–No, no, ¡gracias a Dios no! Soy-saqué mi placa- de la policía.
–¡Oh Dios mío! ¿Qué ocurre? ¡No me diga que le ha pasado algo!
–No, no se preocupe. Estoy llevando a cabo una investigación sobre el entorno de los Torpinelli.
–¡Vaya! ¡Ya me quedo más tranquila! Los Torpinelli, unas verdaderas víboras. Sobre todo el hijo. ¡Ya va siendo hora de que la policía meta la nariz en sus negocios! Venden sexo como si fueran caramelos. ¡Qué vergüenza!
–¿Su marido los frecuenta?
–¿Le apetece un Earl Grey?
–Con mucho gusto.
Nos instalamos en el salón. Salchicha plateada ladró y se me subió al regazo.
-¡Major!
¡Serás desvergonzado!
–Déjelo. Los perros no me molestan. Éste es… encantador. ¿Se ha relacionado usted con los Torpinelli?
–¿Con los Torpinelli? No, jamás. Cada cosa en su sitio, ya sabe. Hay un abismo entre esa gente y nosotros.
Su expresión altiva y su manera de dividir el mundo me sacaban sensiblemente de quicio, pero no dejé que mi tono dejase traslucir mis sentimientos.
–Sin embargo, parece ser que su marido ha realizado importantes transferencias a una de las cuentas de Torpinelli.
Su taza de té se puso a tintinear contra el platito de loza.
–¿Có… cómo dice?
–¿Lleva usted el control de las cuentas bancarias?
–No… no, mi marido es quien se encarga de gestionar nuestras cuentas. Las tenemos en diferentes entidades. En Francia, en Suiza, en las islas… Yo… yo no entiendo de eso y confío en él; es su oficio.
–Desde hace seis meses, se han transferido más de cinco millones de euros en beneficio de los Torpinelli.
La piel distendida de sus mejillas se puso a vibrar bajo el efecto de los nervios. Pequeñas sacudidas la obligaron a dejar la taza encima de la mesa.
–Pero… pero… ¿por qué? ¿De qué se trata?
–Eso es lo que he venido a descubrir. – La cogí de la mano-. ¿Confía en mí, señora?
–No… no le conozco. Pero… quiero enterarme.
–¿Cómo se comportaba su marido últimamente? ¿No hay nada que le haya llamado la atención? ¿Algo que pudiese salirse de lo normal?
Se levantó y empezó a andar con pasos dubitativos.
–No… No… no sé…
–Piense.
–No está mucho en casa, ¿sabe? Es… es verdad que nos hemos peleado varias veces últimamente. Se pasa las veladas trabajando en su despacho, donde se encierra, y viene a acostarse en plena noche. Mi marido se ha convertido en un fantasma, comisario, un fantasma que entra y sale de esta casa como le da la gana. Le da demasiado miedo envejecer, quedarse prisionero en esta vivienda gigantesca.
Me levanté yo también.
–¿Dónde guarda su marido los extractos de las cuentas bancarias?
–Mmm… En su despacho, creo.
–¿Puedo consultarlos?
–No… no sé… Es confidencial.
–No se olvide de que soy de la policía. Tan sólo intento descubrir la verdad.
–Sígame.
Entendía el desamparo de esa mujer. Sola en aquel banco de piedra y artesonado. Perdida entre aquellas paredes de hielo, apartada del mundo, de la gente, de la vida. Estaba erguida, el pecho henchido, orgullosa de ser lo que era, la mujer de un rico, la esposa de un hombre que lo poseía todo pero que nunca estaba a su lado. Una mujer que, por lo visto, ignoraba las actividades de su marido.
–Siempre cierra el despacho con llave cuando trabaja dentro o cuando se marcha. Pero tengo una copia de la llave. Mi marido tiene problemas cardíacos. No me gustaría que le pasase algo en mi casa sin que pudiese abrir la puerta para estar a su lado.
