Dejé el informe abierto delante de mí y me recosté contra el respaldo de la silla, con la cabeza hacia atrás. El ángel que disimula el demonio en Gad, el hombre que oculta la bestia feroz en el asesino, todo eso sobre un manto de crueldad y vicio. Una relación estrecha se tejía entre esos dos seres; sus destinos se habían cruzado, enmarañados, retorcidos y, de esa alquimia hirviente, había surgido la muerte. El hilo estaba roto; una de las extremidades se pudría bajo tierra y la otra se paseaba con entera libertad, a merced de un viento de terror. Marqué el número interno de Sibersky y le pedí que se reuniese conmigo en el despacho. Un minuto después se presentó.
–Comisario, le pido disculpas por mi comportamiento en el matadero; perdí el control. Me… me puse a pensar en mi mujer, y en ese momento…
Le indiqué que se sentase.
–No tienes que avergonzarte de nada. ¿Te han dado información en la comisaría de Vernon sobre HLS y el FLA?
–Sobre todo referente al Frente de Liberación de los Animales. El FLA se organiza gracias a internet y mediante el intercambio de informaciones en servidores protegidos con contraseñas. Los nuevos miembros, los novatos, aumentan sin cesar los efectivos, pero solamente los veteranos tienen acceso a la información confidencial, los lugares de las citas, los próximos objetivos, los planes de acción…
–¿Qué entiendes por veteranos?
–Miembros antiguos que han dado prueba de sus aptitudes en acciones antivivisección o en intervenciones a favor de los animales. Del tipo liberar las cigüeñas de los zoos. Fanáticos pacifistas, dedicados a una causa noble.
–¿Es fácil convertirse en novato, adherirse al movimiento?
–No mucho. La inscripción de alguien nuevo depende de un padrino, ya miembro del FLA, y cada padrino es responsable de su ahijado. Los topos que intentan introducirse en el movimiento se detectan bastante rápido. La red es muy móvil. Los sitios cambian a menudo de servidor. En el seno de esa organización, se mezclan expertos en sistemas de información, en seguridad y en técnicas de pirateo. Lo que equivale a decir que son imposibles de atrapar…
–¿Nuestros colegas han echado el guante a alguno de esos miembros?
–Sospechosos. Sólo sospechosos. ¿Conoce a Paulo Bloumette?
–¿El apneísta plusmarquista de Francia?
–Sí. También conocido por sus puñetazos mediatizados. Reconoce casi abiertamente que forma parte del FLA. Pero, por supuesto, no hay ninguna prueba de ello.
Cerré el informe redactado por el SRPJ de Nantes.
–Si el asesino no forma parte del FLA, ¿cómo estaba al corriente de su acción?
–No tengo ni idea. Creo que el asesino es adicto a internet.
–¿Por qué?
–Quizás ha conseguido recuperar informaciones del FLA en la red. Además, los contenidos de los ordenadores de Martine Prieur y Rosance Gad fueron borrados; en mi opinión, contenían datos importantes que podían darnos pistas sobre él. Quizá correos electrónicos o sitios de internet que acostumbraban visitar, y en los que podrían haberle conocido. Prieur tenía una línea ADSL de alta velocidad, así que seguramente navegaba varias horas al día.
–Por cierto, ¿han podido recuperar las direcciones de las páginas que nuestras víctimas visitaban?
–Me he informado en el SEFTI. El volumen de informaciones manejado es enorme y los suministradores de acceso sólo conservan los rastros de conexiones algunos días. Los datos ya no estaban disponibles.
Una vez más, el asesino llevaba la delantera por un suspiro, con todo su dominio, su conocimiento.
–Sigue centrado en internet. Pídele al SEFTI que eche un vistazo a las páginas web francesas para conocer gente, para ver si Prieur e incluso Gad estaban dadas de alta. Diles que hurguen en los sitios sadomasoquistas, nunca se sabe, y mira si algunos proponen la venta de cintas amateur de actos de tortura. Ubicados en París, a ser posible. Tengo la sombría certidumbre de que todo gira en torno a internet.
–Es un medio tan sencillo de mantener el crimen en el anonimato… Mire, comisario, la policía se halla en la era glaciar respecto al cibercrimen.
En cierto sentido, me sentía tranquilo. Lo concreto de la tecnología volvía a traer al asesino al rango de los humanos, falibles, de carne y sangre. Pero el Hombre sin Rostro me vigilaba, encaramado a la bóveda de mi alma. Aún podía ver el cabello de Elisabeth Williams electrizarse al entrar en contacto con el horror. Pensaba en los aullidos de los perros, esas visiones de Doudou Camelia referentes a Suzanne. Lo irracional a la conquista de lo racional.
Mientras descolgaba el teléfono para hablar con el forense, le pregunté a Sibersky:
–¿Hay alguna novedad sobre la identidad de la segunda víctima?
–Estamos investigando en los pueblos de los alrededores. Ninguna pista por ahora.
–¿Te quedas? Voy a llamar a Dead Alive.
–De acuerdo; no creo que sienta náuseas esta vez. Ah, y tenía razón…
–¿A propósito de qué?
