–No hay ninguna necesidad de que lo vea, comisario. Ahora no…
–¡El CD! – exclamé soltándome con brusquedad-. ¡Tengo que saberlo!
Leclerc me lo tendió, cabizbajo y lo introduje rápidamente en el aparato.
Entonces descubrí lo que jamás podría imaginarme y, si Leclerc no hubiese tenido la precaución de quitarme la pistola, me habría pegado un tiro en la cabeza.
Me pregunto si a veces la muerte no sería preferible a la vida. El Gran Viaje facilita tanto las cosas. Qué fácil hubiese sido cerrar los ojos, en un último esfuerzo dar un golpecito de índice al gatillo y adentrarse en el gran túnel blanco.
Tumbado en la cama veía cómo el sol, cubierto por el encaje de los cirros, declinaba en una variedad de rojos que anunciaba las frías jornadas de otoño.
Poupette
yacía en el suelo, en un charco de aceite. Parecía que sufría, lloraba, agonizaba lentamente, como yo. Esa noche supe que el sueño ya no me acogería, que mis noches llevarían el rostro lívido de mis espantosos días.
Tenía miedo.
Las imágenes que desfilaban por la pantalla de mis ojos, abiertos o cerrados, iban y venían hasta sacarme de la realidad. Sin parar, aparecía en su montura, blandiendo la espada por encima de la cabeza. El Ángel Rojo. El padre Michaélis. Veía esa sotana negra ondeando en el aire, esa capucha bajada alrededor de una forma hueca, como veía mi propio reflejo en el espejo. Su respiración fétida me mortificaba los hombros, su risa que parecía vomitada de las entrañas me perseguía hasta el punto de tener que taparme las orejas.
Lo más inquietante era esa sustancia viscosa que me pringaba los pensamientos y me impedía evadirme hacia cielos más gratos. Me sentía perseguido, y esa voluntad de la que hacía acopio para echar al ser que se apoderaba de mi alma consumía toda mi energía. Percibía filamentos de aflicción tejiéndose en mi interior, aprisionándome el alma en la red compleja de la locura. Sí, de tanto oír esa voz, de sentirme incapaz de echar esas imágenes que me desgarraban del mundo material, creí enloquecer.
No encontraba el valor de visualizar los cuatro CD Rom en los que mi mujer sufría tormentos que incluso el animal más insensible no soportaría. Sin embargo, rezaba para volver a ver la opalina de su rostro. Pero verla ahí, sumisa, burlada, despojada de su identidad, acabaría conmigo. El puñal curvado de su mirada implorante me destrozaría hasta tal punto que pondría fin a mi vida, sin la menor duda. Albergaba la esperanza de que algún día Suzanne renacería lejos de aquí, de este mundo podrido, rodeada de almas que la amasen, a las que les gustase respirar como ella la corteza fresa de los arces de los grandes bosques canadienses.
Sin haber pegado ojo, me arrastré hasta la central como un cadáver salido de su tumba.
Leclerc me había dado permiso para que continuase con la investigación, ya que temía por mí si me mantenía apartado. Me había hablado como a un amigo, él que normalmente mantenía una distancia fría con quienes se atrevían a abordarle. No podía permitirme quedarme rumiando en casa, en esa celda impregnada del perfume de Suzanne. En los pasillos, me saludó gente pero no les contesté; andaba hacia delante, eso era todo. Me instalé en mi despacho y me abandoné otra vez a esas imágenes.
Los CD estaban sin duda alguna en manos de los mayores especialistas de procesamiento de imágenes, psicólogos, fuerzas de la policía y de Elisabeth Williams. Unos amplificaban las gamas de frecuencias bajas para desvelar sonidos hasta el momento inaudibles; otros anotaban las horas de las diferentes tomas de la imagen, buscando una correlación profunda entre las cosas, o deduciendo el estado mental del asesino en el momento del acto. Pero ninguno me devolvería a mi mujer.
Cuatro CD, cuatro episodios… Suzanne encadenada, la barriga hinchada con el paso del tiempo, el rostro descompuesto, las facciones implorando que la liberasen. Películas que repasaban su calvario indescriptible. ¿Dónde se escondían los otros episodios, los de agosto y septiembre? ¿Entre las manos de qué asquerosos?
El director de la policía judicial de París, nuestro gran jefe, había ordenado una operación especial. Todos los SRPJ estaban en el ajo y tenían orden de arrestar a las personalidades incriminadas por el famoso disquete. Esas personas serían interrogadas, castigadas y seguramente encarceladas. Pero ninguno de esos monstruos sabía realmente quién se ocultaba tras el Ángel Rojo o esa reencarnación de no se sabe qué.
Si hubiese tenido la posibilidad de hacerlo, y sobre todo el derecho, los habría matado a todos, uno por uno, de un balazo en la cabeza. Habría metido una bala en el tambor, lo habría hecho girar al azar y habría apretado el gatillo y, si la bala no hubiese salido, habría vuelto a empezar, una y otra vez. Y sobre todo, les habría preguntado por qué. ¿Por qué? ¿Por qué?
