–¿Tenía amigos íntimos entre los alumnos? ¿Personas susceptibles de estar al corriente de sus propensiones necrófilas?
–Le repito que no me inmiscuyo en la vida privada de mis estudiantes.
–¿Puede facilitarme la lista de sus alumnos de 1994 a 1996?
–Pueden ser muchos; voy a pedírselo a la secretaria. Le dejo, comisario. El tiempo es mi peor enemigo y con los años la situación no mejora.
–Puede que vuelva a visitarle.
–Si se da el caso, pida cita.
La verdad había salido a flote. Prieur había estado sumergida en lo obsceno, encerrada en los rincones oscuros de la facultad mutilando aún más lo que ya lo estaba. Había dejado el horror tras de sí al abandonar la facultad, cambiar de apariencia, de vida, apartar ese lado mórbido, cubrirlo de tierra en las profundidades tenebrosas de su alma. ¿Acaso buscaba curarse de una especie de enfermedad que envenenaba su existencia y la obligaba a vivir en el secreto de lo inconfesable?
El asesino había descubierto su juego. Había actuado cinco años después, cuando ella se sentía protegida en el marco de su vida ordenada. Le había pagado con la misma moneda, un sufrimiento voluntario, provocado, odioso. Ojo por ojo, diente por diente. El análisis de Elisabeth Williams se sostenía, todo cuadraba; el asesino jugaba en dos terrenos diferentes.
Todo cuadraba, pero nada me acercaba a él, que deambulaba en el crepúsculo parisino con entera libertad, como un águila que domina un amplio terreno de caza. Acechaba, jugaba, golpeaba con la rapidez de un rayo, y luego desaparecía en la sombra de la sangre. Dominaba la muerte, dominaba la vida, dominaba la encrucijada de nuestros destinos…
La hora de entrar en el mundo del dolor llegó con los vapores suaves de la noche. El París nocturno se iluminaba como un hormigueo de luciérnagas.
Alrededores de la parada de metro Sebastopol. Un pasillo de asfalto abierto al sexo, algunos coches aparcados encima de las aceras, una línea de farolas desgastadas que a duras penas traspasaban la noche. Sombras que circulaban a paso ligero por el segundo distrito, espaldas encorvadas dentro de los impermeables, manos en los bolsillos, miradas fijas en el suelo. Dos, tres chicas apoyadas contra las paredes, un zapato de tacón hundido en los viejos ladrillos de las fachadas.
Mientras andábamos, Fripette me dio las últimas recomendaciones.
–No hables; sobre todo nada de preguntas, yo me encargo de todo. Si acaban enterándose de que metemos la nariz en los asuntos de esa gente, recibiremos más golpes en un cuarto de hora que en quince asaltos contra Tyson. Espero que no lleves tu pipa contigo. Ni tu placa. Nos van a cachear.
–No, de verdad.
–¿Y tu documentación?
–La llevaré encima.
–Estupendo. No tienes que hacer nada, sólo abrir los ojos y cerrar el pico. Te pegarás la máscara de cuero a la cara, como el peor de los sádicos sexuales. Ni visto ni oído, ¿vale?
–Vale.
–Vamos a entrar en las
backrooms
más
hards
de París, ¿te sigue molando?
–Más que nunca.
Me puso una mano en el hombro.
–Dime, comisario, ¿por qué no envías a tus criados, tus esbirros de tiro al blanco? ¿Por qué lo quieres hacer todo tú mismo?
–Motivos personales.
–No eres muy hablador, que digamos, cuando se trata de tu vida privada…
Número 48 de la calle Greneta. Una puerta de metal. Una ventana corredera que se abre. Una máscara de cuero con agujeros a la altura de los ojos que aparece.
–Fripette. ¿Qué quieres, maldito desgraciado?
–Menuda acogida. Queremos entrar. Tenemos ganas de pasárnoslo bien.
–Hace un porrón que no te vemos.
