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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (26 page)

La caída resultó dura pero soportable, salvo que en el momento del impacto creí que el tótem de marfil de la columna vertebral iba a atravesarme la parte trasera del cráneo.

Crombez gemía con las manos alrededor del tobillo, que describía un ángulo imposible respecto al resto de la pierna. Había aterrizado sobre la única piedra del jardín.

La locura asesina del fuego se había apoderado de las arterias centenarias de la residencia, aniquilando los tres pisos hasta llegar a la médula de la piedra. Espirales abrasadas de cenizas se enrollaban y bailaban en lo alto del cielo, y se alejaban luego por efecto de un débil viento de oeste. Tiré de Crombez por los brazos a través de la alfombra de barro, lo dejé a cubierto, lejos del diluvio, y llamé a los bomberos. Luego me senté, la espalda apoyada en un árbol, la cabeza entre las manos abiertas a la desesperación. Una vez más, mi camino acababa de cruzarse con el del asesino. Una vez más, había llegado demasiado tarde y Doudou Camelia había recogido los frutos de mi incompetencia. ¿A través de qué incomprensible medio había remontado hasta ella el asesino? Aún podía ver aquella frase, esas letras de sangre: «Los atajos que llevan a Dios no existen».

¿Había adivinado el don de videncia de la vieja negra, presintiendo que podía llegar hasta él? Tras haber cruzado las plazas sagradas de su alma, la había eliminado sin una pizca de piedad, permitiéndose el lujo de arrastrarla hasta aquí para disfrutar plenamente de sus gritos de agonía en el cementerio verde del bosque.

¿Durante cuánto tiempo la había mantenido atada a la silla? ¿Cuántas quemaduras, torturas morales le había infligido? ¿Seguía consciente cuando se disponía a extraerle el cerebro?

Ante mí, en la lluvia incandescente de pavesas, el mundo de la guayanesa, de esa fuerza generosa, perecía en un tormento de humo. La propia materia que testimoniaba su paso por la Tierra salía volando en espirales grises, lejos de la mirada del mundo, lejos de la crueldad del Hombre sin Rostro, quizás a salvo en algún lugar de la linde del cielo…

Todo se desmoronaba, se desvanecía. Las pistas, los datos preciosos encerrados en los ordenadores, las huellas. Yo estaba maldito. Estaba realmente maldito.

El Hombre sin Rostro: un remiendo de crueldad desmedida, un aliento de fuego que se desplazaba de cuerpo en cuerpo, de víctima en víctima, dejando una estela de muerte y desolación. Un espíritu consagrado al Diablo, a los peores horrores de este mundo, que transformaba incluso ese peor en inconcebible mediante un solo color, el púrpura.

Se perfeccionaba día tras día, enriquecido por sus atrocidades, perfilando sus técnicas de caza, sumergiéndose cada vez un poco más en una desmesura indescriptible. Jugaba con la muerte, se mofaba de las leyes, la humanidad, la vida y todo cuanto daba sentido a la existencia. Era aquel a través de quien se difunde el Mal. ¿No era él mismo el Mal?, me preguntaba seriamente, muy seriamente.

Recordaré toda mi vida el día de mi boda, aquellos rostros engastados de alborozo, esas cintas blancas que se agitaban en el aire de verano y sobre las chapas abrillantadas de los coches.

Un día, al hurgar en la cómoda de nuestra habitación, había descubierto la vieja caja de cartón donde estaba cuidadosamente doblado el vestido de novia de Suzanne. Rocé con la punta de los dedos el encaje Valenciennes, removiendo el fuego abrasador de los recuerdos, y a través del sueño me transporté al alba clara, tan lejana, de mi pasado antaño feliz. Con el tacto del alma recordé la pequeña iglesia de Loos-en-Gohelle ante la cual permanecía Suzanne del brazo de su padre, con su ramo de rosas, camelias y orquídeas apretado contra el pecho. También recordaba los puñados de arroz ofrecidos al cielo, nuestra carrera loca hacia la diosa aderezada entre las risas de los niños, los vestidos de las damas de honor ondulando justo detrás…

Una flor permanece como lo que es, incluso privada de las hojas, incluso marchitada o quemada por el ojo rojo del sol. Los recuerdos se velan pero no desaparecen, van y vienen como esas lenguas de espuma que rompen en la playa antes de volver a marcharse engrandecidas con su propia sustancia. Tejen lo que somos, mucho más que lo que hemos sido… Me aferraba a eso cada día para superar la desaparición de mi mujer, de mi Suzanne.