–¿Y él sabe que usted tiene esta llave?
–No.
El despacho parecía más un salón que un lugar de trabajo. Televisor, lector de DVD, cafetera, amplia banqueta de cuero blanco roto, piel de tigre estirada bajo una mesa baja. Y mariposas.
–Es un gran aficionado a las mariposas -observé con tono de sorpresa.
–Se las mandan de todas partes del mundo. Especímenes raros, de una belleza excepcional. Mire ésta, es una
Argema mittrei,
la mariposa más grande del mundo, más de treinta centímetros de envergadura. Cuando su madre murió, mi marido descubrió una mariposa herida en el rincón de su habitación. Una Gran Monarca. La cogió, la puso en el alféizar de la ventana y el insecto se alejó volando por el cielo. Una vieja tradición indígena cuenta que las mariposas echan a volar con las almas de los muertos, y se las llevan al paraíso para que esos espíritus descansen en paz. Mi marido siempre ha creído en eso. Está convencido de que cada una de esas mariposas se ha llevado un alma al paraíso, incluida la de su madre.
Hablaba con pasión, los ojos iluminados con una chispita que hasta ahora no había visto brillar.
–Si es tan creyente, ¿por qué retiene a todas esas mariposas muertas dentro de los marcos? ¿Por qué las priva de su misión divina matándolas?
–Mi marido es muy posesivo. Todo tiene que pertenecerle, esas mariposas igual que el resto.
–¿Me permite que eche un vistazo en los cajones?
–Adelante. Y espero de corazón que no descubra nada.
Ningún extracto bancario ni papel confidencial, tan sólo cupones de órdenes bursátiles, direcciones de clientes, gráficos de simulaciones trazados con la impresora en color.
–¿Su marido no tiene ordenador?
–Sí, un portátil y un ordenador de sobremesa. Siempre se lleva el portátil con él; el otro está debajo de la mesa. De hecho, sólo está la caja de metal, se llama unidad central, creo. Mi marido lo arregló para que la pantalla de televisión sirva también para el ordenador.
Me incliné debajo de la mesa. La unidad central estaba a la izquierda del asiento, colocada de forma ideal para encenderla o apagarla fácilmente desde el asiento.
–¿Puedo ponerlo en marcha?
–Adelante.
Apreté el interruptor.
–¿Sabe qué incluye este ordenador? Veo que hay un lector de CD Rom y una grabadora de CD. Y todo parece de nueva generación.
–No tengo ni idea de informática. Ni siquiera sería capaz de encenderlo. Sólo sé que disponemos de conexión rápida; mi marido la usa para navegar por internet. Juega al ajedrez con contrincantes rusos.
La pantalla se bloqueó en el momento de la identificación.
–Me pide una contraseña. El usuario sí que figura en la pantalla, es Sylvette. ¿Tiene alguna idea de la contraseña?
–Mmm… Sylvette era el nombre de su madre; pruebe con Dulac.
–No funciona. ¿Otra cosa?
–Mmm… Mmm… ¿Su fecha de nacimiento, entonces? Doce del uno de 1948.
Pero seguía apareciendo la misma pantalla: «Contraseña incorrecta».
–Última oportunidad -dije con tono crispado-. ¡Piense! ¿No se lo mencionó nunca?
Dirigió la mirada hacia un cuadro de mariposas.
–¡Ya lo sé! ¡Monarca! ¡Pruebe con Monarca!
Con dedos temblorosos, tecleé las letras que formaban el nombre de la mariposa. La piel me ardía.
–¡Funciona!
El escritorio virtual sólo tenía dos iconos. Uno para lanzar un navegador web, el otro para abrir el correo electrónico. Así que abrí el explorador y recorrí la carpeta «Historial», que indicaba los últimos sitios visitados por Dulac.
Sólo descubrí un montón de sitios pornográficos: Japanese Teen Girls, Extreme Asian Bondage, Fuck my Chinese Ass… Una lista tan impresionante que faltaba sitio en la pantalla para enumerarlo todo.
La señora Dulac se colocó a mi lado. Las palabras que iba a pronunciar le murieron en los labios en el momento en que ella misma se percató del semblante sorprendentemente rasgado de los peones de esas famosas partidas de ajedrez.
–No… ¡No puede ser! – balbució.
Descargué el correo electrónico y eché un vistazo a la tonelada de inmundicias que se acumulaba en la bandeja de entrada. Sólo mensajes de carácter porno. Contactos virtuales con los que mantenía relaciones que quizá no lo fueran tanto.
Su mujer se descompuso y rompió a llorar. Cerré momentáneamente el correo electrónico e intenté abrir el cajón que había al lado del escritorio. Se me resistió.
–¿No tendrá la llave de este cajón?
–No. Lo siento. – Se ensañó con el tirador, como si intentase, ella también, descubrir la espantosa verdad. Me saqué el kit de manicura de la chaqueta-. ¿Me permite?
–¡Ábralo! – exclamó, apretando los puños bajo la barbilla.
No había perdido la pericia, incluso ante las cerraduras difíciles. Cedió en menos de treinta segundos, sin el menor rastro de forzamiento. La señora Dulac me dio un golpecito en el hombro y se deslizó delante de mí para abrir ella misma. No descubrimos nada más que otra llave.
–¿Su marido tiene una caja fuerte?
Levantó la llave a la altura de los ojos, entre el pulgar y el índice.
–Pues… no tengo ni idea. ¡Me oculta tantas cosas!
–¿Y detrás de esos marcos?
Se precipitó sobre el primero que vio, una colección de morios azules de alas relucientes.
–Aquí no hay nada -susurró aliviada.
De inmediato supe hacia cuál me tenía que dirigir: al de las molduras macizas, más grueso que los demás, suficientemente imponente para disimular una caja fuerte.
–La encontré.
Apoyé con cuidado el marco en el suelo y dejé que la vieja señora metiese la llave en la cerradura. La yugular se le marcaba en los bultos de su cuello de pollo. Sacó de la caja fuerte una pila de siete CD Rom, sin carátula, sin marca distintiva. Evidentemente estaban grabados desde un ordenador.
–¡Oh! ¡Dios mío! Pero… ¿de qué se trata?
Le quité los CD de las manos y los coloqué encima de la mesa baja.
–Señora, creo que no debería mirar el contenido de todos esos CD…
El estupor blanco que se apoderó de ella me hizo tiritar. Casi se descompuso ante mis ojos. Las lágrimas volvieron a brotar, los arcos de las mandíbulas se movieron bajo los sobresaltos de los sollozos y el maquillaje se corrió a lo largo de las mejillas cuarteadas por la edad como un río de tinta.
–Quiero… quiero ver lo que contienen esos CD… Déjemelo ver; tengo derecho. ¡Es mi marido y le quiero!
Encendí el televisor de plasma y metí un CD Rom escogido al azar en el lector de la unidad central. En la pantalla de la tele, un programa del tipo vídeo virtual se puso en marcha solo y la película se cargó. Con gesto indeciso, apreté la tecla de PLAY. Durante los primeros momentos en que la pantalla permaneció nevada, los borbotones ácidos del estrés me subieron hasta la garganta. Tras los primeros cinco segundos de filmación, pulsé el botón de STOP, sacudido por temblores. Me entraron ganas de vomitar, pero la bilis se bloqueó al borde de la boca.
La vieja señora perdió el habla. Se quedó petrificada por la sorpresa, el horror, lo inconcebible, y creí que iba a romperse en mil pedazos cuando la estreché entre mis brazos, instintivamente, como si abrazase a mi pobre madre. Prorrumpió en llanto, arrancándose la voz en gritos idénticos a los cantos tristes de las ballenas. Sus ojos perdieron la referencia de la realidad y escudriñaron en la sala en busca de un punto al que asirse. Y gritó, gritó, gritó… La levanté suavemente por debajo del brazo y la llevé a una habitación anexa.
