–Los encontraremos en casa de los otros desgraciados, esos hombres respetables… cuyos nombres aparecen en el disquete.
–Mmm… De hecho, otras imágenes indican, dadas las marcas en los brazos de su mujer, que el tipo la droga con regularidad. En la mayoría de las escenas aparece amordazada y atada, lo que le impide emitir la menor señal. Sin embargo, nos hemos percatado de dos hechos especialmente inquietantes. Punto uno, ¿ve ese pequeño crucifijo, colocado encima de la cama? – Asentí. Artemis cambió de foto-: ¿Y ahora qué observa?
–Parece que le hayan dado la vuelta. Ya no se ve el grabado de Cristo, contrariamente a la imagen anterior. El grabado está ahora del lado de la pared.
–Así es. Y sigue así en una buena parte de la primera película. En los otros vídeos, la cruz ha desaparecido, lo que demuestra que el asesino se dio cuenta.
–¿Qué significa eso?
–No lo sabemos con certeza. Por eso contábamos con usted. ¿Intentaba, mediante esas inversiones, representar un símbolo, una determinada dualidad? ¿Noche y día? ¿Luna y sol? ¿Blanco y negro?
–No lo entiendo, lo siento. ¿Me había dicho que había un segundo punto?
Se levantó y cogió el primer episodio.
–En este CD, la mirada de su mujer, de vez en cuando, se torna huidiza.
–¿Cómo?
–Sus pupilas de repente se desvían hacia la izquierda y luego se vuelven a poner en su sitio, un poco como una enfermedad de los músculos oculares que se llama nistagmo.
Me levanté de la silla y le arranqué el CD Rom de las manos antes de meterlo en el lector.
–¡Enséñemelo! – grité.
Clicó sobre el avance rápido con el ratón, dio marcha atrás y se paró en una escena en que la cámara, apoyada en un trípode, filmaba a mi mujer mientras orinaba en un orinal metálico. El estremecimiento del ojo fue muy breve, casi imperceptible. El ingeniero aceleró y clicó en PLAY: nuevo movimiento de los ojos.
–No nos dimos cuenta enseguida, ya que pensamos que su mujer tenía efectivamente esa discapacidad. Pero en el segundo CD, se produce un corte. En la toma siguiente, se vuelve a ver a su mujer con… un hematoma bajo el pómulo izquierdo… y ya no se produce el movimiento. El asesino debió de darse cuenta, al igual que cuando le había dado la vuelta a la cruz. ¿Ese movimiento de los ojos le hace pensar en algo?
Le pedí el ratón y volví a pasar la escena. Los ojos se desviaban hacia la izquierda una y otra vez.
–No… no acabo de entenderlo. Su hermano esquizofrénico padece divergencia ocular, nistagmo. Sus ojos se desvían muy a menudo hacia la izquierda de la misma manera, antes de volverse a colocar en su sitio por sí mismos. Pero… ¿por qué nos daría esa indicación?
–Es evidente que su mujer quería hacerle pensar en un hecho importante, quizá relacionado con su hermano. ¿Podría tener algo que ver en este asunto?
–Me extrañaría mucho, lleva seis meses internado. Dios mío, Suzanne, ¿qué intentas decirme? – Miré durante largo rato el techo. Luego añadí-: ¿Habéis descubierto más pistas?
–Tengo un equipo trabajando en los CD Rom. Es un trabajo de chinos. Hay una copia de todas las grabaciones en el centro de la policía científica de Écully para que nos brinden su ayuda. Trabajan en ello noche y día. Las informaciones se transmitirán a su servicio en tiempo real a medida que avancen las investigaciones. Si ha cometido el menor error, lo descubriremos. Ahora puede visualizar los CD Rom si lo desea. No olvide nunca en ningún momento que su mujer confía en usted y que seguramente ha intentado, como ha hecho con los ojos y el crucifijo, indicarnos algo.