Lo más chocante es la manera como los días aciagos, también ellos, quedan fijados en el empavesado de la memoria, como una quemadura moral en la corteza del alma. De niño -acababa de cumplir diez años, un martes-, había visto un perro, un pastor alemán, arrastrado y descuartizado por las ruedas de un semirremolque. Volvíamos de Annecy. Las raras vacaciones punteaban mi infancia. Momentos de alegrías inolvidables en el gran lecho blanco de las montañas, entre mis padres, comiendo helados italianos subidos a los hidropedales. Pero aquel perro, su última mirada, aquel aullido glacial… Aún podía ver las canicas negras de sus ojos presos del espanto, igual que mi propio reflejo en el espejo. La imagen, arrimada a los vagones de mis recuerdos, me acompañaría ahí donde fuese, incluso en el sueño. Y, como un viejo fantasma, me acosaría hasta que cayese, yo también, en el Gran Cañón.

El día de la muerte de Doudou Camelia cavó un surco de fuego en las líneas atormentadas de mi espíritu y nunca, jamás, el futuro lograría ahuyentar los horrores que había presenciado aquel día.

Cuando sonó mi teléfono, justo después de la llegada de los bomberos, supe que la larga espina de la desgracia apenas acababa de rozarme.

–¡Shark! ¡Soy Leclerc! ¡El inspector Brayard ha dado con algo muy serio!

–¿Qu… qué dice?

–Gracias a ti. Le habías pedido a Sibersky que interrogase al STIC cada día y, antes de marcharse a la maternidad, le pasó el relevo a Brayard. En fin, el caso es que éste introdujo los criterios de búsqueda propios de cada asesinato y, esta mañana, ha aparecido una respuesta. Una profesora de química ha sido descubierta en su casa, atada y amordazada exactamente de la misma manera que las víctimas anteriores. El tío le ha acribillado el cuerpo con pinzas cocodrilo antes de desaparecer. ¿Y sabes qué?

La cabeza me daba vueltas. Los faros giratorios de los bomberos me salpicaban las retinas, atravesaban la piel de mi mente como fogonazos eléctricos.

–¿Sharko, estás ahí?

–Sí. ¿Qué?

–La chica ha sido torturada, ¡pero está viva!

–¿Viva?

–¡Exacto! Las heridas son superficiales y está saliendo del trance. La durmió con un anestésico, pero aún no sabemos cuál.

–¿Quetamina?

–Es poco probable, dado que según ha dicho la víctima utilizó un trapo empapado. Quizás éter o cloroformo.

Me preguntaba si aún sería capaz de pensar. Le hice una señal a uno de los bomberos, que acudió a mi lado, y le pedí que me trajese una aspirina. A Crombez se lo habían llevado en una camilla.

–¿Sharko? ¡Te noto distante! ¿Qué ocurre?

–¿A qué hora la agredieron?

–A las once de la noche. El hombre huyó hacia las dos de la madrugada, afirma la chica.

Teóricamente, el asesino había podido llevar a cabo los dos actos en la misma noche. Quizás había llegado a la mansión, atado a Doudou Camelia, y luego se había ocupado de la chica antes de volver a cargarse a la vieja negra. O tal vez primero la chica y luego Doudou Camelia en su casa, justo después.

Pero ¿cómo imaginar que a través de su itinerario de sangre pudiese dejar a una víctima con vida?

–Maldita sea, Shark ¿qué ocurre? ¿Qué es ese jaleo?

