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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (38 page)

Por su parte, Manchini había mantenido un secreto terrible, un secreto que había llevado a alguien a cometer un nuevo crimen. Esa noche, ya no tuve miedo de morir, sino de no conocer nunca la verdad.

El vigilante tuerto del suntuoso chalé de los Torpinelli me cayó encima antes de que me diera tiempo de pulsar el timbre del inmenso portal erizado de puntas metálicas. Mostraba una cicatriz estéticamente curvada en la mejilla izquierda, una de cuyas puntas iba a morir al borde del parche de cuero del ojo. Su larga cabellera dorada culebreaba hasta los hombros, dándole el aspecto de un león destronado, un rey de la jungla que había recibido un zarpazo mortal en un combate con todas las de la ley. Cuando se inclinó por la ventanilla de mi coche, adiviné que nunca en la vida debía de haber sonreído.

–Algo me lleva a pensar que se ha perdido -me susurró con una mano metida en la chaqueta.

–Pues lo cierto es que no. He venido a ver al señor Torpinelli, al padre preferentemente; si no, al hijo.

Otro vigilante, walkie-talkie en mano, subía la alameda en nuestra dirección. El león destronado me preguntó, la mano apoyada en la portezuela abierta:

–¿Está usted citado?

–He venido a tener una breve charla sobre el sobrino, Alfredo Manchini.

–¿Policía? – preguntó escudriñando mi matrícula.

–¡Qué vista! – Pegué mi placa, que no había devuelto a Leclerc, sobre la chapa azul del vehículo-. Dirección Central de la Policía Judicial de París.

Me fusiló con su media mirada. Su acólito siguió farfullando por el walkie-talkie. Entre los dos, eran más anchos de espaldas que los jugadores alineados de los Blacks. Dos apisonadoras, un rubio platino y un negro con el cráneo liso como el ébano. La cámara de vigilancia, colgada de uno de los batientes del portal, dirigió su ojo de cristal hacia mí. Ruido mecánico, ajuste de las lentes.

–Alfredo Manchini ha muerto y, ¿saben?, tengo que hacer mi trabajo -añadí.

–¿Y tu trabajo consiste en venir a flirtear con la muerte? – me espetó el gran negro-. ¿Crees que vas a entrar así como así?

–Puedo volver con gente guapa -repliqué mirando fijamente la cámara-. Pero preferiría que lo solventásemos tranquilamente, entre nosotros.

El walkie-talkie del rubio guaperas emitió un silbido que lo hizo alejarse momentáneamente.

Regresó, mostrándome tantos dientes como teclas de un piano.

–¡Déjale pasar! – gritó dirigiéndose a Cráneo de Ébano-. Acompáñalo hasta el atrio. El jefe se está divirtiendo.

Procedieron al registro reglamentario y me confiscaron mi vieja Smith Wesson, que solía guardar bajo el asiento del conductor del coche.

–Recuperarás tu juguetito cuando te marches -se mofó el Guaperas.

–No te hagas daño en el otro ojo con ella -repliqué tendiéndole la pistola por el cañón.

Emitió un gruñido y regresó a su puesto.

La residencia apareció a la vuelta de una pinada, a casi trescientos metros de la verja de entrada. El terreno era tan extenso que no se veían los límites, y Dios sabe que existían, vigilados por media docena de pistoleros. Al lado de aquel palacio, el chalé de Plessis parecía una caja de cerillas.

Cráneo de Ébano me llevó a una sala cerrada, el atrio, donde tuve la sensación de efectuar un salto en el tiempo de más de dos milenios. Tres gladiadores se medían en el centro de una pista circular de arena. Dos de ellos, un reciario armado con red y tridente, y un hoplomaco equipado con un escudo rectangular pesado y una larga espada, luchaban contra el tercero, un secutar con pinta de ser más rápido y con un equipamiento extremadamente ligero.

Las armas de madera diseñadas para el juego silbaban en el aire como fuegos artificiales. El secutor esquivó el tridente, se dobló sobre la izquierda a ras del suelo y lanzó un monumental golpe de espada contra el flanco desnudo del reciario, que gimió antes de desplomarse con los brazos hacia delante.

–¡Basta! – ordenó el secutor.

Sus dos adversarios se apartaron jadeando y cojeando ligeramente, y desaparecieron en el vestuario situado en la parte trasera del atrio. El secutor se levantó la visera del casco y entonces reconocí el rostro empapado de sudor de Torpinelli Junior. Me señaló unos expositores donde descansaba una cantidad inmensa de armas y protecciones de cuero de la época romana.

–Escoja -me propuso-. Hay para todos los gustos y cada temperamento debe compensarse. Le espero. Gáneme y hablaremos. Si no, deberá regresar otra vez, con algo más que su pobre placa de policía. Y sea más combativo que esos dos idiotas.

–¡No he venido aquí para jugar!

–En ese caso Victor le acompañará tranquilamente a la salida…

Me dirigí hacia los expositores.

–¿No tiene nada mejor que hacer para llenar sus días? ¿Tanto se aburre?

