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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (45 page)

Suzanne no hablaba. Las cuerdas que le apretaban los puños hacían palidecer sus manos. La parte superior de su cuerpo, cubierto de salitre, agrietado de estrías profundas y aureolas más o menos pronunciadas, se erigía como testigo aullador de su suplicio. Me incliné por fin hacia ella, anegado por las lágrimas. Los dedos, las manos, las piernas se estremecieron, temblaron, de frío, de miedo, de una emoción de intensidad solar. Me agarré a un ángulo de la mesa y, haciendo acopio de toda mi energía, ahuyentando los dolores que me asaltaban de todas partes, le retiré la venda. Que ese gesto, ese instante, se fijen para siempre en mi memoria, hasta la muerte…

Su labio inferior se movió y un grito puro emergió del fondo de la garganta. Se puso a chillar de manera incontrolable, infligiendo tales movimientos de torsión a sus puños y tobillos que la cuerda le rasgó la piel. Los músculos ahusados de las piernas le temblaron, su cuerpo entero ondulaba como si estuviese bajo el efecto de una descarga eléctrica. Y sus chillidos se elevaron arriba, muy arriba en las profundidades del anochecer.

–¡Cariño! ¡Amor mío! ¡Suzanne!

Algo le impuso una calma repentina. Mi voz. Había reconocido mi voz, la de su marido, un ser que venía a aportarle amor, consuelo, algo que no fuesen insultos y golpes. Por un brevísimo instante, nuestras miradas se cruzaron. Volví a leer en sus ojos nuestro encuentro, nuestros días felices, la lucha de nuestras dos vidas. Discerní en ella la sensibilidad increíble de una madre hacia su bebé.

–¡Cariño! ¡Cariño! ¡Te quiero! ¡Te quiero!

Repetía hasta hacerme daño en la garganta esas mismas palabras, me acercaba a su oreja, le pasaba una mano por el cabello, sobre la barriga. ¡Oh, aquella barriga! ¡Mi bebé, nuestro bebé! Y la estrechaba entre mis brazos, con fuerza…

Una fina espuma se deslizó de sus labios, y sus pupilas dilatadas miraron fijamente una de las vigas del techo.

–¡Suzanne! ¡Quédate conmigo, Suzanne, te lo suplico! ¡Suzanne! ¡No me dejes!

Con enorme dificultad, conseguí desatarle las manos. Deshice finalmente las trabas de los tobillos y mi propia mujer se hizo un ovillo en un rincón, el pelo en la boca, el pelo en los ojos, el pelo cubriéndole todo el rostro. El aire húmedo arrastró consigo un olor repugnante de orina, y se formó un charquito bajo sus pies. El balanceo de su tripa, sus nalgas, sus piernas dobladas contra el pecho, se aceleró. Y oscilaba, oscilaba, oscilaba…

Sabía que ella podía volver a mí, que, en la mecánica intransigente de la conciencia, en algún lugar, una puertecita se había quedado abierta a la luz.

Cuando mis brazos se tendían hacia ella, una voz me llamó. Una voz distorsionada, como las que ya había oído por teléfono.

–¡Bienvenido, Franck!

Thomas Serpetti apuntaba un arma en mi dirección, una vieja Colt que parecía estar aún en perfecto estado. Emergió de una trampilla disimulada bajo la alfombra y subió los últimos peldaños de una escalera. Dejó el distorsionador de voz en el suelo antes de lanzarme una sonrisa de una maldad increíble.

–¡Tenía que ver esto, Franck! El reencuentro con tu mujer, después de más de seis meses de espera. ¿Has visto qué bien la he cuidado?

Efectuó movimientos con la Colt que me incitaban a soltar el palo que acababa de coger. Obedecí y levanté las manos. Suzanne se sobresaltó, lanzó una mirada vacía y volvió a balancearse como un caballo de madera, la cabeza hundida entre las rodillas, contra la barriga.

–Dios mío, Thomas. ¿Qué le has hecho?

–Tu mujer ha perdido un tornillo, Franck. Después de cuatro meses, así, sin motivo. ¡De la noche a la mañana! Podría haberme deshecho de ella, me habría facilitado tanto las cosas… Pero preferí llegar hasta el final, por el juego, por la celebridad, por la pasta. Como un desafío… hacia ti.

–¡Por el juego! Pero… ¿cómo te atreves?

Sus ojos resplandecieron de negro, las pupilas se le agrandaron como las de un animal salvaje acorralado, dispuesto a matar para preservar la vida.

–¿Te lo imaginas, Franck? ¿Acaso conoces a algún ser con mi inteligencia? ¿Has visto hasta qué punto os he camelado? La vida, la muerte, todo eso no es más que un inmenso juego. ¡Si pudieses saber lo bien que me lo he pasado! ¡Oh, querido amigo! ¡Nadie, absolutamente nadie podrá superar la obra que he orquestado! Lo he controlado todo, Franck, desde el principio. El cruce de los destinos, la parada definitiva de sus vidas… ¡Como trenes en miniatura!

Bajé los brazos, pero hizo un movimiento con el arma y volví a levantarlos. Bajo mis pies se formaban charcos de agua de las marismas y los músculos cansados y heridos de los hombros me quemaban.

–Explícamelo. Necesito saber lo de Suzanne. ¿Cómo supiste que estaba embarazada?

Reflexionó durante un largo rato.

–Me lo dijo después del secuestro, en un último arranque de esperanza, quizá creyendo que la soltaría. ¡Y pensar que deseaba darte una sorpresa! ¿A que es encantador? – Se sentó en el borde de la mesa-. Tenía en mente la idea de la peli por episodios. Envié un primer fichero por internet a ese tiburón de Torpinelli. Sabría que picaría, que ese tipo de película se vendería a precio de oro en los mercados ilegales, ambientes que te he facilitado descubrir. Luego aumentaron las demandas, cada vez más numerosas, con deseos muy, muy peculiares. ¡Y me di cuenta de que me encantaba! Me excitaba hasta tal punto que no puedes imaginártelo. ¡Era el amo absoluto de mis víctimas, pero también de esos hombres que se hacían pajas de diez en diez ante mis obras de arte!

–Eres… eres…

–Pero antes de acometer mi recorrido, necesitaba un guión, algo con que haceros currar, a vosotros, psicólogos, policías y científicos. Para eso, internet es una mina de oro. Uno encuentra informes de autopsia, las guías completas que utiliza la policía científica, los aparatos, los medios desplegados para acosar a los asesinos… Toda la batería necesaria para analizar vuestros fallos, vuestras maneras de trabajar, avanzar, el propio jugo de vuestras tripas… Regresé a Bretaña para tomar una muestra de esa agua en particular, para colocarla en el estómago de Prieur. No está nada mal, ¿verdad? ¡Y esos psicocriminólogos! ¡Me lo he pasado teta! He jugado con vosotros como un marionetista con sus muñecos de madera. Os orienté, con éxito, hacia las fauces afiladas de BDSM4Y. Habéis sufrido unas cuantas pérdidas ¿no? – Se sentó en una silla-. Al principio, di con documentos que hablaban de ese padre Michaélis. Su carrera me pareció… interesante. Porque además todo cuadraba, como por arte de magia, con el nacimiento de tu hijo y el nombre de tu mujer. Parecía, no sé, que todo eso estaba escrito.

Movió los dedos en el aire, como el mago que tira polvos de la madre Celestina. Yo buscaba un medio para acercarme a él. Le pregunté, dando un paso adelante:

–¿Y a Gad? ¿Por qué la mataste?

–¡Yo no la maté, Franck! ¡Esa estúpida bretona tuvo un accidente de verdad! Gracias a ella, rodé mis primeras películas. ¡Oh! ¡Era más que consentidora! ¡Y tendrías que haber visto cómo se agolpaban a las puertas de mis sitios piratas, para ver esos vídeos! De hecho, creo que fue entonces cuando se me ocurrió llevar el experimento un poco más lejos.

–¿Y esas chicas que asesinaste? ¿Las encontrabas por internet?

–¿Te das cuenta de que esa puta de Prieur se había jactado de haber mutilado cadáveres en la facultad? ¡Lo exponía como un trofeo, una gloria personal, a un montón de imbéciles que se emocionaban ante sus confesiones! ¿Y Marival? ¿Esa guarra de Marival, bien escondida al fondo de su bosque? ¿Creía que podía enseñar su coño, hacer cosas a esos animales sin recibir un castigo? Le hice comprender que internet podía ser peligroso, que no había que provocar a la gente masturbándose delante de las cámaras. Que uno nunca está protegido, esté donde esté… Creo que después de más de un mes y medio vegetando en el sótano de un matadero… aprendió bien la lección. ¡Esas mujeres se merecían lo que les ocurrió! ¡No maté a inocentes!

–Todo se desarrolló de forma perfecta según tus planes hasta Manchini, ¿no?

Un rictus le contrajo el rostro.

–Ese idiota de Torpinelli no fue lo suficientemente prudente. Supongo que el cretino de su primo metió las narices en sus cosas, concretamente en los datos de su ordenador. Un pequeño frustrado sexual, ese Manchini. Tuvo que experimentar por él mismo. Esas películas no están hechas para los aficionados como él. Debería haberme ocupado personalmente de eso. Te habría evitado joder bien la marrana en Le Touquet.

–Tu hermano esquizofrénico, Yennia, tu viaje a Italia durante el primer asesinato… ¿Todo eso era mentira?

–¡Fue tan fácil manipular a tu mujer! El pobre Thomas con un hermano esquizofrénico por un lado, y por otro, una esposa abandonada que descargaba sus desgracias en foros de internet. Bah… Tan fácil, pero tan fácil… ¿Eres poli, no? ¿Acaso no te han enseñado nunca a ser desconfiado con la gente que no conoces? ¡Es tan fácil inventarse una vida gracias a internet, inmiscuirse en la intimidad de las parejas, los solteros, los niños, sin que ni siquiera se den cuenta! Estamos en la era del cibercrimen, Franck, ¡y eso te lo tendrías que haber metido en tu pequeña cabeza de chorlito!

Serpetti no perdía de vista a Suzanne, que deliraba, echando un mar de espuma por sus piernas abiertas.

–¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Nos vas a ejecutar? ¿A cuántos inocentes más piensas matar? – le pregunté abriendo las palmas hacia el cielo.

–Casi he terminado mi obra, Franck. Después, ya veré. Hay un novato que tengo que acabar de formar. Le gustan mucho mis vídeos y estoy convencido de que algún día será capaz de hacer lo mismo. ¡Pégate a la pared! ¡Ahí, detrás! ¡Y siéntate en el rincón! – me ordenó, moviendo el revólver hacia los lados.

Me atreví a dar otro paso en su dirección, pero mi celo le hizo orientar el cañón hacia mi mujer.

–Cuento hasta tres. Uno, dos…

–¡Está bien! No dispares. Haré lo que me pides.

Retrocedí y me resbalé en el ángulo hasta sentarme en el suelo, las manos encima de la cabeza.

–Bien, muy bien -Sonrió-. ¡Vuelves a estar en primera fila para asistir al espectáculo, al igual que en el caso de la mujer del matadero! Salvo que esta vez, te daré permiso para mirar.

Sin dejar de apuntarme, sacó de un bolso un kit quirúrgico estéril que contenía el material necesario para una intervención de urgencia: escalpelos, compresas, hojas, agujas curvadas e hilo de seda.

Volvió a colocar la mesa y dispuso los aperos en el borde.

–Todo está preparado para el nacimiento de tu hijo. Ya sólo falta… -cogió el aparato del mismo bolso- la cámara.

Puse las manos en el suelo para levantarme, pero disparó una bala a dos centímetros de mis pies. Suzanne gritó.

–¡Otro gesto más y te mato! ¡Muévete! ¡Intenta tan sólo moverte! ¡Levanta las manos, levanta bien las manos!

Se me acercó con la prudencia de un conejo que saca la cabeza fuera de su madriguera y pegó el arma humeante a las aletas de mi nariz. El olor de la pólvora se me subió a la cabeza.