–Acabo de dar con el cadáver de mi vecina en pleno bosque de Compiègne.

–¿Qué? Creía que simplemente habías dado con el rastro de una amiga de Prieur. ¿Qué es todo este lío?

Instantes de silencio. Chasquido de chicle del otro lado de la línea.

–¡El asesino se ha encargado de mi vecina, la ha arrastrado hasta aquí para torturarla con total tranquilidad!

–Pero… ¡Dios mío! ¡Qué estás diciendo! ¡No entiendo nada! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Explícate!

–También esta noche. La ató a una silla, la torturó y luego le extrajo el cerebro para colocarlo sobre una mesa.

–¿Por qué tu vecina? ¿Qué relación guarda con las demás víctimas?

–No existe una relación directa, pero es ella quien me puso sobre la pista del matadero. No sé cómo se enteró el asesino, pero se enteró. La mujer tenía el don de videncia y el asesino debe de haber temido que lo reconociese, que descubriese por fin quién se esconde tras el Hombre sin Rostro.

–¿El Hombre sin Rostro? Pero ¿dónde te crees que estás? ¿En una peli de serie B? ¡Me cago en Dios, Shark! ¿A qué juegas?

Aparté el auricular de la oreja un momento, me tragué la aspirina con un sorbo de agua y proseguí:

–¿Hay manera de interrogar a esa profesora?

–Podemos tener grandes problemas de papeleo. El asunto, en estos momentos, está en manos de los gendarmes. El procurador de la República se niega a unir los dosieres mientras no haya una prueba formal de que nos enfrentamos a una única y misma persona, nuestro asesino. La ley está mal hecha, pero es lo que hay.

–¿La investigación puede escapársenos de las manos?

–Oficialmente, sí. Pero ve igualmente a echar un vistazo. La mujer vive en los arrabales de París, en Villeneuve-Saint-Georges; ahora está en el hospital Henri-Mondor de Créteil, más afectada psicológicamente que otra cosa. Dime, ¿crees que se trata del mismo asesino?

–Las técnicas se asemejan de forma sorprendente. ¿Ha habido filtraciones a la prensa?

–Los desgraciados de los periodistas no dejan de husmear. Tal vez dentro de pocos días la fobia general se instale en la capital, e incluso en todo el país. Pero por ahora no, ni una filtración. Aparte de nuestro equipo, nadie sabe exactamente cómo han sido perpetrados los crímenes. – Un ruido innoble provocó interferencias en la línea. Un terremoto: Leclerc estaba sonándose-. Estoy empezando a coger un resfriado con el cambio de temperatura de estos últimos días. Entonces, ¿es el mismo asesino?

–Si no ha habido filtraciones, es difícil pensar otra cosa. Ahora la clave es entender por qué la ha dejado con vida.

–Dime, volviendo a ese Hombre sin Rostro que has mencionado, ¿no creerás en serio en este tipo de cosas?

–¿En qué? – dije, fingiendo que no sabía a qué se refería.

–En esas chorradas del más allá. Esas historias de videncia, de fuerzas ocultas, de almas en pena que regresan a la Tierra para vengarse.

–Tienes que enviar un equipo aquí. Hay marcas de neumáticos y quizás otras pistas ocultas aquí y allí en el bosque. Hay que registrar la zona a fondo. Me marcho a casa; voy a intentar reconstruir el guión de su paseo nocturno. En cuanto a esas historias del más allá… no, no creo en ellas.

Colgué con una mentira. Aunque de hecho, no había mentido realmente. Creía sin creer en ello, un poco como cuando se come sin hambre.

No sabía adónde me conducirían esas vías de sangre pero, a partir de ahora, sólo esperaba una cosa: que aquella larga tortura mental acabase, lo antes posible.