–De mi primera autopsia. No pasa una sola noche sin que me asalten las pesadillas.
–Sharko al habla. ¿Podemos hacer un resumen sobre la víctima del matadero?
–¡Vamos allá! – contestó Van de Veld con su acostumbrado ánimo-. Los exámenes toxicológicos de la víctima han revelado la presencia de peróxido de hidrógeno en las heridas. Un antiséptico de baja concentración, para curar heridas gangrenadas o necrosis de tejidos. Se puede comprar en cualquier farmacia. La víctima padecía una desnutrición irreversible. Ya no podía hacerse el metabolismo de los aminoácidos; el cuerpo se autoconsumía, alimentándose de sus propios recursos para sobrevivir. Sin embargo, el verdugo prolongó el martirio al máximo. Le inyectaba una solución de glucosa al diez por ciento, en perfusión lenta; las muñecas y antebrazos estaban magullados por pinchazos de agujas. La glucosa es uno de los elementos esenciales para la supervivencia, pero está claro que no puede compensar las pérdidas de lípidos y proteínas, ni sustituir al aporte vitamínico esencial para el metabolismo. Podemos decir que el cuerpo era un vehículo que intentaba circular sobre dos ruedas.
–Pero no había ningún rastro de material de perfusión cuando la descubrí. ¿Cómo lo explica?
–Quizás había decidido terminar. Seguramente había vuelto para ejecutarla esa noche. Sin perfusión, en el estado en que se encontraba, no habría podido aguantar diez horas más.
–¿Cómo se consiguen ese tipo de medicamentos?
–Se venden por ampollas en la farmacia, con receta médica. La glucosa se suministra a personas que padecen desnutrición, a anoréxicos o a ancianos. Es muy fácil conseguirla falsificando una receta, porque no es un medicamento de los llamados delicados.
–¿Eso es todo?
–No. La pared estomacal estaba distendida y ulcerada. Como había observado en la escena del crimen, las numerosas estrías aún rosáceas en la piel de nalgas, caderas y barriga hacen suponer que ganó peso muy deprisa.
–¿Un aumento de peso debido a una enfermedad?
–No. A una sobrealimentación repentina. Tal vez esa chica fuese bulímica.
–Sorprendente. Buen trabajo, doctor.
–Tan sólo es cuestión de fijarse. Por cierto, como pasé por el laboratorio, aproveché para recuperar sus análisis toxicológicos.
Mantenía un suspense insano que me apresuré a cortar.
–¿Y?
–Se ha detectado presencia de quetamina en la sangre. Es un anestésico de tipo disociativo, lo que significa, y debe de haberlo sentido así, que separa la mente del cuerpo. Uno queda consciente con alucinaciones temporales, pero el cuerpo ya no le pertenece. Por inyección, el efecto es casi inmediato. Puede ocurrir que la mente se desconecte si la dosis es demasiado alta; por eso se desmayó al final.
–Gracias, doctor. Póngase en contacto conmigo si tiene novedades.
–¿No me pregunta cómo ha podido conseguir la quetamina?
–Ya lo sé. La robó en el laboratorio de vivisección de HLS. Hasta pronto, doctor.
Sibersky se apoyó con todo el peso de la inquietud sobre la mesa.
–Ese desgraciado se permite jugar a aprendiz de enfermero -dijo en tono incisivo-. ¡La mantuvo viva cincuenta días! ¿Se da cuenta de la voluntad que tiene? ¡Combatir a la vez la desnutrición y las ganas de morir de la chica!
–Uno lo consigue todo con la voluntad. Lo bueno y lo malo.
Golpeó con los nudillos el respaldo de su silla.
–¡Cálmate! – le ordené-. Investiga en policlínicas, hospitales o centros especializados para bulímicos. Envíales por fax fotos de la víctima. También habría que interrogar a los farmacéuticos próximos a Vernon, obtener información respecto a las compras de solución de glucosa.
–¿No podemos emitir un aviso de búsqueda de testigos por la tele?
Lancé con violencia una foto de la víctima sobre la mesa.
–¿Para enseñarles este horror?
Se encogió de hombros.
–Dígame, comisario, ¿no cree que, a veces, somos trabajadores de la muerte?
–¡Explícate!
–¿Conoce a esos escuadrones de la muerte, esos insectos necrófagos que llegan por salvas sucesivas sobre los cadáveres para alimentarse y que, llegado el momento, ceden su sitio a los escuadrones siguientes? Somos un poco como ellos. Trabajamos en la estela de la muerte. Nos abalanzamos sobre el cadáver cuando ya es tarde, demasiado tarde, y nos alimentamos con los restos que el asesino se digna dejarnos.
–Nuestro trabajo consiste justamente en impedir la llegada del siguiente escuadrón…
Me centré en el «Doctor Jekyll y Mister Hyde» subrayado en el informe.
–Hay que perseverar en las investigaciones sobre Martine Prieur. ¿Era esa chica realmente una santa, como pensamos todos? Vuelve a hablar con el comisario Bavière. Pídele que analice su pasado, que se remonte hasta la época escolar. Debemos hurgar más allá de las apariencias. En cuanto a mí, me marcho a Nanterre.