–Muy bien. Me gustaría quedarme un momento a solas, si no le importa…
–Lo entiendo, comisario. Quédese todo el tiempo que necesite. Estaré en la sala de al lado, por si necesita apoyo.
Metí el primer CD Rom en el lector y me senté en la silla. Y le rogué a Dios que me perdonase por lo que iba a visionar. Y le supliqué que me diese valor, mucho valor… Y supe, desde ese momento, que nunca, jamás, podría volver a cerrar los ojos sin tener a mi mujer a mi lado. Porque si eso tenía que ocurrir todavía, entonces prefería morir.
El repentino impulso de los ojos se relacionaba con el hermano de Suzanne, pero por mucho que me devanase los sesos, no lo entendía. Por consiguiente, me convencí de que el único medio de descubrir la verdad era ir al encuentro de Karl, su hermano. Me lancé por la A3 y luego por la A1, el acelerador pisado a fondo. Pero ¿realmente me esperaba la verdad en la otra punta de esas vías de asfalto? El hospital psiquiátrico retenía a Karl desde hacía más de seis meses. Me personaría ahí, y luego ¿qué? ¿Le enseñaría la película? ¿Lo perturbaría aún más de lo que ya lo estaba?
Tras unos treinta kilómetros, me desvié hacia la primera área de descanso que vi y fui a refrescarme la cara en un lavabo.
Ante mis ojos, más allá del baile de chapas y metal de los camiones, se erigía la mirada implorante de mi mujer, esa expresión destinada a llevarme a algún sitio, a ningún sitio.
¿Qué relación podía haber entre el Ángel Rojo y Karl? ¿Por qué insistir en esa enfermedad nerviosa de los ojos? ¿Por qué intentaba acercarme a la esquizofrenia? ¿Y esa cruz girada, colocada de espaldas y luego de cara? Esa dualidad… Espaldas, cara… Cara, cruz… Rojo, negro… Cero, uno… Cero… Uno… Cero… Uno… Ceros y unos…
«A menudo, para pasar de un problema a una solución, basta invertir algunos ceros y algunos unos.»
La idea resplandeció en mi mente como un desgarro del cielo. La solución se despegó del fondo del alma en letras de fuego. Y pensar que se escondía en mi interior desde el principio…
Volví a tomar la autopista a toda velocidad, la dejé en la salida siguiente para volver a cogerla en sentido contrario, haciendo añicos el límite de velocidad autorizado.
Por el camino, un guión fue dibujándose en mi cabeza, claro, preciso, un increíble encadenamiento de circunstancias que hacían que cada vez él estuviera ahí en el momento apropiado. Intenté reorganizar mis pensamientos retrocediendo hasta el principio de todo.
Las palabras de Elisabeth Williams, resonaban en mi mente: «Este tipo de asesino va a hacer todo lo posible por encontrarse en el corazón de la investigación».
Serpetti y su hermano esquizofrénico…
Serpetti, con sus ceros y sus unos…
Serpetti, tan cercano a mí que no veía su rostro…
La primera vez… La primera vez, yo mismo lo había llamado para que investigara el origen del correo electrónico. ¡Le había abierto las puertas del aprisco y él se había desplegado en el corazón de nuestra investigación como un virus informático toma el control de un ordenador!
Me había brindado su ayuda para colaborar de forma voluntaria con la investigación. Había orientado las fuerzas de la policía hacia las poderosas mandíbulas de BDSM4Y, había transformado nuestras pesquisas en un fantástico despilfarro de energía. Y luego, ¡el telefonazo en el momento preciso en que me encontraba en su casa! Era fácil accionar una llamada de efecto retardado. ¡Había previsto que mandaría a hombres para vigilar a las víctimas potenciales! ¡Doudou Camelia y Elisabeth Williams! Y su Yennia, a la que jamás había visto nunca, que no existía. ¡Toda esa organización entorno a mi investigación para justificarse, para hallarse en el mismo corazón de la hoguera, para estar al corriente de los últimos descubrimientos! ¿Cómo? ¿Cómo había podido estar ciego hasta ese punto sobre aquel hombre que se pasaba la vida apostando, que únicamente vivía para el juego y el dinero, que controlaba los destinos de sus víctimas de la misma manera que manipulaba sus trenes?
