo parecieron descolgarse del cuerpo, y el líquido frío se deslizó en dirección a los miembros inferiores a una velocidad sobrecogedora. Con un esfuerzo sobrehumano me volví hacia el pasillo, mientras, de repente, los pies quedaban como enraizados a un mar de roca. Los músculos de las piernas se debilitaron y fallaron. Agachado primero y luego tumbado, incapaz de mover el tronco, hundía los dedos en el cristal hecho añicos de los neones reventados para contrarrestar los efectos del anestésico. Tan sólo percibí una ínfima parte del dolor, prueba de que la afluencia masiva de producto provocaba la fulgurante disolución de mis sensaciones. La mano se abrió por ella misma, la palma ensangrentada, los dedos replegados, y luego distendidos, fuera de control. Párpados inmovilizados. Boca abierta. Incapaz de tragar. Pero totalmente consciente. Como pez en cenacho… Los miembros se estiraron y luego se encogieron; los tubos, a ras del suelo, se ablandaron, se torcieron a una lentitud exagerada. El polvo levantado por mi caída se me pegó a las retinas, provocando una secreción lacrimal incontrolable.

Tuve la impresión de no oír ya nada. Ni el ruido de sus pasos ni su respiración, y sin embargo, note que se me acercaba, igual que se adivina el aliento de un fuego sin ver las llamas. Venía a acabar conmigo, como un mesías del mal, un mensajero del más allá al que habían encomendado una misión de destrucción. ¡No estoy preparado para morir, quiero vivir! Pero esa decisión ya no me correspondía. Mis ojos quedaron inmóviles. Quise hablar, gritar; las palabras se bloquearon en la puerta de la conciencia o se quedaron colgadas de las cuerdas vocales. ¿Dónde estaba? Oí la sangre afluir, hervir, hincharse las arterias. Los sonidos interiores del organismo se amplificaron, los del exterior disminuyeron. Me pusieron una venda en los ojos, pero no vi ni brazos, ni manos. La oscuridad total. Sentí que una fuerza me arrastraba varios metros, una fuerza de imán invisible y sin embargo prodigioso. Algo, alguien, volvía a llevarme seguramente al lugar de donde yo había salido. Una larga queja de desesperación, interminable. La chica gimió como si fuese a rasgarse el pecho. Adivinaba los sobresaltos de esperanza que se rompían en su interior como las últimas olas de un mar tomado por el hielo. El movimiento cesó. Me habían abandonado sobre el suelo. Los gritos se transformaron en cloqueos, los cloqueos en estertores de agonía, y luego, nada más. Me hundía, me hundía, me hundía…

Me desperté lentamente, con la impresión de tragar papel de lija en cada deglución. Me quité la venda de los ojos con dedos entumecidos. Me levanté, con los miembros aún pesados por el efecto del anestésico, me volví y descubrí, de repente, que nada se podía hacer ya por la chica.

Capítulo 5

En la tumba silenciosa de la sala, los técnicos de la policía científica instalaron potentes halógenos mientras un enfermero enviado al lugar me extraía unas cuantas gotas de sangre para efectuar unos análisis toxicológicos.

El forense, Dead Alive, esperaba en el túnel de mantenimiento la autorización del policía judicial de la científica para el examen del cuerpo. En cuanto a mí, iba alejándome del infierno mientras dejaba que los rayos del sol naciente me coloreasen el rostro, y luego me senté en la parte trasera de la ambulancia, en el patio del matadero. Aureolas de luz, insectos envueltos en capullos por las arañas colgaban a lo largo de canalones como pendientes de seda. Alrededor, al ras del asfalto y hasta perderse de vista en los campos, la bruma reptante se extendía como una corriente de avalancha gris hasta inmovilizar el paisaje en un torno de tristeza y desolación. En la ligereza del aire, los breves ronquidos de los motores de la autopista A13 se seguían a ritmo de pulso cardíaco.

Un coche de la policía, cuyos faros horadaron la niebla, se aproximó y aparcó en paralelo a la ambulancia. Sibersky y Elisabeth Williams bajaron del vehículo, los rostros sumidos en la inquietud. El abismo de sus miradas hubiese podido pulverizar cristales. Una tercera silueta se les unió: el simulacro de psicólogo, Thornton.

–¡Maldita sea, comisario! – rugió el teniente-. ¡Debería haber llamado para pedir refuerzos! ¡Leclerc está hecho una furia! – Me observó y suavizó la expresión-. Me alegra ver que está vivo…

–No pensaba que la pista de los perros me llevaría tan lejos. Todo se precipitó tan deprisa… -Mis pupilas se dilataron frente a los espasmos de desesperación de la chica que me tamborileaban en la mente. Sacudí la cabeza antes de soltarle a Sibersky, señalando a Thornton, que se dirigía hacia un policía judicial de la científica-: ¿Qué hace aquí ese imbécil?

–El hijo de papá ha insistido en venir. Y no se le niega nada al hijo de papá…

Me encogí de hombros y pregunté a Williams:

–Creía que no acudía nunca a los escenarios del crimen. ¿Acaso no dicen que los loqueros, los de verdad, se aíslan todo el santo día en madrigueras de hormigón, bajo tierra, lejos de cuanto les rodea?

Sus hombros se estremecían. Había cambiado el traje sastre por un jersey con cuello de pico y un pantalón negro de canutillo. Cruzó los brazos para protegerse ilusoriamente del frío. El sol ya no nos alcanzaba y tuve la impresión de que la noche volvía a caer por segunda vez.

–Así es. Pero no hay nada de malo en saltarse el método americano. Y además, ¿cree usted que un Picasso se vería igual en foto que en una galería? Ha sorprendido al asesino en la mecánica engrasada de su puesta en escena, aparentemente larga y sórdida. Ha aparecido como el grano de arena que gripa una máquina a toda prueba. Quiero observar con mis propios ojos de qué manera ha repercutido todo ello en la escena del crimen. Debería volver a casa para descansar y cambiarse de camisa. Asustaría a un fantasma.

