–Pero ¿qué hace? – pregunté dejando la taza en el plato.
Sin apartar la mirada de la ventana, me hizo señas con la mano para que me callara. Cuando el estornudo de Zeus sacudió con violencia el cielo, se volvió hacia mí y preguntó:
–¿Obtendré algún día la respuesta?
–¿A qué? ¡Parece perpleja!
Se puso un dedo en la sien, como si quisiese focalizar las ondas.
–Desde muy pequeña, cada vez que veo el primer relámpago de una tormenta cuento para saber a qué distancia se halla la borrasca. Y cada vez, de forma irremediable, cae en siete. Nunca seis ni ocho, sino siete. Es sistemático.
Su voz aterciopelada se mistificaba por la intensidad, por la franca emoción. Me la imaginaba, de niña, justo al lado de la ventana, midiendo mentalmente la distancia que la separaba de la tormenta y llegando, de forma irremediable, a ese número, el siete.
–¿Quizá provoca ese fenómeno de forma inconsciente? Sin darse cuenta, alarga o acorta los segundos para llegar a siete.
–Puede ser, puede ser…
Me di cuenta de que tenía la mirada perdida.
–En su opinión, ¿adónde quería llegar con la segunda víctima, la del matadero? – pregunté para centrarnos de nuevo en el tema.
–Es difícil decirlo, ya que su trabajo fue interrumpido. Pero una vez más, podemos descubrir cierto simbolismo. Las astillas representan símbolos citados a menudo en la Biblia. Materializan el sufrimiento del creyente. – Se echó el pelo húmedo hacia atrás-. Las víctimas, como ya he señalado, no ofrecen puntos comunes particulares en lo referente al físico; esa relación debe de darse en otro aspecto, seguramente en el pasado de esas mujeres. Es evidente que Prieur intentó disimular un terrible secreto, al igual que sor Clémence con su adulterio. El asesino actúa pues como un mensajero, un juez o un verdugo, es quien castiga, pero también quien absuelve a sus víctimas. Las limpia de sus pecados sometiéndolas al cáliz del dolor absoluto. Recuerde el estado de limpieza de los cuerpos y, sobre todo, el hecho de que no las viole; creo que, en los últimos instantes, las respeta. – Deslizó la mano por encima de la mesa, como una caricia-. Luego está esa segunda personalidad, la que disfruta con el acto, la que tortura para materializar sus fantasías, la que filma para prolongarlas. Esa faceta es sin duda alguna la más oscura, la más sádica. ¡Sospecho que nos enfrentamos, no a uno, sino más bien a dos asesinos en serie, unidos dentro del mismo cuerpo bajo los auspicios de una inteligencia extraordinaria!
El fragor de un trueno hizo temblar los cristales. Las nubes cabalgaban en el cielo y la red de la oscuridad se abalanzó sobre la capital como una gigantesca mancha de petróleo.
–¡Estaremos atrapados aquí por un buen rato! – observé apoyando los codos sobre la mesa-. ¡Llueve a cántaros!
No respondió. Sentía una onda fría en su interior, una potencia cruda que le solidificaba la sangre. Imaginaba al asesino como un dragón con dos cabezas, una Hidra de Lerna que escupe lenguas de fuego y vomita las carroñas digeridas de sus anteriores comidas. Recordé esa fuerza que me había arrastrado en el matadero, que había ejecutado su castigo entre gritos y rabia, pero que me había salvado.
Veía a la mujer que había frente a mí distante, en otro lugar, y pensaba en Suzanne. Frases, expresiones femeninas retumbaron en mi cabeza, como tiros. Mi mujer estaba viva, en algún sitio, no me cabía duda. Otra parte de mí hubiese preferido que estuviese muerta, calentita y protegida en el destello de las estrellas. Ahora, sin entender por qué, percibía ciénagas nauseabundas, canales tortuosos de podredumbre y porquerías, la adivinaba, ahí, en medio de ese infierno de agua y muerte. ¿Por qué?
–¿Quiere hablarme de su mujer? – adivinó Elisabeth entrecruzando los dedos debajo de la barbilla.
Sus mejillas habían recobrado el tono vital. ¿Había hurgado en mis pensamientos de forma inconsciente? ¿Poseía realmente un don, como afirmaba Doudou Camelia?
Hablamos de Suzanne mucho tiempo, muchísimo. Me desahogué de cuanto me atenazaba el corazón, como cuando uno expectora a gusto al toser. La tormenta se agotó, dejó de llover, la calma de un soplo apaciguado barrió el café como un vientecillo suave. Me sentí bien, aliviado e incluso tranquilo. Habíamos hablado como dos viejos amigos y nos separamos en el ronquido lejano de la tormenta que había pasado; ella, en dirección al Louvre, yo, hacia la plaza Vendôme…
Del señor Clement Lanoo, profesor de anatomía en la Facultad de Medicina de Créteil, emanaba una sensación de poder, de dominio absoluto. Sus manos firmes lanzaban unos dedos hábiles, demostrativos, que discurrían por las láminas anatómicas para absorber su consistencia y transmitirla a un público cautivado. Me instalé al fondo del anfiteatro, atrayendo sobre mí algunas miradas de futuros médicos y dos o tres susurros.