Capítulo 9

La policía había sitiado mi edificio y, en concreto, el apartamento de Doudou Camelia. En la plaza exterior, en medio del pequeño parque florecido entre las altas fincas, algunos mirones se congregaban curiosos y opresores, preguntándose, quienes la conocían, qué le había podido ocurrir a la vieja negra, esa señora que nunca se metía en líos. Los periodistas de la cadena local se habían mezclado con la multitud, colocando el micro cerca de los listillos que siempre parecen saber lo que ignoran.

El comisario de división Leclerc, apoyado contra la puerta de mi apartamento, golpeaba el suelo con el talón. Inspectores de paisano iban y venían del pasillo al ascensor.

–Shark, ¿me invitas a un café?

–Sí, si me deja entrar.

Me miró de arriba abajo. Tenía razones para hacerlo. Zapatos destrozados, pantalón forrado de barro, chaqueta marcada por briznas de hierba y corteza, sin olvidar el olor de fuego que llevaba conmigo y que habría dado envidia a un jamón ahumado.

–¿Qué han descubierto? – pregunté.

–Es el cerrajero el que ha abierto, porque la puerta estaba cerrada con llave. Ningún rastro de lucha en el interior, no hay objetos fuera de lugar ni huellas sospechosas. Hemos encontrado las huellas de dos personas diferentes.

–Nunca recibía visitas. No tiene familia aquí, en Francia. Las huellas deben de ser las mías. ¿Cuál es la hipótesis de su desaparición?

–El tendero de la esquina cierra a las ocho; a menudo iba a charlar un rato con él, hasta las ocho y cuarto. Seguramente en el momento en que regresaba a su casa el asesino cayó sobre ella. Uno de los vecinos afirma que ayer, alrededor de las ocho, alguien llamó a su interfono. ¿Y sabes qué? El tipo dio tu nombre: «Soy el señor Sharko. Me he olvidado la llave de la puerta de entrada. ¿Me puede abrir, por favor?».

–¡Vaya mierda!

–¡Ni que lo digas! El tipo seguramente se escondió detrás del hueco de la escalera, en la sombra. Cuando entró, ¡zas! Luego la arrastró hasta la puerta del garaje subterráneo y la metió en su coche, seguramente en el maletero. Dado lo que pesaba, no debió de ser fácil, pero lo consiguió.

–¿Y la cámara de vigilancia pudo filmar algo?

–Está rota.

–¿Co… cómo?

–Sí. Estaba colgando del cable.

Seis meses después, creí estar viviendo de nuevo la noche de la desaparición de mi mujer. La cámara destruida, el secuestro en el parking, la huida sin testigos. Un guión engrasado a la perfección, sin fallos.

¿Pura coincidencia? ¿Dos hombres diferentes habrían compartido el mismo método? Abrí la puerta de mi apartamento y subí al ascensor.

–Pero, Sharko, qué…

–¡Ahora vuelvo, comisario! Tan sólo he de comprobar una cosa en el sótano. Una intuición. Entre y prepare el café.

Las puertas correderas se cerraron y mi corazón empezó a acelerarse como si me hubiesen encerrado en una atracción infernal. El indicador electrónico se desplazaba lentamente de un botón a otro, hasta detenerse en el nivel -1. La puerta del ascensor se abrió y franqueé otra puerta, para finalmente ir a parar al silencio sepulcral de aquel maldito sótano, cementerio de coches y de chapas muertas.

Bajo la luz lechosa de las lámparas del techo me dirigí hacia la plaza vacía número 39. Avanzaba con pesadez, como maquinalmente, guiado por mi inconsciente, por impulsos que ya no dominaba.

Y lo descubrí. De repente, los ojos se me llenaron de lágrimas y un estertor de agonía se me escapó del pecho e inundó la bóveda de hormigón hasta que, por un juego de ecos, volvió a percutir en mis propios tímpanos. Caí al suelo, arrodillado, como Crombez al descubrir el cuerpo torturado de Doudou Camelia, y empecé a llorar; lloraba sin cesar, hasta romperme la voz. Había un pequeño clip amarillo de pelo tirado contra la pared, en el lugar preciso donde, la primera vez, había descubierto el de Suzanne.

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