–¡Cierra los ojos, gilipollas!

–¡Dispara! ¡Dispara! ¿A qué esperas?

Sentí que un calor intenso me ascendía por el cuello. Cuando abrí los ojos, me mostraba una jeringuilla vacía.

–Quetamina; creo que ya la conoces. Te tranquilizará un poco. La he dosificado para que puedas asistir al espectáculo de sonidos y luces con total serenidad, sin miedo de que te… hagas daño.

Avanzó hacia Suzanne, le administró una dosis del producto y la arrastró hasta la mesa improvisada como campo de operaciones.

–Ya está… Es sólo para que estés un poco tranquila, Suzanne. – Se volvió hacia mí-. Tu mujer ya no es más que la sombra de lo que era. Ya está muerta, Franck. ¿No te das cuenta? ¡Mírala! ¡Mírale los ojos!

La mandíbula inferior de Suzanne acumulaba borbotones de saliva que, luego, le rodaban por la barbilla. Se había marchado a otro lugar, a otro planeta. Sin embargo, nos habíamos vuelto a encontrar, por una fracción de segundo. Poco… Tan poco…

Como la primera vez, pero de manera menos intensa, mis miembros se volvieron pesados y mi cuerpo entero pareció sumirse en el hormigón. Mis dedos se descolgaron de mis manos, mis manos de mis brazos y mis brazos de mi cuerpo. Mi envoltura corporal se heló.

Serpetti tumbó sobre la mesa a Suzanne, que obedeció sin formular ninguna queja. Sus pupilas eclipsaban el blanco de sus ojos, su boca continuaba clamando como si se dispusiese a lanzar una plegaria al cielo.

–Suzanne… Suzanne… Te… quiero… -balbucí, y cuando Thomas Serpetti se inclinó para recoger las cuerdas enrolladas en el suelo, ella se irguió, se arqueó como si una corriente eléctrica de una intensidad increíble la atravesase, y le clavó un escalpelo en el cuello con un grito atroz, con un sobresalto de rabia que fermentaba desde hacía meses y meses. La hoja penetró por la derecha de la tráquea y salió por el otro lado. La Colt se deslizó hasta mis pies.

Serpetti abrió los labios y emitió un grito ahogado al llevarse ambas manos al cuello de donde se escapaba un pequeño geiser de sangre. Sus rodillas golpearon el suelo, se desplomó y volvió a levantarse, los ojos fijos en el arma, animado por la rabia, las ganas insaciables de matar. La lengua, los dientes, las encías se le cubrieron de sangre y una mezcla de gran agresividad que le salía directamente de las entrañas. Iba a alcanzar el revólver. ¡Iba a alcanzarlo y disparar antes de morir!

Suzanne yacía en el suelo, petrificada ella también por el aflujo de quetamina en las arterias. Serpetti avanzó, se arrastró, se arrancó las uñas contra el suelo, estirándose en un último esfuerzo antes de quedar inmóvil, la mano a pocos centímetros del arma. Sus ojos permanecieron abiertos un instante, durante el que tuve tiempo de mover los labios para susurrar:

–Has… perdido. Mi hijo nacerá… mientras que tú… te pudrirás en el infierno.

Soltó el último diez por ciento de aire en una burbuja de sangre, la mirada fulminante de una rabia inhumana.

Cuando su alma negra echó a volar, los cabellos de Suzanne se apartaron los unos de los otros, como si estuviesen electrificados. Entonces supe que Elisabeth Williams y Doudou Camelia flotaban en el éter, no muy lejos de allí…

Epílogo

El aire es extremadamente caliente para tratarse del mes de mayo. Un viento venido del Sahara, afirman en la radio. Mi hija se lanza delante de mí con andares inseguros, traqueteante, y sus manitas se hunden en la arena cuando tropieza con un castillo derruido por la marea creciente. Sus carcajadas hacen alzar el vuelo a una colonia de gaviotas que se complace en el agua entibiada por el sol de primavera y los pájaros, en una coreografía aérea grandiosa, cantan y bailan sobre nuestras cabezas.

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