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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (41 page)

Entonces… supe de qué se trataba. Un grito larguísimo me vació los pulmones, y luego otro, y otro más. Pasos febriles resonaron en el pasillo, la señora mayor asomó la cabeza por la puerta y estuvo a punto de dar media vuelta, pero luego vino a mi lado y deslizó una mano suave en mi pelo. Y la abracé… y lloré… tanto…

Una rabia loca me arrancó de allí. Cogí todos los CD Rom, los tiré dentro de la caja fuerte, que cerré con llave, y bajé corriendo la escalera. En el coche, el dolor del hombro me dejó pegado al asiento cuando di media vuelta y tuve que soltar el volante, mientras la parte trasera del vehículo golpeaba un mojón gigantesco de granito. El parachoques se quedó en el suelo y, tras algunas maniobras, conseguí emprender camino en dirección a casa de los Torpinelli. Con una mano recuperé todos los cargadores apilados en la guantera y me los metí en los bolsillos mientras me saltaba un semáforo en rojo, y estuve a punto de chocar contra un coche que venía por mi derecha. El retrovisor reflejó la luz azulada de una sirena, un coche de policía surgió en el cruce e intentó desviarme hacia el arcén a volantazos arriesgados. Aceleraba, corría como un loco por las calles desiertas de Le Touquet, mientras con la mano izquierda me apretaba el hombro derecho. El dolor se intensificaba, pero al mismo tiempo me estimulaba y nada, ahora, me impediría llegar hasta el final. Sorprendí a mis perseguidores al dar un giro de noventa grados en una avenida transversal. Estuve a punto de desvanecerme por las acometidas del dolor. Detrás, a más de trescientos metros, mis perseguidores volvieron a aparecer, con las sirenas aullando. Tras tres maniobras más de ese tipo, acabaron por desaparecer de mi campo de visión y el ruido fue apagándose.

A la altura de la entrada de la casa de los Torpinelli eché el freno de mano, provocando que el coche girase hasta quedar en ángulo recto. Esperaba la acogida del Guaperas y sus acólitos, pero estaban repintando el suelo, con las cabezas reventadas por varios balazos.

Una columna de humo negro color cuervo se arremolinaba a mi alrededor; y al final de la alameda distinguí el Porsche en llamas empotrado contra la pared de la fachada. Los tablazones exteriores y las ramas de los arbustos también empezaban a quemarse.

Cerca de la casa, frené. El parabrisas estaba salpicado de impactos de balas y Dulac yacía con la cabeza empotrada contra el cristal. Me precipité al interior de la casa cuando el rumor de las sirenas empezaba a acercarse. Oí gritos, disparos, el estruendo característico de una Kalashnikov, y luego nada, ni un solo ruido, salvo el suave crepitar de las llamas que iba convirtiéndose en furia.

El viejo Torpinelli yacía tumbado en el suelo, en el rellano de la escalera, con la metralleta entre las piernas. Su hijo, acribillado por las balas, tenía la boca abierta hacia el cielo y una mirada de sorpresa, abandonada a la muerte. Me dirigí hacia el anciano y le tendí la mano.

–¡Venga, tenemos que salir de aquí, y rápido!

Un chorro de sangre manó por el orificio abierto de su pecho. Hizo acopio de toda su fuerza para tenderme un disquete, el alma en los labios.

–Lo… Lo he… descubierto… todo… mi hijo…

–¿Quién dirige esas películas? ¡Dígame quién las dirige! – grité sacudiéndolo por el cuello de la camisa. Su salud, su vida no me importaban nada. Quería que me desvelase, en su último suspiro, los espantosos secretos de su hijo-. ¡Dígamelo! ¡Dígamelo! – Un último estertor lo arrancó de la vida. Me puse a gritar-: ¡Nooooo!