Cuando los estudiantes salieron, avancé hacia el estrado. El hombre se quitó las gafas y las guardó en un estuche de terciopelo.
–¿Puedo ayudarle en algo? – preguntó mientras metía las fichas en una cartera negra de cuero.
–Soy el comisario Sharko, de la policía judicial. Me gustaría formularle unas preguntas sobre una estudiante que estuvo en su facultad hará unos cinco años. Se llamaba Martine Prieur.
La calma discurría como un soplo en el amplio anfiteatro y nuestras voces se elevaban por encima de las filas de asientos vacíos hasta las paredes del fondo.
–Ah sí, Prieur. La recuerdo. Una estudiante brillante; destacaba por su rigor e inteligencia. ¿Tiene algún problema?
–Sí, un ligero problema. Ha sido asesinada.
Dejó la cartera sobre el pupitre, ambas manos aferradas al asa.
–¡Madre de Dios! ¿En qué puedo servirle?
–Puede contestar a mis preguntas. Debe de tener cada año a un montón de estudiantes, ¿no?
–Más de mil ochocientos. Gracias a las nuevas infraestructuras pronto podremos acoger a setecientos más.
–¿Y los conoce a todos personalmente?
–No, por supuesto que no. En el transcurso de dos entrevistas anuales acabo viéndolos a todos, pero para algunos no pasa de ahí. El seguimiento se hace sobre todo mediante los resultados obtenidos en los exámenes.
La puerta del fondo se abrió y asomó una cabeza, que acto seguido desapareció.
–¿Cómo se distinguió Martine Prieur de la masa para que, después de cinco años, aún la recuerde? – proseguí.
–No puede saber hasta qué punto los conocimientos anatómicos de los internos de cirugía son deplorables. Soy conferenciante y profesor de anatomía, señor Sharko, y concibo el progreso con una inmensa desolación. Los jóvenes de hoy en día son muy duchos en informática, el ordenador se ha convertido en una herramienta ineludible. Las películas sustituyen las manipulaciones. Ahora bien, uno puede mirar tantas cintas como quiera, que nunca sabrá cómo palpar un hígado hasta que no tenga un interno, un jefe de clínica o un jefe que le diga «las manos hay que colocarlas así», sobre un vientre de verdad, de un enfermo de verdad. Póngales un cadáver real ante los ojos, y la mitad se marchará vomitando. Prieur era distinta. Era precisa, exacta en el dibujo, diseccionaba un cadáver en un momento. Enseguida la nombré jefa de trabajos de anatomía. Una plaza apreciada, privilegiada, ¿sabe?
–¿En qué consistía?
–En dar clases de disección, todos los días, a estudiantes de primero.
–Si no lo he entendido mal, ¿Martine Prieur se pasaba los días explorando cadáveres?
–Se puede decir así. Pero pasar no es el término exacto.
–¿Cómo se comportaba con sus compañeros? ¿Qué opinaba de ella fuera del ámbito médico?
La mirada se le ensombreció.
–No estoy muy al tanto de la vida privada de los estudiantes. Sus cuestiones personales no me interesan, sólo importan los resultados. Los mejores se quedan, los demás se marchan.
De repente sentí que se doblaba como una hoja que uno arruga.
–¿Por qué lo dejó todo?
Bajó con cuidado de la tarima y avanzó por la amplia fila central.
–No lo sé. A veces algunos se desaniman, sea cual sea la motivación, sea cual sea el curso. No sé qué ocurre en la mente de la gente, jamás lo sabré, aunque diseccionara una por una sus neuronas. Tengo una reunión importante dentro de un rato, señor comisario, así que, si me permite…
Salté de la tarima y le agarré la chaqueta con una fuerza que indicaba de forma clara mi determinación.
–Aún no he terminado con las preguntas, señor profesor. Quédese un poco más, por favor.
Movió el hombro para deshacerse de mi apretón con un gesto descarado.
–Adelante -soltó-. ¡Y rápido!
–Parece que no capta bien la cuestión, así que voy a explicárselo. Prieur ha sido descubierta con la cabeza cortada, los ojos arrancados y luego colocados de nuevo en las órbitas. Padeció mutilaciones durante largas horas, colgada de unos ganchos de acero. Y puede que eso tenga que ver con la persona que se escondía tras las apariencias. Un Doctor Jeckyll y Mister Hyde, si quiere. ¡Así que ahora me gustaría que me contase por qué dejó de forma repentina sus estudios!
Me volvió a dar la espalda, busto recto, hombros cuadrados. Un tótem…
–Sígame, comisario… Sharko.
