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Authors: Jorge Luis Borges

Tags: #Poesía

Fervor de Buenos Aires

 

Escrito con algún resabio ultraísta y bajo el influjo de su regreso a Argentina tras los años vividos en Europa, este libro anticipa con nitidez la obra futura de
Borges
. En sus páginas ya están las metáforas clásicas, la adjetivación asombrosa, el incipiente planteo metafísico, la precisión verbal, la peculiar inflexión vacilante que esconde un remate perfecto.

El tema central son los suburbios de la ciudad, el linde misterioso donde el barrio se desdibuja en el campo. Esa tensión entre lo particular y lo universal funda en nuestras letras un nuevo modo de observar la realidad cotidiana, una exquisita poética de lo inestable.

Jorge Luis Borges

Fervor de Buenos Aires

ePUB v1.0

Carlos6
23.07.12

Título original:
El hacedor

Jorge Luis Borges, 1923.

Editor original: Carlos6 (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente —¿qué significa esencialmente?— el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí,
Fervor de Buenos Aires
prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes. Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas. En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.

J. L. B.

Buenos Aires, 18 de agosto de 1969.

A quién leyere

Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor.

Las calles

[Suprimido en la edición de 1969]
[*]

Las calles de Buenos Aires

ya son mi entraña.

No las ávidas calles,

incómodas de turba y de ajetreo,

sino las calles desganadas del barrio,

casi invisibles de habituales,

enternecidas de penumbra y de ocaso

y aquellas más afuera

ajenas de árboles piadosos

donde austeras casitas apenas se aventuran,

abrumadas por inmortales distancias,

a perderse en la honda visión

de cielo y de llanura.

Son para el solitario una promesa

porque millares de almas singulares las pueblan,

únicas ante Dios y en el tiempo

y sin duda preciosas.

Hacia el Oeste, el Norte y el Sur

se han desplegado —y son también la patria— las calles:

ojalá en los versos que trazo

estén esas banderas.

La recoleta

C
ONVENCIDOS
de caducidad

por tantas nobles certidumbres del polvo,

nos demoramos y bajamos la voz

entre las lentas filas de panteones,

cuya retórica de sombra y de mármol

promete o prefigura la deseable

dignidad de haber muerto.

Bellos son los sepulcros,

el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,

la conjunción del mármol y de la flor

y las plazuelas con frescura de patio

y los muchos ayeres de la historia

hoy detenida y única.

Equivocamos esa paz con la muerte

y creemos anhelar nuestro fin

y anhelamos el sueño y la indiferencia.

Vibrante en las espadas y en la pasión

y dormida en la hiedra,

sólo la vida existe.

El espacio y el tiempo son formas suyas,

son instrumentos mágicos del alma,

y cuando ésta se apague,

se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,

como al cesar la luz

caduca el simulacro de los espejos

que ya la tarde fue apagando.

Sombra benigna de los árboles,

viento con pájaros que sobre las ramas ondea,

alma que se dispersa en otras almas,

fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,

milagro incomprensible,

aunque su imaginaria repetición

infame con horror nuestros días.

Estas cosas pensé en la Recoleta,

en el lugar de mi ceniza.

El Sur

Desde uno de tus patios haber mirado

las antiguas estrellas,

desde el banco de sombra haber mirado

esas luces dispersas

que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar

ni a ordenar en constelaciones,

haber sentido el círculo del agua

en el secreto aljibe,

el olor del jazmín y la madreselva,

el silencio del pájaro dormido,

el arco del zaguán, la humedad

esas cosas, acaso, son el poema.

Calle desconocida
[1]

P
ENUMBRA
de la paloma

llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde

cuando la sombra no entorpece los pasos

y la venida de la noche se advierte

como una música esperada y antigua,

como un grato declive.

En esa hora en que la luz

tiene una finura de arena,

di con una calle ignorada,

abierta en noble anchura de terraza,

cuyas cornisas y paredes mostraban

colores tenues como el mismo cielo

que conmovía el fondo.