El humo espeso que ahora penetraba por la entrada me hizo tomar conciencia de que estaba hablándole a un muerto. Cogí el disquete de la mano doblada de Torpinelli, me lo metí en el bolsillo interior de la chaqueta y me precipité hacia el exterior, con el rostro sumergido en el cuello de la chaqueta.

Tres vehículos de la policía acordonaban la entrada de la verja. Me conminaron a dejar mi arma en el suelo.

–¡Soy de la policía! – grité.

–¡Deje su arma! – escupió un megáfono.

–¡Deje su arma o disparamos!

Obedecí, mientras, detrás de mí, la casa era pasto de las llamas.

El comisario de división Leclerc y el teniente Sibersky aparecieron por la comisaría de Le Touquet tres horas después de mi espectacular carrera-persecución. Dejaron que me cociera un cuarto de hora más en la sala de interrogatorios. Me las veía con una sarta de incompetentes. Como no había ni un solo poli que entendiese ni una sola palabra de lo que explicaba, les pedí que se olvidaran de mí hasta la llegada de mis colegas.

A la hora de la liberación, unos cabos entraron en la sala y me acompañaron hasta el despacho del capitán Mahieu.

–¡En marcha! – soltó Leclerc dándome una palmada que quería ser calurosa en el hombro llameante. Emití un aullido estridente, como un perro al que le pisan una pata sin querer-. ¡Oh! ¡Lo siento! – dijo llevándose la mano a la boca.

Sibersky se me acercó. Ya no tenía la cara hinchada.

–Estoy contento de ver que está vivo, comisario. Espero que pueda aclararnos este follón.

–¿Hay supervivientes en casa de los Torpinelli?

–Algunos empleados y pistoleros. Casi toda la casa se ha quemado.

–No hemos mencionado que ya no estabas en activo -explicó Leclerc-. Nunca se lo comuniqué de forma oficial a nuestros superiores. Ya me suponía que no dejarías el caso. Sólo quería sacarte del meollo, y es evidente que he fracasado.

Le estreché la mano.

–Gracias, Alain. Antes me han quitado un disquete.

–Lo tengo -dijo sacándoselo del bolsillo.

–¿Y qué contiene?

–Nombres. Unos cincuenta nombres de personas importantes: hombres de negocios americanos, ingleses, franceses, forrados de pasta. ¿Quiénes son, Shark? ¿Por qué esa gente se pelea por un disquete que te ha dado Torpinelli? ¿Qué tiene que ver Dulac en esa historia?

–Vamos a casa de Dulac, donde he descubierto unos CD Rom. Os lo contaré todo allí.

–Espera. Tu hombro… Sibersky conducirá tu coche. Os sigo.

–¿Qué tal está tu mujer, David? – pregunté al teniente en tono preocupado.

–Está bien.

–Dime la verdad -pedí, mirándolo a los ojos.

–¡Se ha vuelto loca! ¡Yo me he vuelto loco! Está harta de vivir con un hombre que ni siquiera está seguro de volver a casa por la noche. Nos… hemos peleado. Se ha ido a casa de su madre, con el pequeño.

–Todo esto es culpa mía, David.

–No es culpa suya, comisario. Es culpa del oficio, eso es todo.

Encendió un cigarrillo.

–¡Ahora fumas! – le reproché.

–Para todo hay una primera vez.

–Quizás hayas escogido mal el momento, con un recién nacido en casa.

–Ya no hay recién nacido en casa… igual que tampoco hay mujer… -Cambió de tema-. ¡Cuénteme lo ocurrido! ¿Cómo llegó hasta ese Dulac? ¿Qué contienen esos CD?

–Hablemos de otra cosa. Te lo explicaré cuando lleguemos.

La señora Dulac se hallaba acurrucada en los brazos de su hija, ambas sumergidas en el llanto.

–Prométame que me lo contará todo, comisario. Tengo derecho a saber. Era mi marido… -me dijo, agarrándome por la chaqueta cuando me disponía a subir al despacho.

–Sabrá la verdad.

Abrí la caja fuerte y saqué los CD Rom.