–Cuando uno lo tiene todo, hay que ser creativo para llenar las horas.

Remedé con el dedo una cicatriz en la mejilla.

–Supongo que no será el guaperas de la entrada quien diga lo contrario.

Se bajó la visera, me dio la espalda y cortó el aire con golpes de espada precisos. Yo me quité la corbata, la chaqueta y me puse el galerus en el hombro. La pieza de cuero cayó a lo largo del flanco izquierdo hasta la cadera. También me puse las canilleras y las coderas antes de colocarme un casco engalanado con un penacho en forma de pez. Deslicé el brazo en un pequeño escudo redondo, ligero y fácil de manejar, y con la otra mano cogí un sable corto.

–Pamularius -me soltó.

–¿Perdone?

–Lleva el equipamiento de un pamularius. Un gladiador muy bueno, vivo, ágil, pero con protecciones que no son eficaces. ¿Está preparado?

Me dio tiempo a entrever la sonrisa satinada de Cráneo de Ébano, que se dispuso a cerrar la entrada como un buen perro guardián, antes de ponerme en posición para el ataque.

–Vamos allá -dije con expresión de aparente seguridad.

Dimos unas cuantas vueltas en la arena para observarnos mientras, bajo el casco, el sudor ya me perlaba la frente para venir a agolparse en las cejas. De repente, Torpinelli alzó su espada y apenas había tenido el reflejo de esquivarla con el escudo cuando me propinó una patada en el abdomen. El golpe me propulsó un buen metro hacia atrás.

–¡Hay que andarse con ojo! – me espetó a través del casco.

–La próxima vez me fijaré -contesté con un soplido corto.

Me incliné un poco más, preguntándome si no habría sido mejor escoger un escudo más ancho, pero tenía que reaccionar inmediatamente si no quería que me aplastara. Lancé un golpe de sable de madera, que esquivó con facilidad y replicó esta vez con un movimiento de escudo que me golpeó el glúteo. La pieza de cuero sólo me protegió de forma ilusoria y mi rostro se contrajo de dolor.

–¿Duele? – escupió tras una risa idiota.

Esta vez, me envalentoné. Dos golpes vivos de sable lo pusieron en guardia, y un tercero que estuvo a punto de pulirle la línea saliente de la nariz lo hizo retroceder y tropezar con el borde de la pista de arena. Cayó hacia atrás.

–¡Hay que fijarse dónde pone uno los pies! – grité.

–No está mal para un viejo.

La afrenta de la caída delante de su acólito debió de sacarle de sus casillas. Se abalanzó en mi dirección blandiendo la espada detrás de la cabeza y sólo tuve que voltear hacia un lado para evitar el ataque. Se quedó dándome la espalda, instante que aproveché para asestarle un golpe preciso y seco a la altura del omoplato izquierdo. Hizo una mueca. El doble fracaso melló su confianza. Me tocó una o dos veces más, pero ahora yo dominaba el combate, de modo que capituló diez minutos después, en el momento en que le golpeé con la espada sobre la parte superior del casco, en un golpe sonoro que repicó como una campana de Pascua.

Sentí una sensación de beatitud extrema tras el combate, como si, durante el enfrentamiento, todos los pensamientos negros que me oprimían desde hacía meses hubiesen huido del terror de mi propio cuerpo. El grog que acaba con un fuerte resfriado.

El gladiador venido a menos chasqueó los dedos y Cráneo de Ébano desapareció en otra sala.

–¿Qué quiere?

–La muerte de su primo no parece haberle perturbado.

–Hay que saber hacer frente a la muerte. La veo todos los días con sólo mirar a mi viejo padre, y no por eso lloro. Conteste a mi pregunta. ¿Qué quiere?

–Se trata de una investigación rutinaria. Digamos que intento entender por qué a su primo de repente le apeteció hacer una sesión de musculación a las dos de la madrugada.

Se dirigió hacia el vestuario y yo le seguí los pasos. Tenía la camisa empapada de sudor, pero había dejado la ropa de recambio en el hotel. Me sentía sucio.

–Acompáñeme a la sauna -me propuso-. Voy a pedir que le traigan ropa limpia.

Dado que tenía que sacrificarme, «sacrificio rentable», respetaba las reglas hasta el final. Me ofreció una toalla que me anudé alrededor de la cintura después de haberme desvestido.

–Está usted bastante bien formado -ironizó-. Ni una onza de grasa.

–¿Por qué cree que a los cuarenta y cinco uno está acabado?

–Digamos que a veces se arrastra un poco los pies.

Cuando penetré en la pequeña habitación forrada de revestimientos, un vapor de marmita borbollante me saltó a la garganta, tan abrasador como si me hubiera tragado una antorcha. Torpinelli echó un cazo de agua sobre las piedras volcánicas y una nube opaca se extendió a nuestro alrededor, aumentando de forma sensible la temperatura en algunos grados más. Rodillos de fuego parecían penetrarme en los pulmones.

–Me he enterado de que le han practicado la autopsia a mi primo. ¿A qué juegan?