Bajamos por un pasillo en pendiente que se adentraba en las entrañas ocultas de la facultad. Al fondo, una puerta maciza. Buscó la llave correcta, abrió y entramos. Tres halógenos ahuyentaron la oscuridad, desvelando una muchedumbre silenciosa que evolucionaba en líquido transparente. Seres despigmentados con rostros hinchados, las órbitas vacías, las bocas congeladas en su grito, flotaban verticalmente. Hombres, mujeres, incluso niños, desnudos, suspendidos en cubas de formol. Accidentados, suicidas, limpios y sucios a la vez, muñecas de trapo a merced de la ciencia… El profesor rompió el silencio:
–Éste es el mundo que habitaba Martine Prieur. Durante toda mi carrera, nunca he visto a una alumna apasionada hasta ese punto por la disección. El estudio de la muerte es una etapa muy difícil de cruzar para nuestros estudiantes. A ella no la intimidaba en absoluto. Podía pasarse horas, noches, aquí, para recibir los cuerpos del depósito de cadáveres, inyectarles formol y prepararlos para la disección.
–No está nada mal, para alguien que no soportaba los cadáveres.
–¿Cómo dice?
–Ése es el motivo alegado por su madre para que ella abandonara la facultad. Dígame, ¿no debería haberse limitado a supervisar las prácticas de los alumnos de primero?
–Por lo general, nuestros estudiantes se relevan para hacer lo que denominan el trabajo sucio. Prieur insistía en gestionar esas tareas ella sola. Después de todo, eso también formaba parte de sus responsabilidades.
–¿Por qué me ha traído a este lugar espantoso, profesor?
–Los cuerpos, una vez realizada la autopsia, se llevan al incinerador, en otra sala. En esa época, el señor Tallion, un empleado de la facultad, se encargaba de la cremación. Prieur le entregaba el cuerpo tras la disección. El trabajo de Tallion consistía en arrancar la etiqueta del pie del cadáver, consignarla en un registro y luego meter el cuerpo en el horno, previamente calentado. Una noche de ese famoso invierno de 1995, hacía tanto frío que las canalizaciones externas se congelaron. Fue una noche sin calefacción en el internado. Por supuesto, el horno no funcionó. Tallion, presa del pánico, disimuló el cadáver en la cámara fría donde conservamos los cuerpos antes de tratarlos con formol.
–No acabo de entenderlo…
El profesor se apoyó contra una cuba con la naturalidad con que uno se apoya en la calle contra una pared. La cosa que flotaba en el líquido no le molestaba.
–Prieur y él escondían un gran secreto…
–¿Qué secreto, maldita sea? ¡No se trata de una película de suspense, señor Lanoo!
–Prieur mutilaba los cadáveres -dijo bajando el tono, como si nuestros espectadores fuesen a romper, enfurecidos, los cristales de plexiglás para estrangularnos-. Les seccionaba el pene, les cortaba las partes anatómicas no diseccionadas, les cortaba la lengua…
–¿También les quitaba los ojos?
–Sí… Sí, les arrancaba los ojos.
Los acuarios de cuerpos humanos se pusieron a girar a mi alrededor.
Esos cuerpos destrozados por la muerte, como suspendidos en el aire, ese olor a formol que flotaba en la luz cruenta, blanca, hiriente, me obligaban a salir.
–Perdóneme, señor profesor. No he dormido mucho y sólo me he tomado un café.
Cerró la puerta con dos vueltas.
–No tiene de qué avergonzarse. No es el tipo de museo que uno pagaría para visitar, ¿verdad? Aunque… -Se le escapó una risita cínica.
–¿Por qué el empleado, ese Tallion, no habló nunca? – probé a decir con voz estrangulada.
–Se acostaba con él. Cuando descubrimos aquel cadáver mutilado, Tallion lo contó todo con la esperanza de preservar su puesto.
–¿Que hacía Prieur con los órganos seccionados?
–Nada. También los mandaba quemar.
–¿Y qué pasó después?
–Pedimos a Prieur que dejase la facultad.
–La solución fácil. No hay investigación, no hay fugas de información, no hay publicidad negativa, ¿verdad?
Se detuvo delante de una foto de sir Arthur Keith con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada como si quisiese contemplar la bóveda del cielo que tapizaba el tejado de cristal y confesó:
–La solución menos penosa para todos, así es…
–¿Por qué razón realizaba esos actos odiosos?
–Atracción inmoderada por lo mórbido. Una necesidad de explorar tan intensa que la llevaba a la mutilación, quizá frente a la incomprensión de determinados fenómenos. ¿Qué buscaba en los lienzos sin vida de esos cuerpos? Nunca lo supimos. ¿Necrofilia, fetichismo? El anatomista siempre quiere ir más allá de las apariencias, se siente todopoderoso si no controla sus sensaciones. Es fácil, cuando uno tiene un escalpelo en la mano y un cadáver delante de él, creerse Dios…
–¿Tallion le habló de su relación con Prieur?
–¿A qué se refiere?
–¿Se trataba de una relación sexual clásica? ¿Sadomasoquista?
Hizo una mueca.
–Pero ¿cómo quiere que lo sepa? ¿Se cree que soy sor Teresa? Pusimos fin al asunto de forma rápida.
–¿Dónde puedo encontrar a ese Tallion?
Una inspiración le ensanchó el pecho.
–Murió con su mujer y sus dos hijos en un accidente de coche, hará tres años.
El universo de Prieur se desvanecía como una bruma en el alba. Los cadáveres tapizaban su vida, su muerte, cuanto había sido… Añadí, con voz que traslucía un despecho evidente: