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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Policíaco

El ángel rojo (17 page)

BOOK: El ángel rojo
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–Era eso lo que usted observaba antes, sus orejas. Creo que limpiaba las deyecciones para así trabajar en un sitio limpio, que le resultara agradable. En cambio, lo de las orejas no lo entiendo.

–Quizás en el pasado se ocupara de un enfermo, de una persona, un familiar, que no estaba capacitado para cuidar de sí mismo. Tal vez, cuando era adolescente, tenía bajo su protección a un hermano más joven y desempeñaba el papel de una madre ausente.

Aparté un momento los ojos de la carretera y me volví hacia ella.

–Es usted extremadamente creyente, ¿verdad?

–Rezo mucho por las víctimas, pero también por los asesinos. Pido al Señor que les perdone. Creo en las cosas bonitas de la vida, los bosques y los grandes lagos azules. Creo en la paz, el amor y la bondad. Si a eso lo llama usted ser creyente, entonces sí, lo soy.

–En ese caso, dígame, ¿qué ha ocurrido cuando ha entrado en la sala, antes?

Una oleada de estupor le enrojeció las mejillas.

–¿Qué… qué quiere decir? – preguntó con voz turbada, temblorosa.

–La he visto. Algo pasó en el momento en que entró en la sala. Se hallaba usted en otra parte, a miles de kilómetros de nosotros. Sus ojos, su cabello… ¡Explíquemelo!

–Me… Va a pensar que estoy loca…

–Y yo qué, con mi historia de los perros, ¿qué piensa que parezco? La escucho.

–Es la primera vez que me ocurre -dijo, tras carraspear-, tras más de veinticinco años de carrera. Cuando llegué a la escena del crimen, me vi en una cima alta nevada, tan alta que me era imposible observar otra cosa que no fuese el azul del cielo. Estaba encaramada en la punta de esa cima, las nubes navegaban bajo mis pies, como copos ridículos. Y entonces fue como si mi espíritu se abriese. Sentí sobre el cuerpo de la chica una energía, una especie de vibración de átomos, cálida, fría, hirviente y luego glacial. Sentí a la vez la paz de la víctima y la rabia loca del asesino. Ondas positivas y negativas me transportaban, flujos de cargas me irritaron las mejillas y me agitaron el pelo. No tengo ni idea de lo que ocurrió pero estoy convencida de que existe una explicación científica para ello. Seguramente mi cerebro generó, al ver la escena, sustancias alucinógenas de defensa, un poco como los que viven las ECM, experiencias cercanas a la muerte…

Asentí en silencio. ¿Podía ocurrir lo mismo con el asesino? ¿Captaba las presencias, la energía vibrante de los cuerpos a su merced? ¿Actuaba en nombre de poderes oscuros que guiaban sus pasos y le acompañaban en sus lúgubres oficios? ¿Que traicionaban esa invisibilidad, esa fuerza sorprendente que había arrastrado mi cuerpo a la boca del túnel? ¿Por qué ningún ruido de pasos, ni siquiera el crujido de las suelas sobre los fragmentos de neones? ¿Quién diablos era? ¿Qué don poseía?

Al llegar a destino, aparqué en el sótano y subimos a pie, inmersos en el silencio de la reflexión.

–Dígame, comisario, parece que huele a…

–Bacalao, lo sé. El olor está impregnado hasta en la moqueta. Doudou Camelia es adicta a los akras. – Estiré los labios, como si fuesen a formar una sonrisa.

–¡Es raro ver su rostro iluminarse con una sonrisa! – exclamó ella.

–¡Es que la situación actual no se presta realmente al festejo! ¿Y cómo podría sonreír mientras no encuentre a mi mujer?

Los golpes en la puerta de entrada de mi vecina guayanesa no obtuvieron respuesta.

–Debe de haber ido a la pescadería -soltó Elisabeth con un deje de ironía.

–¡Chis! ¡Escuche!

Avancé con mucho sigilo hasta mi rellano. Un chirrido sonoro interrumpido por sollozos se filtraba a través de las paredes.

–¡Hay alguien en su casa! – murmuró la criminóloga apoyada en mi hombro.

No reconocía la voz, áspera, desgarrada sobre la partitura arrugada de la pena.

–No se acerque… -susurré.

Saqué mi Glock y examiné la cerradura: no la habían forzado. Ni el menor rastro de fractura, cuando estaba seguro de haber cerrado con llave. Un sobresalto de esperanza surgió de mi salón.

–¿Dadou? ¿Eres tú, Dadou? ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Estás vivo! ¡No tengas miedo! ¡Ven a ve'me!

Sin pensarlo más, metí la llave en la cerradura y empujé la puerta de madera con cuidado. Descubrí a la negra gorda acurrucada en el suelo, rodeando sus gruesas pantorrillas como sacos de boxeo con los brazos. Las lágrimas le habían abotargado y desorbitado los ojos. Le indiqué a Elisabeth que se acercase. Doudou Camelia hinchó las mejillas, como dos globos en miniatura.

–Fue a ve'le, ¿ve'dad, Dadou? El demonio, el Hombre sin Rostro, ¿fue a ve'le? ¡Cuéntame!

–Sí, Doudou, vino a verme esta noche.

–¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

Elisabeth se volvió hacia la puerta y examinó la cerradura como acababa de hacerlo yo pocos segundos antes.

–¿Cómo has entrado, Doudou? ¡Había cerrado con llave! – Eso no impo'ta. Tienes que detene' a ese demonio. ¡Pa'alo, antes de que vuelva a empeza'!

–¡Dime cómo hacerlo! ¡Cuéntame qué sientes! ¿Ves a Suzanne ahora? ¿Dónde está? ¡Maldita sea, Doudou, dime dónde está mi mujer!

Me di cuenta de que estaba zarandeándola sin miramientos. Elisabeth me puso una mano sobre el hombro y me echó hacia atrás. Luego se acuclilló delante de la mujer mayor y dejó que ella le cogiese la mano.

–Tienes la piel de una flo', pe'o la sang'e fía de un caimán, señora. Conoces los g'andes miste'ios de la mue'te, el Seño' te ha dado un don, como a mí, pe'o aún no lo sabes. Utiliza la mente, te guia'á ahí donde tienes que ir. ¡Pe'o ten cuidado con el demonio! ¡Tened cuidado los dos! – Una inspiración que parecía dolorosa le dilató el pecho.

La ayudé a levantarse y el xilófono de sus viejos huesos tocó una melodía siniestra, un crujido de madera muerta.

–¿Qué has visto esta noche? – insistí-. ¿Tenía un rostro? ¡Dime a qué se parece!

–No, Dadou, ninguna ca'a. E'a un aliento maléfico, sin cue'po, sin ca'a. Está en todas pa'tes y ninguna a la vez. ¡Te vigila, Dadou! ¡Ten mucho cuidado! Po'que no te da'á una segunda opo'tunidad…

Sacudió los pliegues de su vestido damascado y, cabeceando, doblegada por sus kilos, se marchó sin mirar atrás.

Un silencio sepulcral se instaló entre Elisabeth y yo. Por una vez, la máscara impenetrable que llevaba había desaparecido, desvelando a una mujer distinta, profundamente conmovida por lo que acababa de oír.

–Esa señora emite ondas -me confió-. De calor, de pureza. Irradia bondad. ¡Sus palabras son tan conmovedoras, tan penetrantes! Pero ¿en qué debemos creer entonces?

–Ya no lo sé, Elisabeth, ya no lo sé. ¿Por qué no nos dice claramente de quién se trata? ¿Por qué siempre esas alusiones? Si Dios está tan presente, ¿por qué no detiene la masacre? ¿Por qué daría sólo pistas que, de todas maneras, llegan cuando ya es demasiado tarde? ¿Eh? ¿Dígame por qué?

Me estrechó las manos.

–Son los propios hombres quienes han creado este mundo decadente. Adán y Eva desobedecieron a Dios y el hombre debe reparar él mismo el error que comete. Dios no tiene por qué intervenir.

–Sin embargo, debería.

Se colgó el bolso del hombro.

–Oiga, voy a marcharme. Tengo que buscar algunas cosas en la biblioteca. Esta noche incluiré los nuevos datos de la investigación en mi informe. No tardaremos mucho en volver a vernos, pero avíseme si descubren la identidad de la chica en las próximas horas…

En mi habitación, me enfrenté a la mirada suplicante de
Poupette
y acabé por ponerla en marcha. Estertores tímidos de vapor, un silbido y ya se movía, bien pimpante. El olor se alzó como una aurora de liberación y trajo su tren de pensamientos agradables, inesperados, como dos días antes. Me tumbé sobre la cama, las manos en la nuca, sumergido en imágenes bonitas de mi mujer… Sí, Thomas tenía razón.
Poupette
me arrancaba de las tinieblas, de la lúgubre negrura de este mundo para propulsarme hacia los horizontes claros del pasado. La duración de algunos recuerdos me devolvía a Suzanne.

Capítulo 6

Timbre estridente, una espina en la bruma primaveral del sueño. Al otro lado de la línea, un buldog enrabiado, una corneta de caza, un petardo de boda. El comisario de división me taladró a preguntas antes de ordenarme que me encontrase con él en la central para una recapitulación precisa sobre la investigación. Iba a tener que rendir cuentas.

Ahora, gracias al modem ADSL que me había hecho instalar Thomas, estaba conectado a internet noche y día, lo que permitía a los ingenieros del SEFTI desmenuzar los flujos binarios que circulaban entre mi PC y el resto del mundo. Una mirada rutinaria al contenido de mi buzón electrónico me reveló la presencia de un solo mensaje, enviado por Serpetti.

Hola, Franck:

La historia que me contaste sobre el tatuaje del cuerpo de la chica de Bretaña me ha dejado muy preocupado. Una parte de la sigla me sonaba vagamente de algo y, tras darle vueltas durante casi toda la noche, creo haber descubierto detalles que podrían interesarte. Aparentemente, el mundo en que parece moverse ese enfermo es un mundo de exaltados, de personas peligrosas sedientas de vicio y de lo peor que haya en este planeta. Prefiero hablar del tema cara a cara. Estoy en el hipódromo gran parte del día, y luego paso por el FFMF (mi club de modelismo) al final de la tarde. Puedes intentar llamarme si quieres, pero la mayoría de las veces apago el móvil cuando estoy en las tribunas del hipódromo. El ruido me obliga. Pásate por la granja a las siete de la tarde, te esperaré. Así, aprovecharemos para cenar juntos. Estoy solo, Yennia vuelve a estar en el París-Londres. Espero de todo corazón que podáis salvar a la pobre de las fotos. Me da la impresión de que tu asesino carece totalmente de humanidad.

P.D.: Tienes que acordarte de darme tu número de móvil. Es imposible localizarte…

Un abrazo,

Thomas S.

Los enfados de Leclerc, memorables, nos recordaban, y mucho, que a las paredes de la Criminal les faltaba grosor. Cuando se salía de sus casillas, una onda de choque sacudía los pasillos. De profundo idiota pasé a ser irresponsable y los años fueron desfilando al mismo tiempo que las frases, y así de joven incompetente me convertí en viejo gilipollas. Pero Leclerc cambiaba como la marea; ya sin palabras, la garganta abrasada de tanto gritar, me reconoció que pensaba que había actuado de forma valiente y con cierta eficacia, y me entregó un informe de investigación redactado por el SRPJ de Nantes antes de desaparecer tras las espirales grisáceas de un cigarrillo aplastado entre los labios.

–¿Tienen nuevos datos sobre Gad? – le pregunté apartándome del halo de humo.