–Veo que está informado.

–Tengo ojos en todas partes. Con este oficio no me queda más remedio.

–La autopsia es obligatoria en el marco de una investigación criminal.

Sus ojos brillaron a través de los paños grises de vapor.

–¿Qué investigación criminal?

–Alguien la tomó con su primo e intentó que su muerte pareciera un accidente.

Esta vez Torpinelli sólo echó un vaso de agua sobre las piedras. Yo ni siquiera distinguía ya mis pies, ni las paredes que nos rodeaban; solamente oía su voz cavernosa:

–Alfredo era un chico de lo más normal. ¿Por qué le iban a asesinar?

–Me gustaría conocer su opinión al respecto.

–No tengo ni puñetera idea.

El calor se hacía insoportable. Abrí la puerta, me empapé del aire de los vestuarios y me quedé en el umbral.

–¿Veía a menudo a su primo?

–No tengo mucho tiempo; ya sabe, con los negocios…

–¿Cuándo lo vio por última vez?

–Este verano. En agosto. Vino a pasar dos semanas aquí.

–¿Para qué?

–¿Y a usted qué le importa? – guardó silencio por un rato y luego añadió-: Le pedí que instalase un sistema de webcams en el estudio y en los torreones de filmación. ¿Quiere la dirección del sitio? Podría recrearse la vista mediante un abono de coste muy razonable. Pero como me ha ganado, tendré un detalle con usted.

Pasé por alto su sonrisa irónica.

–No es mi estilo, gracias. ¿Contrata usted a muchas actrices porno?

–Unas veinte.

–¿Les da alojamiento?

–En el ala oeste. Es mejor tener a las chicas cerca para… trabajar.

–Me lo imagino. ¿El hecho de ver cada día a esas chicas a través de una cámara e incluso en directo no volvía a Alfredo, cómo decir… un poco loco?

El chorro de vapor se extendía ahora por todo el vestuario. Torpinelli se enjuagó bajo una ducha fría y se dejó caer sobre un banco de pino macizo.

–¿Conoce los murciélagos vampiros, comisario? Esos animales me fascinan. Se cuelgan de los árboles todo el día, hasta el punto de que las personas que los han visto los describen como nueces o vainas gigantes. Pero cuando cae la noche, se transforman en unos depredadores temibles. Capaces de chuparle a un buey toda la sangre así -chasqueó los dedos-; hay hombres y mujeres que no se han vuelto a despertar nunca tras su beso mortal.

–¿Alfredo Manchini era un murciélago vampiro?

–El peor de todos. Mire, tenía un verdadero problema con las mujeres.

–¿A qué se refiere?

–Lo notaba por su expresión viciosa frente a la pantalla cuando miraba a mis actrices porno. El típico tío tranquilo y frustrado que encierra un volcán en su interior. A menudo le propuse que se tirara a una de las chicas, incluso a varias, pero siempre se negó. Así que una noche, mientras dormía, le pedí a una de ellas que fuese a darle una pequeña sorpresa Quería ver su reacción. Me… me tenía muy intrigado.

–¿Y?

–El murciélago vampiro despertó.

–Pero ¿qué ocurrió?

–La ató durante varias horas y se la folló hasta el alba. Tenía el rabo en llamas y tuvimos que envolvérselo en una manopla llena de cubitos. Es interesante ver cómo cambia la gente cuando piensa con el rabo, ¿no cree?

Se peinó el pelo hacia atrás y se extendió una capa de gomina. El peine plegable acabó en el bolsillo interior de su chaqueta.

–Su primo tenía miedo de algo o alguien. ¿Le comentó alguna cosa?

–No. No era de esos que cuentan sus preocupaciones. Todos tenemos las nuestras. No se puede ni imaginar la cantidad de gente que se me quiere cargar.

–Sí, me lo imagino.

Se levantó y empezó a vestirse. Hice lo mismo con mi propia ropa, dejando la que me habían traído sobre el banco.

–Su primo agredió a una de sus profesoras. La encontramos atada y torturada, desnuda en su cama.

Estrelló la toalla con violencia contra el suelo.

–¡Maldito cabrón! ¡No me extraña nada! ¡Frustrado de los cojones!

–No lo lleva en el corazón, por lo que veo.

–Pues no mucho. Ese idiota estaba forrado. ¡Y lo único que se le ocurrió fue ir a perder el tiempo en una mierda de escuela de ingenieros! ¡Una vergüenza para nuestra familia!

–Por lo visto, antes de morir se desquitó, ¡y bien! Además, daba muestras de cierto talento para el vídeo, creo que su peliculilla se venderá muy bien.

–¿A qué se refiere?

–Su primo se filmó mientras torturaba a esa profesora.

La noticia lo dejó petrificado por un instante.

–¿Dónde descubrió esa peli?

–¿Y por qué le interesa?

–Sólo quiero saberlo.

–En su ordenador. Él o los cretinos que intentaron borrar los datos de su PC deberían cortarse la coleta.

Me fulminó con la mirada.

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