Todo —la medianía de las casas,

las modestas balaustradas y llamadores,

tal vez una esperanza de niña en los balcones

entró en mi vano corazón

con limpidez de lágrima.

Quizá esa hora de la tarde de plata

diera su ternura a la calle,

haciéndola tan real como un verso

olvidado y recuperado.

Sólo después reflexioné

que aquella calle de la tarde era ajena,

que toda casa es un candelabro

donde las vidas de los hombres arden

como velas aisladas,

que todo inmeditado paso nuestro

camina sobre Gólgotas.

La Plaza San Martín

A Macedonio Fernández

En busca de la tarde

fui apurando en vano las calles.

Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.

Con fino bruñimiento de caoba

la tarde entera se había remansado en la plaza,

serena y sazonada,

bienhechora y sutil como una lámpara,

clara como una frente,

grave como ademán de hombre enlutado.

Todo sentir se aquieta

bajo la absolución de los árboles

—jacarandás, acacias—

cuyas piadosas curvas

atenúan la rigidez de la imposible estatua

y en cuya red se exalta

la gloria de las luces equidistantes

del leve azul y de la tierra rojiza.

¡Qué bien se ve la tarde

desde el fácil sosiego de los bancos!

Abajo

el puerto anhela latitudes lejanas

y la honda plaza igualadora de almas

se abre como la muerte, como el sueño.

El truco
[2]

C
UARENTA
naipes han desplazado la vida.

Pintados talismanes de cartón

nos hacen olvidar nuestros destinos

y una creación risueña

va poblando el tiempo robado

con las floridas travesuras

de una mitología casera.

En los lindes de la mesa

la vida de los otros se detiene.

Adentro hay un extraño país:

las aventuras del envido y del quiero,

la autoridad del as de espadas,

como don Juan Manuel, omnipotente,

y el siete de oros tintineando esperanza.

Una lentitud cimarrona

va demorando las palabras

y como las alternativas del juego

se repiten y se repiten,

los jugadores de esta noche

copian antiguas bazas:

hecho que resucita un poco, muy poco,

a las generaciones de los mayores

que legaron al tiempo de Buenos Aires

los mismos versos y las mismas diabluras.

Un patio

Con la tarde

se cansaron los dos o tres colores del patio.

Esta noche, la luna, el claro círculo,

no domina su espacio.

Patio, cielo encauzado.

El patio es el declive

por el cual se derrama el cielo en la casa.

Serena,

la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.

Grato es vivir en la amistad oscura

de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

Inscripción sepulcral

Para mi bisabuelo, el coronel Isidoro Suárez

Dilató su valor sobre los Andes.

Contrastó montañas y ejércitos.

La audacia fue costumbre de su espada.

Impuso en la llanura de Junín

término venturoso a la batalla

y a las lanzas del Perú dio sangre española.

Escribió su censo de hazañas

en prosa rígida como los clarines belísonos.

Eligió el honroso destierro.

Ahora es un poco de ceniza y de gloria.

La rosa

A Judith Machado

La rosa,

la inmarcesible rosa que no canto,

la que es peso y fragancia,

la del negro jardín en la alta noche,

la de cualquier jardín y cualquier tarde,

la rosa que resurge de la tenue

ceniza por el arte de la alquimia,

la rosa de los persas y de Ariosto,

la que siempre está sola,

la que siempre es la rosa de las rosas,

la joven flor platónica,

la ardiente y ciega rosa que no canto,

la rosa inalcanzable.

Barrio recuperado [reconquistado]
[*]

N
ADIE
vio la hermosura de las calles

hasta que pavoroso en clamor

se derrumbó el cielo verdoso

en abatimiento de agua y de sombra.

El temporal fue unánime

y aborrecible a las miradas fue el mundo,

pero cuando un arco bendijo

con los colores del perdón la tarde,

y un olor a tierra mojada

alentó los jardines,

nos echamos a caminar por las calles

como por una recuperada heredad,

y en los cristales hubo generosidades de sol

y en las hojas lucientes

dijo su trémula inmortalidad el estío.

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