¡Había estado jugando desde el principio! Aún podía verlo a mi lado cuando le había hablado de Suzanne, cuando le había confiado mis sentimientos sobre el asesino, sobre ese Hombre sin Rostro; en cada ocasión, le había explicado lo mal que estaba y él me había consolado, reconfortado… ¡Dios mío! Yo mismo había apretado el nudo corredizo alrededor del cuello de mi esposa y todas esas chicas.
No recibí respuesta del coche de guardia apostado delante de la casa de Serpetti. Desde el móvil, ordené al conjunto de equipos que se dirigiese a su granja y me lancé el primero en dirección a Boissy-le-Sec.
De camino, hice una llamada al móvil de Elisabeth, pero saltó el contestador. Entonces llamé al policía encargado de la vigilancia de la psicóloga. Una vez más, sólo obtuve el silencio de la radio. ¡Algo iba mal! Una oleada fulminante de angustia me oprimió la garganta.
Al querer adelantar un coche por la derecha en el arcén de la carretera de circunvalación, golpeé unos conos de obras; me incorporé a toda prisa y rasqué el lado izquierdo de un vehículo que se cruzó en mi trayectoria tumultuosa.
Por fin salí de la red urbana y me adentré en el campo como una bola de fuego en el firmamento. Varias veces estuve a punto de meterme en un hoyo, atropellar a peatones o incluso de tumbar bicis.
Al fin me vi delante de la granja, el arma entre los muslos. Los dos plantones, en su coche, tenían el cuello degollado.
Me precipité a la entrada, empujé la puerta y penetré en la casa. Nadie…
Con sigilo, subí al piso de arriba, recorrí las habitaciones de un vistazo antes de volver a bajar y echar una ojeada a la planta baja. En la sala de detrás del comedor, los transformadores hervían, los trenes giraban a toda potencia en un aullido metálico, un estruendo de rabia. La mayoría había descarrilado y se había estrellado contra las paredes.
Thunder,
el gran tren negro, dominaba la red con su potencia de fundición, adelantando, saltándose los semáforos y las señales, en busca de las próximas víctimas que machacar con sus mandíbulas de hierro.
Con el arma en la mano, me lancé al patio interior y eché abajo de una patada violenta la puerta podrida del granero para la paja. Me abrí paso entre el montón de piezas viejas de metal, persianas rotas y madera muerta donde jugaban tonalidades uniformes de luz y corrí hasta la pared del fondo. Nada fuera de lo normal, ningún calor humano.
Entonces me dirigí hacia la vieja torre del agua de ladrillo. Un candado nuevo prohibía la entrada, pero ¡lo nuevo no encajaba en una ruina tambaleante! Lo hice saltar de un balazo protegiéndome el rostro y penetré en la oscuridad, sin olvidar encender una pequeña linterna que recogí en el granero. Mi zapato topó con otro candado. Las galerías subterráneas se desplegaban bajo mis pies, bajo la granja.
Bajé corriendo las escaleras de piedra, procurando no romperme la crisma en una mala caída. Las tinieblas se abalanzaron sobre mí como la hoja de una guillotina. La linterna resultaba ridícula. Tuve que ir a buscar la Maglite al maletero del coche.
Bajo el chorro del potente haz, avancé bajo las bóvedas de las que a veces perlaban gotas de humedad que morían sobre la piedra con un «flop» chocante. Delante de mí, un agujero se sumió en el negro sobrecogedor y la galería se bifurcó en forma de Y. Tenía la impresión de avanzar por el interior de la barriga de un monstruo gigantesco de piedra. La luz natural desaparecía al ritmo de mi progresión, como si aquella negrura hambrienta la hubiese digerido. Decidí seguir con método la pared de la derecha, para desandar fácilmente mi camino en caso en que este lazo de intestinos subterráneos me desorientase. Una pequeña entrada en la roca me llevó hasta una especie de sala y, en el destello amarillo de los rayos, se recortaron huesos humanos. Costillas curvadas como las garras de gatos, fémures, tibias y cráneos, decenas de cráneos. Me acerqué al montículo calcificado y, al observar las fisuras en los huesos, me di cuenta de que esos esqueletos no eran recientes. Iluminé el arco bajo del techo, las paredes que rezumaban, preguntándome qué horribles secretos encerraba la historia de ese infierno bajo tierra. Salí de allí sin dejar de empuñar el arma con fuerza. Tuve la impresión de que la oscuridad me aguijoneaba las mejillas y se intensificaba a mi alrededor. Las cinco pilas encajadas en el mango de la Maglite empezaban a presentar señales de debilidad. Aún disponía, como mucho, de media hora de luz antes de que se apagasen del todo las luces.
A mayor profundidad, me topé con otra cavidad, un nuevo osario, y luego caí en la trampa de un callejón sin salida.
Di media vuelta, sin dejar de tantear la pared de la izquierda. Una galería más ancha se adentró en una abertura practicada en la pared, donde me metí acelerando el paso. Los parpadeos en la intensidad luminosa del haz de mi linterna eran prueba irrefutable de que las tinieblas no tardarían en recobrar el protagonismo.
El laberinto subterráneo debía de extenderse varios centenares de metros, incluso kilómetros; se abrían sin cesar en lo desconocido nuevas bocas y túneles sin fin. Seguía todas las vías que se presentaban ante mí, con cuidado de anotar mentalmente cada vez el itinerario escogido. Me había convertido, yo también, en un juguete de Serpetti, una marioneta, un tren eléctrico atrapado en una red de tamaño natural…
En el hueco de ninguna parte, me atreví a hacer un llamamiento.
–¡Suzanne! ¡Suzanne!
Mi voz tropezó con múltiples paredes antes de desaparecer, como si se la hubiese engullido la nada. Ninguna respuesta; tan sólo ecos glaciales. La Maglite empezó a apagarse y a encenderse ante mis golpes secos en la parte trasera. Había sobreestimado la duración de las pilas. Tenía que volver a subir y esperar los refuerzos que supuestamente llegarían en cualquier momento. Tanteando esta vez la pared situada a mi izquierda, volví sobre mis pasos hasta, por fin, alcanzar la escalera, en el momento en que la linterna se apagaba definitivamente. Me llegó el sonido de unas voces exteriores.
–¡Aquí! – vociferé.
Oí alzarse el tono y luego una caballería de pasos.
–¡Soy yo, Sharko! – Acudí hasta la entrada de la torre del agua-. ¿Cuántos sois?
Sibersky contestó.
–Somos ocho, hemos venido en cuatro coches. Un coche se ha marchado a casa de la criminóloga. ¡Están por llegar más equipos!
–¡Id a buscar linternas! ¡Proyectores, rápido! ¡Y venid! ¡Tenemos que registrar estos subterráneos!
–¿Cree que tiene a Williams?
–¡Sí! ¡Deprisa!
–¿Y su mujer?
–¡Está encerrada ahí dentro, estoy seguro! Centenares y centenares de metros de galerías se despliegan bajo nuestros pies. Pedid más refuerzos, muchos más. ¡Quiero el mayor número de gente posible en los registros! ¡Poneos en contacto con todas las comisarías de los alrededores! ¡Que vengan! Y sobre todo, ¡lo quiero vivo! ¡Vivo! ¡Quiero vivo a ese hijo de puta!