–Vuelvo a las andadas.
–¿Tienes pasta?
–Mi colega está forrado.
Una nariz olisqueó por la ventana corredera. Una lengua se paseó sobre el cuero.
–¿Y qué quiere tu colega?
–Es un puto mirón. No hay otro igual. ¡Ahora deja que entremos!
–¿Es que no sabe hablar? No tiene las pintas para el puesto, no me gusta.
–Déjanos pasar, tío. No hay gato encerrado.
–Más le vale a tu culito. ¿Estás al tanto del
dress code
de esta noche?
–Uniformes. Tenemos lo necesario.
La puerta se abrió con un potente chirrido. Fripette metió doscientos euros en la zarpa de Rostro de Cuero. Embutido en una bata de enfermero y botas de cuero blanco que le llegaban a las rodillas, el hombre apestaba por entero a vicio. Para encontrar aquel lugar acogedor había que tener mucha, pero muchísima imaginación; al lado de aquel antro, un trastero habría parecido un palacio. Una mujer alta y sexy, ceñida en un torneado mono de vinilo violeta, se alzaba como una gata tras una especie de bar, desde donde la luz de unas bombillas rojas apenas conseguía iluminar un largo pasillo. La Gata nos tendió fichas de plástico de diferentes valores.
–Velada de azotes en el tribunal, si queréis -soltó con tono monocorde-. Vestuarios a la derecha. ¡Id a cambiaros, esclavos! – ordenó espetándonos una larga risa cínica.
Otra sala, otro lugar de desolación, paredes enladrilladas y bancos de metal. Nos cambiamos en silencio sin mirarnos. Sentía como un peso la extraña sensación de que nos vigilaban desde que habíamos entrado. Me puse mi bata de enfermero, las botas que generosamente me había prestado Fripette y la máscara de cuero negro, que me ayudó a atar en la parte posterior del cráneo. Me avergonzaba y di gracias al cielo por no toparme con un solo espejo en aquella cloaca.
–¡Estás guapísimo! – me soltó Fripette.
–¡Cierra el pico!
Se cubrió el cráneo de alabastro con una peluca de juez y se colocó la toga de hombre de ley. Después ocultó sus ojos tras un antifaz de cuero y murmuró:
–Adelante. Vamos a pasearnos por los diferentes torreones. Intenta dar con lo que buscas, y deprisa. Sigúeme y no lo olvides, ¡puedes abrir las orejas, pero cierra la bocaza!
No me gustaba el tono de su voz y me prometí asestarle un puñetazo en la cara en cuanto nos largáramos de allí… si es que lográbamos salir.
A lo largo del oscuro pasillo colgaban toda clase de pancartas, del tipo «Ludy y mister Freak se casan. Vengan todos a la ceremonia organizada por maestro SADO. Azotes a discreción». El restallido seco del látigo, gemidos ahogados de dolor y placer se filtraban a través de las diferentes puertas entreabiertas.
Primera sala, Sala de Medicina. Fripette me tiró del brazo; nos hicimos un sitio contra una de las paredes, en el claroscuro de la lámpara colgada sobre una mesa de operación de fabricación casera. En el centro, un hombre barrigudo, muy peludo, cinchado a una mesa como un cerdo bien rosa. Cuatro mujeres enmascaradas, disfrazadas de enfermeras, le flagelaban con tacto las partes sensibles, arrancándole cada vez un estertor de dolor. El escroto se le hinchó y el sexo se le tensó como la porra de un poli antidisturbios. Los celebrantes tenían a su disposición diferentes instrumentos, del tipo rodillo para ablandar la masa de pizza y, eventualmente, el sexo, disciplinas, una especie de tornos para los senos y también vibradores.
A nuestro alrededor la gente susurraba. Las lenguas se relamían, las manos se deslizaban bajo los trajes para una probable masturbación. Escudriñé con la mirada a mis vecinos, adivinando en los que no iban enmascarados a personas a quienes uno podría haber confiado a sus hijos antes de ir al cine.