–¿Habéis progresado respecto a BDSM4Y? ¿Alguna pista? – pregunté a Leclerc.

–Nuestros agentes infiltrados no han descubierto nada por ahora. Una buena parte de los efectivos se encarga de interrogar a prostitutas y vagabundos, y visita los hospitales para intentar encontrar pacientes con signos de tortura. Esa maldita organización monopoliza dos tercios de nuestros recursos; espero que nos conduzca a alguna parte.

–¿Y el abogado asqueroso con el permiso de conducir falso?

–Le seguimos el rastro, pero parece ser que ya no se ponen en contacto con él. Es como si se hubiesen esfumado sin dejar rastro. Son muy listos… pero los pillaremos. Así que ahora, explícanoslo desde el principio. Estoy tan perdido como una gallina en el desierto. Sospechaste que Manchini había sido asesinado. ¿Y luego qué?

–Recibió una llamada la noche del asesinato que lo llevó directo a una trampa. Lo telefoneó alguien que le conocía bien, ya que se marchó de su habitación muy tarde, cuando ya se había ido a dormir. Luego descubrí que la caja fuerte camuflada en el chalé familiar había sido perforada y vaciada. Manchini había pasado más de dos semanas en casa de su primo este verano y, según un listado reciente de sus números de teléfono, lo llamaba a menudo. Así que hurgué en la pista Torpinelli, la única viable de todas formas.

Leclerc se desplazó por detrás de la mesa, las manos a la espalda, escudriñando las mariposas.

–Y en Le Touquet, ¿qué descubriste?

–Tuve una conversación con Torpinelli Junior, que no me dijo mucho. En cambio, golpe de suerte, el viejo me suministró a hurtadillas una lista de transferencias bancarias entre su hijo y Dulac. Sumas extremadamente grandes, escalonadas con regularidad en el tiempo, por un importe total de más de cinco millones de euros.

–¡Joder!

–Así es. Y aquí, en casa de Dulac, me topé con estos CD Rom. Nunca en toda mi vida he visto tal ignominia. Sólo he visionado dos. Las torturas, los sufrimientos, los asesinatos filmados de Catherine Prieur y Doudou Camelia.

–¡Por Dios! – espetó Sibersky-. Pero… ¿qué significa eso?

Me levanté y golpeé la pared con los puños, la cabeza hundida entre los hombros.

–¡Que Dulac, al igual que los cincuenta asquerosos de ese disquete, se regalaban asesinatos!

Leclerc me tomó del codo.

–¿Cómo?

–¿Qué tipo de pasatiempo original podrían practicar hombres que gozan de poder, dinero e influencia? ¿Que pueden pagarlo todo? ¿Qué fantasía suprema podría saciar el dinero?

–El asesinato.

–Peor que el asesinato. Horas y horas de furioso sufrimiento en exclusividad, en total exclusividad. El placer de segar una vida por el simple poder de la pasta. Unas imágenes que harían vomitar al peor de los criminales.

Blandí un cuadro de mariposas y lo estrellé contra el suelo. Las alas de las falenas, los bómbices y otros macaones se arrugaron como hojas de aluminio.

–¡Esos tipos se regalaban la muerte en directo! ¡Y Torpinelli lo convirtió en un comercio lucrativo! – grité, exasperado.

–Pero ¿a qué viene la agresión cometida por Manchini? ¿Y por qué lo asesinaron luego?

Intentaba reprimir la bombona de rabia que implosionaba en mi interior.

–Manchini tenía doble personalidad. Era un tipo discreto, no muy brillante en clase. Pero también era un enfermo sexual frustrado, incapaz de mantener una relación normal con una mujer. Sus sentimientos contenidos se liberaban mediante accesos de violencia y degeneración pronunciados. Sin duda, dio con esos vídeos durante sus vacaciones de verano.

–Pero ¿cómo? Torpinelli debía de ser extremadamente prudente.