–Me quedo. He sentido el aliento caliente de ese tarado en la nuca y sigo oyendo los gritos mudos de una pobre chica a quien no he sabido salvar. ¿Usted cree que tengo ganas de descansar? Quizás en este preciso momento esté buscando a su próxima víctima. Sígame. Vamos a la antigua sala de descanso del personal, al interior. Es la única sala bañada por la luz del día. Mis chicos han traído termos de café con que despertar a todo un cementerio. Espero que tenga novedades que anunciarme, señorita Williams.

Señorita Williams… ¿era el modo adecuado de dirigirse a una señora de casi cincuenta años?

–Cosas interesantes, en efecto.

–¿Tú también tienes algo nuevo desde ayer? – pregunté alzando la vista hacia Sibersky.

–Os lo cuento ahí.

Nos serví un Java bien caliente, negro carbón, y nos instalamos alrededor de una mesa de metal limpia ya de la capa de polvo. El frío cortante del exterior se deslizaba por los cristales enrejados de los que, por cierto, sólo quedaba la rejilla. Thornton se unió a nosotros y se sentó a un extremo de la mesa. Pelo negro estirado hacia atrás, jersey Jacquard, pantalón de tela. Un jugador de golf.

Williams colocó las palmas alrededor de la taza humeante que se llevó bajo la nariz.

–Antes de que le refiera mis conclusiones, explíqueme lo ocurrido.

Les narré mi investigación sobre la desaparición de los perros y las pistas que me habían llevado finalmente al matadero.

–Hábleme del asesino -pidió mirándome fijamente.

–Estaba atontado. No le vi ni la menor parte del cuerpo. No soltó una sola sílaba. Parecía… un aliento invisible, una onda de potencia, por todas partes y en ningún lugar. Ni siquiera noté el tacto de sus manos en mis miembros cuando me arrastró.

–Seguramente a causa de los efectos del anestésico. ¿Parecía presa del pánico?

Aún podía oír el rasgueo del escalpelo en el aire cuando oficiaba.

–Todo ocurrió muy deprisa. Me arrastró hasta ahí, la mató y… ya no me acuerdo.

–Y la chica, ¿cómo la ejecutó? – intervino Thornton.

–A golpe de bisturí -dije, esforzándome en responder-. Cuando recobré el sentido, miré rápidamente, salí y llamé a los refuerzos. ¿Por qué me dejó vivir? Dios mío…

–Creo que lo arrastró hasta allí para que presenciase la ejecución a través del oído -explicó Williams-. Le ha perdonado la vida para mostrar su poder, su dominio y su control, incluso en un tipo de situación que, de entrada, le era desfavorable. Eso también denota que experimenta un fuerte sentimiento de frustración.

–¿Cómo?

–Creo que su anonimato le molesta. Se sabe inteligente y quiere que otros se den cuenta de ello. Le gustaría desvelar su identidad pero no puede hacerlo. Así que le deja con vida. Gran parte de los asesinos en serie sienten un deseo de celebridad, que llega al punto de llegar a reconocer actos que no han cometido para engrosar su lista de premios. Al perdonarle la vida, da un gran golpe; siembra el desconcierto, la incomprensión; demuestra claramente que no está loco y que actúa siguiendo un guión bien preciso.

Me levanté y me dirigí a la ventana enrejada, el rostro contraído por la rabia.

–Estaba filmándola.

–¿Cómo dice?

–Cuando llegué a la sala, la primera vez, descubrí un grupo electrógeno portátil que alimentaba dos lámparas y una cámara de vídeo situada enfrente de ella. ¡Ese hijo de puta la filmaba!

Anotó una frase en su informe y la subrayó con una triple línea roja. Thornton la imitó, murmurando:

–Recuerdos post mortem. Prolongación de la fantasía. Interesante, muy interesante…

Sibersky se sirvió deprisa una segunda taza de café.

–Hábleme de sus conclusiones -pedí a Elisabeth.

–Me he dedicado a analizar la carta. Dado que las palabras son el espejo del alma, albergaba la esperanza de descubrir el rostro del asesino en los reflejos de la tinta. – Sorbió el café Java ruidosamente.

–¿Y lo ha conseguido?

–Estoy en ello. El estilo de su misiva es correcto, preciso, impecable, denota una buena educación, una gran instrucción. Ni una sola falta de ortografía ni el menor error de construcción gramatical. Pero he observado dos rasgos de pensamiento realmente diferentes, lo que por el momento, lo confieso, me deja perpleja. Primero, el aspecto religioso. Determinadas palabras o frases me llevan a creer que utiliza los fundamentos de la religión para justificar parte de sus actos. Su víctima se ha dado cuenta, cito, «que las dificultades son una ley inamovible de la naturaleza». Luego encadena con Dios, señalando que «las armaduras estropeadas valen mucho más a los ojos de Dios que el cuero nuevo». Las «armaduras estropeadas» se acercan por supuesto al símbolo del guerrero valeroso, para quien el sufrimiento es algo cotidiano. Al parecer considera el sufrimiento de sus víctimas como la última prueba necesaria antes de su encuentro con Dios, «una ley inamovible». Como él mismo dice, «la felicidad debe ser la excepción, el sufrimiento es la regla». Esa sentencia se aplica como un guante a Martine Prieur. ¿Acaso no vivía en la felicidad y el lujo desde que había cobrado el seguro de vida de su marido? ¿No debería más bien haberse sumergido en una estela de sufrimiento y arrepentimiento tras ese fallecimiento?

BOOK: El ángel rojo
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