Otros observadores daban impresión de rigidez, disfrutando del sufrimiento del hombre atado como de un pastel de nata. Algunos se hablaban al oído y luego desaparecían en otra sala.
Ahora el paciente sexual estaba gritando. Un verdugo le envió haces de luz a los ojos mientras otra le soltaba pinzas cocodrilo sobre la membrana con nervaduras del escroto. El espectáculo se equilibraba él solo; los que salían eran sustituidos por nuevos mirones o títeres trajeados. Las palabras me quemaban en el borde de los labios; alguien, entre aquella cohorte de obsesos, tenía que pertenecer por fuerza a BDSM4Y, era cuestión de probabilidades. De repente, mi mirada quedó retenida.
Reconocí a Rostro de Cuero en la entrada de la sala. Me miraba de hito en hito, penetraba en mí como una hoja en la carne, los puños apretados en los guantes. Clavé de nuevo la mirada en la escena de violencia y fingí apreciar el espectáculo. Me resultaba tan fácil como tragarme una bola de petanca.
Luego una mujer de la asamblea sustituyó al hombre magullado, se dejó atar y el espectáculo volvió a empezar con renovados bríos. Nos abrimos paso para salir de la sala.
Cambio de decorado, escena idéntica; Sala Medieval, cruz para azotar, amos, dominados, mirones. No había lámparas, tan sólo antorchas que apenas salpicaban con su luz partes de miembros, pieles húmedas, rostros pétreos de dolor. Unos recién llegados se apretujaron contra nosotros. Calor de cuerpos, mezcla de sudores, oscuridad completa, haces luminosos a veces. Formábamos un solo ser. Me incliné hacia mi vecino, sin saber si se trataba de un hombre o una mujer.
–Qué placer… -le susurré al oído. No hubo respuesta. Fripette me apretó el hombro y, protegido por la oscuridad, le asesté un codazo en las costillas-. ¿Vienes a menudo? – seguí susurrando.
La forma se alejó y desapareció, dejando sitio a otro paquete de carne, más corpulento, que apestaba a sudor.
Mis ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad. Ahora distinguía las curvas de los cuerpos de los mirones, apretados contra las paredes, al igual que nosotros. Percibía el olor acre de sus carnes en ebullición, de sus sentidos trastornados por el espectáculo. Dos tipos con traje de faena ataron a una mujer a la cruz, le hundieron una anilla de metal en la boca y le taparon los ojos con una venda. Tras haberle arrancado el uniforme, le pegaron a los pechos y el clítoris pastillas conductoras unidas a una batería de doce voltios, como las que se encuentran bajo el capó de los coches. Cuando conectaron la corriente, la chica gritó, luego se corrió y pidió más.
De repente, Fripette me tiró con firmeza de la bata. Salimos por otra puerta, aparecimos en la Sala del Tribunal, donde un juez daba martillazos sobre las nalgas de una mujer acuclillada; bordeamos las paredes antes de volver a encontrar el pasillo. En la otra punta, ante la Sala de Medicina, carcasas de tiarrones se agitaron.
–¡Dejemos la ropa en el vestuario! ¡Nos piramos! ¡Creo que sospechan algo!
Volvimos a subir por el pasillo y adoptamos la forma de exhalaciones delante del bar. Exhalaciones con uniformes.
–¡Detenedlos! – gritó una voz que sonaba a todo menos a reconfortante.
La Gata lanzó una botella de whisky llena que me rozó la coronilla. Un sosias de Rostro de Cuero se plantó ante la puerta de salida, blandiendo una hoja. Le asesté sin pensar un golpe de bota en el pecho, aplastándole la nariz de un golpe de antebrazo. Fripette abrió el pestillo y nos precipitamos a la calle. La jauría se aglutinó en la orilla del torreón antes de volver a entrar, tras algunos intercambios en voz baja y dedos bien erguidos hacia arriba.