–¿Para ver si hay novedades sobre su mujer?
–Lo has adivinado.
Ni un mugido, ni un gruñido, ningún piar o turbulencia de corral en la inmensidad parda de los campos. En la U central, un tejado de establo agujereado, una cuba descalzada, caído contra un hangar moteado de hongos y musgos verdes. Al fondo, una torre del agua bamboleante. De la granja de Thomas Serpetti, con aires de koljoz, de campo usado, emanaba abandono, trabajo inacabado, descuido del hombre de ciudad. Pero tras los boxes de polvo, los bebedores anegados de aguas estancadas o los comederos agujereados, despuntaba una aurora límpida, la de la libertad, la ausencia de preocupaciones, lejos del ruido metálico y de las torres de hormigón del Gran Pulpo.
Thomas me dio la bienvenida en la escalinata, vestido con unos tejanos de corte ancho y una camisa a cuadros, como las de Charles Ingalls en
La casa de la pradera.
–¡Hola, Franck! No te fijes en el desorden del patio. Aún no he tenido ánimos de encargarme del exterior, pero lo haré. Entra, por favor. Dime, ¿estás obligado a vestir traje, incluso para ir a casa de tus amigos?
–Es la costumbre. Si me quitas el traje, es como si le quitases la nariz roja a un payaso.
Las grandes líneas paralelas de las habitaciones daban una impresión de frialdad intensa. La labor, la dura existencia de las gentes que habían vivido aquí, continuaba impregnando la atmósfera con su olor de tierra húmeda, de heno cortado. La disposición de las butacas orejeras, las rinconeras patinadas o la chimenea del salón sólo calentaban de forma ilusoria un ambiente del grosor de la piedra.
Al fondo, en una sala anexa, bajo luces azuladas, se desplegaba todo un alarde de tecnología, una obra increíble de precisión, una mezcla de alma infantil y de paciencia meditada.
Docenas de locomotoras de las marcas Hornby, Jouef y Flecihmann bailaban un ballet eléctrico, se aferraban al raíl, propulsaban mercaderías bajo la mirada tímida de jefes de estación de escayola. Y, además de las estaciones, se desplegaban fábricas, árboles, hierba y cepas de liquen, agua que bajaba por las montañas… Una red magnífica, un logro perfecto, de ensueño.
–Parece magia, ¿verdad? Todo está controlado por un ordenador que dirige los sistemas de cambio de agujas, los desenganches, los almacenes de carga, las plataformas giratorias… ¡y me dejo cosas! Me gustaría que lo sintieras como yo, Franck. Esta copia en miniatura de vida es tan… ¡apasionante! Planificar todos los trayectos, orquestar los cruces, dominar los embrollos de metal en un ballet grandioso. ¡Qué alegría! Por cierto, ¿has logrado hacer funcionar a
Poupetté?
–Sí, muchas gracias por el regalo. Es verdad que esa pequeña locomotora de vapor es muy bonita. Oye, ¿les pones nombre a todos tus trenes?
–¡Por supuesto! Cada uno posee un carácter, un destino, al igual que nosotros. ¿Ves ese negro grande que adelanta a todos los demás? Se llama
Thunder.
La locomotora comodona y blanca es
Vermeille.
Ese otro de ahí, que tira de unos diez vagones, se llama
Hércules.
Soy de algún modo el padre de todos.
De vuelta al comedor, señalé unas medias colgadas en el respaldo de una silla.
–¡Se nota que hay una presencia femenina aquí!
–¡Vaya, perdóname! – Cogió las medias y se las metió rápidamente en el bolsillo-. Yennia siempre tiene la cabeza en las nubes.
–¿Así que esta noche no tendré la suerte de conocerla?
–No, lo siento. Como te he dicho por teléfono, a esta hora debe de estar en el país del rosbif.
Me tendió un vaso de ginebra de Houle, mi preferida.
–Buena botella -repliqué con mirada de experto-. ¿Sabes que eres muy amable conmigo?
–Conozco tus orígenes norteños, eso es todo. ¿Hay novedades sobre la persona de la fotografía? ¿Tenéis esperanza de encontrarla?
–Está muerta. La descubrí durante la noche, en el vientre podrido de un matadero abandonado.
–¡Dios santo! – Se mordió los dedos-. ¿Cómo has conseguido encontrar a esa chica? Es increíble que a partir de una foto…
–Prefiero no contarte nada más. Ya no quiero implicarte en el caso.
–¡No puedo abandonaros! Ni a ti ni a Suzanne. Nunca pensé que te ayudaría en un caso criminal, y ahora tengo la ocasión de hacerlo. No me prives de ello, Franck. Yo también apreciaba mucho a Suzanne, lo sabes. Déjame hacerlo por ella.
–No olvides que ya no estás solo. Tienes a Yennia y debes velar por tu mujer. La amenaza es muy real, Thomas.
–Si corremos algún riesgo, podrás ordenar que vigilen la granja, ¿no? Normalmente hacéis eso en las películas. Venga, sígueme, tengo que enseñarte algo.