No me di cuenta de la presencia de Elisabeth Williams hasta que casi me gritó al oído. Arrastró una silla y se colocó a mi lado. Me resigné a escucharla, pero el Ángel Rojo seguía acosándome desde un rincón de la cabeza.
–Franck… No sé qué decir. Creía que sólo era una leyenda. Nunca se había demostrado que eso ocurría de verdad, y ahora tenemos prueba de ello. Dios mío…
–¿De qué está hablando?
–De la película
snuff.
Esos asesinatos filmados para satisfacer las fantasías de hombres poderosos…
Imágenes crudas ante mis ojos. Mi mujer, encerrada en un ataúd con carnes putrefactas de animales. Como no reaccionaba, Willliams continuó.
–Ya… ya no sé en qué dirección buscar. Nuestro asesino interviene en dos dimensiones totalmente distintas. Primero reproduce los actos del padre Michaélis, lo que, de entrada, nos lleva a pensar que se trata de un fanático que se cree un santo encargado de infligir un castigo divino. Luego está el otro aspecto, el tema de las
snuff
movies,
esa necesidad de vender asesinatos, ese medio para… ganar dinero. ¿Y si sólo fuese eso lo que le interesa desde el principio, el dinero? Estaríamos muy lejos del Ángel Rojo reencarnado, de esos demonios, ¿verdad? Me… me equivoqué, Franck, ¡en todo! Sólo he conseguido orientarles en direcciones equivocadas.
–Lo ha hecho lo mejor que ha podido, Elisabeth. Crea lo que crea, nos ha sido de gran ayuda.
–Aquí acaba mi tarea, comisario. Me han dado a entender que de ahora en adelante prescinden de mis servicios. Voy a seguir aún la pista un par de días más, y luego Thornton me relevará.
–Pero…
–¡Chis! Regreso a Florida. Iré a orillas de mi lago y pasaré momentos agradables. Cuando esté preparada, regresaré… y volveré a acosar a nuevos criminales, al igual que usted.
–Yo ya no voy a acosar a más criminales, Elisabeth. Ya no puedo más… No… No sé cómo va a acabar este asunto. Mal, muy mal, seguramente.
–¡No diga eso, comisario! ¡Su mujer está viva, en algún lugar! ¡Aférrese a esa imagen y luche, luche!
–¡Quizá ya no lo esté! ¡La habrá matado! ¡Lo intuyo!
Vi las pupilas de Elisabeth extenderse en la esclerótica como una capa de petróleo, y luego contraerse otra vez como una cabeza de alfiler.
–No. Sé que está viva. Lo… lo presiento. Escuche, Franck tiene que visualizar los CD Rom. He vuelto a tener un sueño que no es anodino. Debe verlos.
Apreté los puños.
–¡No puedo, Elisabeth!
–¡Es él único modo de salvarla! Puede que haya algo que le llame la atención, un detalle que se nos habría escapado. ¡Haga ese esfuerzo, Shark, por amor a su esposa! ¡Para coger al cerdo que pisotea hasta tal punto la vida y a Dios! ¡Hágalo, Shark! ¡Hágalo!
Saqué la cartera y dirigí una mirada triste a la foto en sepia de mi mujer. El poder del amor me anegó el corazón en una lluvia de tristeza.
–Voy a hacerlo, Elisabeth… Voy a visualizar esos CD Rom… -susurré.
La sala de procesamiento digital del laboratorio de la policía científica parecía un estudio de grabación, similar al de Écully, pero mucho más pequeño. Allí dentro volvían a tratar los diferentes vídeos y bandas sonoras suministrados en los procedimientos judiciales, en busca de la verdad. Las posibilidades de análisis de los ordenadores desafiaban indiscutiblemente la imaginación.
Me instalé en una salita donde se amontonaban varios vídeos, un televisor, un ordenador y otros aparatos cuyo uso desconocía. Un ingeniero, Pascal Artemis, se reunió conmigo y dejó cuatro CD Rom encima del televisor.
–Señor Sharko, podrá ver las películas en su versión íntegra si lo desea, pero he duplicado determinadas secuencias en este quinto CD, secuencias que he vuelto a procesar digitalmente para intentar obtener algo. En ellas se observan cambios de lugares, de actitudes…
–¿Cómo? No acabo de entenderlo.
–Ahora se lo muestro.
Introdujo el montaje en un lector de CD Rom, y luego señaló el ordenador.
–Las imágenes aparecerán en la pantalla del ordenador y no en la televisión. Colóquese frente a la pantalla.
Obedecí. El CD emitió una primera secuencia. Suzanne, sentada en una silla, las manos atadas en la espalda y los tobillos atados a las patas de madera. La porcelana frágil de su cuerpo resaltaba ante el segundo plano, muy oscuro. Una luz cegadora le iluminaba el rostro y casi la obligaba a cerrar los ojos. Esas imágenes hicieron correr por mis venas la savia de la impotencia y la desolación, y me entraron ganas de levantarme y huir. Pero una voz interior me ordenó que permaneciese sentado.
El técnico pulsó la pausa y abrió un fichero, una reconstrucción que había grabado antes en el ordenador.
–En el primer CD, filmaron a su mujer desde varios ángulos diferentes. Disponemos de un software de extrapolación muy potente. A partir de diferentes imágenes, un algoritmo de predicción y modificando el contraste, la luminosidad y otros parámetros, podemos reconstruir casi todo el lugar donde está encerrada. Mire.
Apareció la animación y la sala se vio como en pleno día. Una especie de cámara virtual otorgaba tal realismo que daba la impresión de estar dentro de la habitación.
–Parece una especie de túnel acondicionado -observé.
–Así es. Dadas las vigas que sostienen las paredes, la tierra en el suelo y la humedad que a veces hay sobre el objetivo, podría hallarse bajo tierra. Una cueva.
La animación seguía girando sobre sí misma, incansablemente, desvelando una cama, un orinal, una mesa, una silla y un pequeño crucifijo colgado encima de la cama. Una sólida puerta de metal sellaba la entrada de la habitación. El infierno bajo tierra, el Tártaro…
–Otra escena -dijo Artemis-. Ésta es muy dura de soportar. ¿Está bien?
Asentí con la cabeza y él clicó sobre un botón. Suzanne apareció otra vez con las manos atadas, de pie en un rincón. Una pelota de plástico atravesada por una correa de cuero le impedía mover los labios. Su cuerpo marcado por los ataques del frío, debilitado por los golpes repetidos, contaba la historia de su calvario. Sin embargo tenía el pelo limpio, y las sábanas de la cama también lo estaban. Una linterna potente la iluminaba y, contrariamente a la escena anterior, la imagen temblequeaba: debía de llevar la cámara en mano. Con voz trucada, metálica y fría, el asesino le ordenó avanzar. «¡Avanza! ¡Avanza, puta!» Ella obedeció, jadeando con tal terror que se ahogaba tras la mordaza. Cruzaron la puerta y una galería sombría con la boca devorada por la oscuridad se desplegó ante ellos. Avanzaron por el dédalo, ella delante, él detrás filmando el martirio de mi esposa. El ingeniero, al igual que había hecho anteriormente, abrió una imagen almacenada en su ordenador que reveló detalles invisibles a simple vista.
–¿Está bien, comisario?
–Sí. Continúe.
–De acuerdo. ¿Puede ver esas muescas a lo largo de la pared? Teniendo en cuenta otras imágenes, podemos decir que están espaciadas unos cinco metros. Es probable que antiguamente sirvieran para fijar antorchas a fin de iluminar las bóvedas. El experto en geología nos asegura que las paredes no son de tiza, sino de una roca de una capa inmediatamente superior a la tiza, que probablemente pertenece a las capas de conchas petrificadas o numulíticas. En determinadas secuencias en que la iluminación es más fuerte, se muestra casi categórico. Recuerda un hecho interesante, recogido en los archivos de topografía: en el pueblo de Droizelle, no muy lejos de París, un sótano se hundió y se hizo un agujero de seis metros de profundidad. El mismo día, una pescadería y una casa cercana también se agrietaron. Se pensó que ello era debido a las capas subterráneas. Un ingeniero de obras públicas realizó excavaciones. Las sondas no aportaron nada, así que se decidió cavar un pozo profundo, que se apuntaló con tabiques, y tras algunas semanas descubrieron, a catorce metros de profundidad, un amplio espacio subterráneo compuesto de sótanos abovedados. Galerías excavadas en el siglo doce, según algunos escritos, por comunidades judías para almacenar en ellas sus objetos preciosos, porque los poderes públicos las sometían a restricciones muy severas y les estaba prohibido comerciar. Esos subterráneos presentan las mismas características que las del lugar donde se encuentra encerrada su mujer.
–¿Cuántas redes de galerías se han censado?
–Más de veinte, diseminadas por la cuenca parisina. Todos los años descubren otras nuevas. Su comisario de división ya ha lanzado una operación de registros en coordinación con los diferentes servicios de policía. Pero es muy probable que ésta aún no se haya descubierto, porque las galerías censadas están vigiladas y protegidas.
–¡Madre de Dios! Mi mujer bajo tierra…
Rememoré las visiones de Doudou Camelia, esa humedad, ese lugar lleno de podredumbre donde retenían a Suzanne. Desde el principio, los presentimientos de la guayanesa habían sido acertados.
–¿Comisario?
–Sí.
–Voy a continuar, si me lo permite. El análisis fónico no ha desvelado nada. No hay ningún sonido o ruido que nos permita localizar el sitio. Eso confirma la profundidad y el aislamiento de las galerías. – Bebió un vaso de agua y me ofreció otro, que rechacé. Luego dobló el vasito y lo tiró en una papelera-. Cada película dura media hora. Según las fechas en la parte inferior de la pantalla, las tomas se espacian aproximadamente un mes, a partir de abril de 2002. Normalmente, tendría que haber descubierto seis películas, puesto que a su mujer la secuestraron hará más de seis meses. O bien ese Dulac los escondía en otro lugar, o bien, por alguna razón, no recibió los últimos episodios.