–¡Me cago en la puta, pero tú eres gilipollas, joder! – Fripette asestó un magistral golpe de suela a un cubo de basura de metal antes de aullar de dolor-. ¡Hostia, joder! ¡Me he hecho daño! ¡Cago en Dios! – Derramaba torrentes de lágrimas-. ¡Estoy quemado por tu culpa! ¡Jodido! ¡Ya estoy muerto! ¡Me van a machacar vivo, joder! ¡Te había dicho que cerraras la bocaza!
Tiré la bata de enfermero al suelo. Una pareja, al descubrirnos ataviados así, yo con las botas y Fripette con su traje de juez, cambió de acera. Me asaltó una duda. Hundí la mano en el bolsillo de atrás de mis tejanos y, en ese momento, sentí que una vena en el cuello se me hinchaba como si fuese a estallar.
~¡Me han robado la documentación! ¡Esos cabrones me han robado la documentación! – exclamé.
Aquellas sombras que se apretaban contra mí en la Sala Medieval… Rostro de Cuero debía de haber sospechado algo, así que envió a un esbirro para que me mangase la cartera. Fripette lanzó una sonrisa triste.
–Estás tan pringado como yo, chaval. Espera a que te hagan una visita cualquier día de éstos. Y si se enteran de que eres un poli, te harán tragar el uniforme. Son poderosos y están organizados. Lo que has visto esta noche sólo es la punta visible del iceberg. Hay una mafia en el ámbito del
hard,
como en la droga o la prostitución. ¡Pero claro, vosotros, los polis, sois demasiado horteras para meter el bigote ahí dentro!
Se me hincharon las narices. Me abalancé sobre él, levanté la mano para destrozarle la mandíbula pero me controlé en el último momento; aquel tipo tan feo no había preguntado nada y corría el riesgo de pagar los platos rotos en mi lugar.
–Lárgate, Fripette -le solté bajando finalmente el puño.
–¿Qu… qué? ¿No vas a enviarme polis para que me protejan? ¡Joder, eres cruel, tío! ¿Qué crees que va a ser de mí ahora?
Avancé hacia él, enseñando los dientes, fulminándolo con la mirada.
–¡Vale, vale, tío! – se rindió. Sus pasos restallaron en la noche-. ¡Joder! ¡No he conocido a nadie más gilipollas que tú! ¡Que te jodan! ¡Que os jodan a todos!
En el metro casi vacío donde ni un fantasma se hubiese entretenido, dos chicos se subieron en Châtelet y me rodearon.
–¡Eh, tío, vaya botas más chulas! ¿Has visto? ¿De dónde sale este tío? ¡Maricón de mierda! ¡Danos las botas!
–¿Qué vas a hacer con ellas?
–¿Y a ti qué coño te importa? Sólo te he pedido las botas. ¡Y la pasta, ya que estás! ¡Sí, tío! ¡Suelta la pasta!
Empecé a desatarme los cordones lentamente, sumido en una profunda tristeza. Había echado a perder una pista seria. Con mi documentación, descubrirían mi identidad. El asunto llegaría hasta la organización BDSM4Y y esos tarados desaparecerían sin dejar rastro, quizás intentando acabar con mi pellejo antes.
–¡Tus botas, gilipollas! ¡Date prisa!
Me quité la bota y, con un movimiento circular, estrellé el talón en plena cara del idiota que gesticulaba a mi izquierda. Una parábola espesa de sangre brotó acompañada de un dientecillo, un canino que se precipitó bajo los asientos vacíos. Antes de que el segundo sacase su navaja, le doblé los dedos sobre la mandíbula. Unos huesos crujieron, seguramente los de mis falanges, pero también y sobre todo los de su maxilar. Se apretó el rostro entre las manos y gimió como un suplicante. Me levanté, me así a una barra metálica bajé en la siguiente estación para continuar a pie. Tenía la mano ensangrentada y estaba extenuado.