–No, aparte de la declaración de ese tipo, no tenemos ni la sombra de un pedo. No han autorizado la autopsia del cuerpo. De todas formas, después de más de dos meses… En definitiva, que no hay absolutamente nada que nos permita refutar la tesis del accidente. Esa chica no era una santa, como verás en el informe, pero la ley no prohíbe las tendencias perversas y las chucherías con sabor a cuero. Mantenía su vida privada tan en secreto que nos es difícil obtener la menor pista. Facturas de teléfono, nada de nada. Vecindario, nada de nada. Amigos y familia, nada de nada. Ningún hotel reservado a su nombre en París, y los gastos de su tarjeta de crédito no han revelado nada especial, salvo que retiró importantes sumas en el cajero automático de la estación de Montparnasse. Los asiduos del tren fueron interrogados; algunos sólo recuerdan su rostro, sin más. Gad era una sombra en la niebla. Cuento contigo para esclarecer este desorden, y lo más rápido posible.

–Haré cuanto pueda. Dígame, ¿Thornton va a permanecer pegado a nuestros talones mucho tiempo?

–Está aquí como observador. Evalúa el trabajo de Williams. Es una de las primeras veces en que la policía trabaja con un
profiler,
así que, como podrás suponer, el juez Kelly es escéptico.

–Pero ¿usted cree que Thornton es capaz de evaluar otra cosa que no sea su culo?

El teléfono de Leclerc sonó y yo salí, con el delgado informe bajo el brazo.

Me encerré en mi despacho, desplacé una pila de hojas al extremo de la mesa y, con la cabeza entre las manos, recorrí las páginas del informe. La declaración del ingeniero de la cantera era, con gran diferencia, el pasaje más concreto.

[…] Rosance Gad me intrigaba y fascinaba. Era bastante reservada, discreta, y no recuerdo haber oído a menudo el sonido de su voz en el trabajo. Podría haber pasado por una niña modélica, meticulosa, muy aplicada en sus tareas cotidianas. Pero los Doctor Jekyll y Mister Hyde existen. Y cuando uno se topa con uno de ellos, ya no puede deshacerse del otro.

Subrayé «Doctor Jeckyll y Mister Hyde», pensando entonces en el Hombre sin Rostro, el demonio de Doudou Camelia: «Está en todas partes y ninguna, te vigila…», y seguí leyendo.

Quiero recordar que nunca mantuve el menor intercambio sexual con esa chica. La primera vez que pasamos la noche juntos, todo fue bastante
soft.
Me esposó, jugó con mi pene, me infligió pequeños latigazos sobre el torso y las nalgas. Por supuesto, cuando digo
soft,
lo digo respecto a lo que vino después. Me tendió una trampa. Me enganché, me volví majareta con sus juegos extraños. Cuanto más violentas eran nuestras relaciones, menos podía prescindir de ella. No sé, parecía que era capaz de controlar mis sensaciones, mis percepciones, hasta el punto de transformarme en un esclavo. Un esclavo del dolor. Nos veíamos dos veces por semana, al principio de la noche, y eso duró más de un mes. A mi mujer le ponía el pretexto de reuniones o de cenas de negocios con clientes importantes de la región.

Van a tomarme por loco, por un enfermo sexual, pero no soy así. Amo a mi mujer más que nada en este mundo; creo que Gad no era más que la reencarnación de un ardor sexual que se alimentaba del sufrimiento que provocaba.

Me obligan a enumerar los actos que practicaba. Aquí los tienen. De las esposas, pasó a la atadura. No sé dónde aprendía todo eso. De todas formas, me mantenía amordazado durante todo el acto, y confieso que nunca pensé en hacerle la menor pregunta. Era incapaz. Torturas con pinzas de ropa y pinzas cocodrilo. Quemaduras con cera sobre el torso. Presiones más o menos fuertes al nivel de la carótida. A veces me desvanecía y recuperado, medio consciente, volvía con una sensación de beatitud extrema.
Pissing,
es decir, que orinaba encima de mí. Sin duda alguna el acto que más odiaba.

Hacia el final, me propuso filmar nuestra relación. Quería ponerme un pasamontañas y grabar con una cámara los actos sadomaso. Me decía que podía ganar mucho dinero y que, de todas formas, nunca se vería mi rostro. Me negué, eso la enfureció y esa noche me hizo daño de verdad. Murió al cabo de dos días…

BOOK: El ángel rojo
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