–Manchini, un as de la informática, podía vigilar fácilmente las actividades de su primo. Seguramente descubrió ese tráfico innoble metiendo la nariz en el ordenador de Torpinelli mientras instalaba un sistema de webcams. Pero, en vez de avisar a la policía o a quien fuese, prefirió robar los CD para verlos con total tranquilidad desde su ordenador personal. Lo que nosotros somos incapaces de mirar, a él seguramente le divertiría mucho. Entonces esa increíble máquina asesina lo enloqueció. Pasó a la acción, como bien demostraba el asesino en sus imágenes. Las pulsiones traspasaron la barrera de la conciencia y Manchini procedió, pero sin llegar hasta el asesinato. Quizás ése no era su objetivo, ¿tal vez le bastaba la tortura?

–¡Menudo chalado! – intervino Sibersky-. Ese tío no había cumplido los veinticinco…

–Gracias a sus contactos, Torpinelli fue inmediatamente informado de esa agresión y debió de relacionarla con su primo. Tuvo miedo. Su mecanismo engrasado, su comercio diabólico corría el riesgo de irse al garete. Llamó a Manchini en plena noche, le hizo confesar y se lo cargó antes de borrar los datos de su ordenador y recuperar los CD Rom escondidos en la caja fuerte.

–¿Y qué contenían esos CD Rom?

–Quizá copias de esos vídeos. Imaginaos el riesgo de dejarlos al alcance de todos. Manchini era extremadamente prudente, a pesar de lo que pensemos de él.

–Entonces ¿Torpinelli era el asesino que buscábamos?

–Por desgracia, no. El asesino se presenta como un as de la informática, la electrónica y el pirateo. Torpinelli no da el perfil. Y además, la manera como fueron escogidas las víctimas exige observación, preparación, un conocimiento del entorno… Torpinelli nunca podría haber efectuado esas idas y venidas diarias desde Le Touquet hasta el matadero, vigilar a Prieur como debió de hacerlo. Nuestro asesino vive en las cercanías de París, cerca de nosotros.

–¿Quién es entonces?

–No tengo ni idea. ¡No tengo ni puta idea! Hemos de analizar las actividades y las cuentas de Torpinelli. ¡Hay que citar a esos desgraciados que se amontonan en la lista en el disquete y meterlos en chirona hasta el fin de sus días!

Pegué la frente a la pared.

–¿Qué contienen los otros CD Rom? – preguntó Sibersky rompiendo el silencio.

–No los he mirado. ¿Quizás el suplicio de la mujer del matadero en varios capítulos? Como una serie espantosa en que cada episodio va hundiéndose en el horror y se vende cada vez más caro.

Leclerc se apoderó de un CD Rom al azar y lo metió en el lector del ordenador. Cuando la película empezó, no me volví, sino que permanecí de cara a la pared, frente a esas mariposas clavadas en sus soportes de madera. Esas imágenes eran tremendamente insoportables, demasiado.

Los altavoces del televisor devolvieron ruidos de cadenas que chocaban entre ellas, y luego sonidos parecidos a estertores, apenas audibles.

Sibersky emitió un rugido ahogado y Leclerc se abalanzó sobre el ratón para detener la lectura. Cuando me giré hacia ellos, ambos me miraban fijamente, con expresión descompuesta.

–¿Qué os pasa? – pregunté alejándome de la pared-. ¿Por qué me miráis con esa cara? – Silencio, ninguna variación en los rostros ensombrecidos-. ¡Contestad, maldita sea!

Leclerc sacó rápidamente el CD Rom y se lo metió en la chaqueta.

–¡Vamos allá! – ordenó-. ¡Volvamos a París! ¡Miraremos eso más tarde!

–¡Decidme qué hay en ese CD Rom!

–Shark, deberías…

–¡Dígamelo! ¡Vuelva a meter el CD en el lector! ¡Hágalo!

Sibersky asió con firmeza la manga de mi chaqueta.

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