–No… no me deje -balbuceó-. Quiero… quiero saber…
–No puede mirar eso -repuse con dificultad-. Ahora vuelvo. ¡No se mueva de la cama, se lo ruego!
–No, señor; mi marido… ¿Qué ha hecho?
Tras los primeros segundos de visionado, tuve que bajar el sonido. Esos gritos que salían del CD Rom me destrozaban los tímpanos, como agujas que se clavaran directamente en el fondo de las orejas.
En la pantalla aparecía Martine Prieur medio inconsciente, con los ojos desencajados, la esclerótida empujando la pupila tras el párpado. Una expresión indescriptible en su rostro, en el instante de agonía. Un cóctel atroz de dolor, necesidad de entender, ganas de vivir y de morir. El objetivo de la cámara hizo un
zoom
sobre un corte realizado a lo largo del omoplato izquierdo y se detuvo en la onda sangrienta que caía al suelo. Un campo más amplio presentó a la víctima en su conjunto: pantorrillas, muslos, deltoides perforados con ganchos de acero… Prieur, colgada a dos metros del suelo, sufriendo sus últimos minutos de tortura. La materialización del Mal en la Tierra se extendía por medio de esos CD Rom.
Esta vez, vomité sobre la piel de tigre y parte de mi pantalón. Notaba un tremendo escozor en los labios, que me enrojecía los ojos hasta transformarlos en bolas de fuego. Me levanté, perdido a mi vez, en busca de un hombro en el que apoyarme. Pero no había nadie, sólo mi desesperación. El estómago se me volvió a encoger y me doblé en dos. Me pegué contra una pared, la cabeza al ras de un marco de mariposas. El corazón se me aceleró. Los sentidos me daban vueltas como si se dispusiesen a salir del cuerpo, y luego, de repente todo se difuminó cuando oí el ruido de una puerta en la alameda.
Me precipité hacia la ventana. Cuando aparté la cortina, Georges Dulac me vio y se metió otra vez en su Porsche. Me lancé escalera abajo, salté los diez primeros peldaños a riesgo de romperme la espalda y me aplasté contra el suelo, porque el hombro herido me impidió recuperar el equilibrio. Se me rasgó la chaqueta, me levanté y, a pesar de la punzada lacerante, me precipité hacia la alameda. Pero el coche ya desaparecía al final de la calle a toda velocidad.
En el momento en que quise girar el volante de mi vehículo, el hombro me envió tal reflujo de dolor que no tuve otra opción que desistir. La herida se había vuelto a abrir tras la caída por la escalera
.Llamé a la comisaría local, me identifiqué y pedí que iniciasen con urgencia la persecución de un Porsche gris con matrícula 7068 NF 62 y enviasen un equipo a la calle Platanes.
Me reuní con la señora de la casa, que se encontraba tumbada, acurrucada sobre sí misma. Se levantó, el moño deshecho, en el rostro un desamparo indescriptible, y me apretó la mano con la fuerza de la desesperación.
–Dígame que todo esto no es más que una pesadilla, se lo suplico…
–Me gustaría, pero no puedo. ¿Dónde tiene el botiquín? ¡Deprisa!
–En el cuarto de baño.
Me quité la chaqueta, la camisa y el vendaje que se había quedado pegado por la sangre coagulada. Desenrollé vendas de gasa estériles y las apreté con todas mis fuerzas alrededor de la herida, tan fuerte que creí que me iba a romper todos los dientes de la intensidad del dolor. En cuanto volví a ponerme la camisa y la chaqueta, corrí hacia el despacho, saqué el CD Rom del PC y metí otro. Nieve, imagen borrosa, enfoque de la cámara y una fecha, abajo. El 5 de octubre de 2002, el día siguiente a la muerte de Doudou Camelia.