Con Richard Kelly estuve hablando un rato de chocolate y luego, como era de esperar, de los primeros pasos de la investigación. Le expuse con concisión las reflexiones de Sibersky y mías sobre el carácter poco común del asesino, sobre la importancia dada a los detalles de la puesta en escena; por último, sobre todo, hice hincapié en la absoluta inexperiencia de Thornton en el ámbito del crimen de carácter sádico y, de hecho, en el ámbito del crimen en general. Quería adelantarme a los hechos, anticipar los actos del asesino, actuar hacia arriba y no hacia abajo, y para conseguirlo necesitaba aliados en vez de -sopesé mis palabras- una cruz a cuestas.
Así que le pedí que metiera en el caso a Elisabeth Williams, perita judicial ante el Tribunal de Apelación de París y psicocriminóloga. Hizo una mueca como nunca le había visto antes, una obra maestra de la lengua, pero, tras dos horas de lucha encarnizada, se fue del pico al tragarse una onza de guanaja.
–Pero dejo a Thornton en el ajo -insistió-. No podemos echarlo así, sólo con chascar los dedos. Sobre todo para sustituirlo por un
profiler…
-Profiler
no. Psicocriminóloga.
–Es lo mismo. Espero que me dé motivos para haber confiado en usted y que no me hará perder el tiempo.
Nunca había tenido la ocasión de trabajar con un especialista en comportamiento humano. Uno de verdad, quiero decir, un Thornton a la centésima potencia. Las conferencias que Elisabeth Williams impartía en la Universidad París II estaban impregnadas de magia. A través de la fuerza de las palabras, la pertinencia del análisis y el rigor de sus demostraciones, aquella especialista nos llevaba ante el asesino, a los meandros tortuosos de su mente. Había desmenuzado todos sus libros, su tesis sobre las enfermedades mentales del criminal, la avalancha de artículos publicados en la
Revista Internacional de Policía Científica y Judicial.
Profesaba una pasión ilimitada por sus palabras, su prestancia, en el anonimato ingrato del alumno que se sienta al fondo del aula, tímido y atento. Y soñaba con aplicar sus grandes ideas en un caso criminal de envergadura. Y ahora, en esta investigación, intuía que me enfrentaba a un nuevo tipo de asesino, un animal inteligente, refinado y demoníaco, dueño de sus emociones, responsable universal del destino de sus víctimas. Una araña replegada en un rincón de su tela, cargada de veneno, que surgiría en cuanto vibrase uno de los hilos de seda.
Me avergonzó pensar que, al otro lado de la frontera del Bien, en la sombra roja de una bestia con cascos y cuernos, quizá se escondía el tipo de asesino que uno espera durante toda la carrera de Criminalística.
Afirmar que mi profesión no me gustaba sería la peor de las mentiras. Me gustaba tanto, e incluso más, que mi mujer. Esa cotidianidad tapizada de niebla de sangre, de rayos de metal que recortan tendones y nervios, que rascan la carne hasta el hueso, esas almas sombrías y misteriosas que se arremolinan en habitaciones ensangrentadas constituían la esencia profunda de mi vida. Incluso cuando estaba en compañía de Suzanne, entre mis aficiones se contaban las lecturas sobre asesinos en serie, las visitas a museos de criminología y las películas de suspense, esas en que el asesino destaca por su maquiavelismo. Cuando uno cruza las puertas de la Criminalística se olvida de ser humano, se convierte en un Dead Alive, un esclavo condenado a luchar contra lo que no muere o renace de sus cenizas. Uno deambula entre dos mundos, entre lo común y lo irreal, entre el calor de una sonrisa y la peor oscuridad oculta en cada una de las mentes que pueblan esas tierras…
Pensaba en todo eso y empezaba a arrepentirme de aquello en lo que me había convertido. La ausencia del ser amado me quemaba por dentro, como ese alcohol que se tira en el vientre de las llamas para avivarlas con más fuerza todavía. Palpaba el aire ante mí y dibujaba en él curvas desnudas, me embriagaba con un perfume que ya no existía, percibía murmullos débiles que se evaporaban en cuanto aguzaba el oído. Aquella mañana volví a convertirme, durante el tiempo que dura un pensamiento, en un hombre como los demás. El poli no estaba lejos, me acechaba, empuñando el arma, hambriento de batida y persecución. Lo quería tanto como lo odiaba.
¿Volvería a contemplar algún día la dulce sonrisa de mi mujer?
Mi móvil poseía esa increíble facultad de sonar en el peor momento con su timbre estridente. Normalmente lo apagaba cuando dejaba, y sólo Dios hasta qué punto esos instantes eran algo excepcional, mi trabajo de lado. Pero cada vez que un asesino entraba en mi vida por la puerta grande, mantenía siempre el móvil al acecho de una llamada, lo guardaba pegado a mí como un compañero fiel. Suzanne había acabado odiándolo.
Si os entrasen las extravagantes y muy valerosas ganas de atracar la caja de un restaurante, más valdría evitar el Vert-Galant. Este local de buena comida, a dos pasos de la central, es un hormiguero de inspectores de paisano, comisarios, policías y polis de todo tipo, acompañados la mayoría de las veces por sus esposas. Una concentración de Colt, Smith Wesson y Beretta por metro cuadrado que sería la envidia de un Pablo Escobar. Me levanté de la mesa y pedí disculpas a Thomas, mi rey de la informática, antes de contestar. La voz acalorada de Dead Alive abrasó el móvil.
–Tenemos algo consistente, comisario Sharko. Escúcheme bien. El agua que había en el estómago de la mujer nos ha revelado cosas interesantes. Primero, los chicos de laboratorio han descubierto moléculas con cuarenta carbonos y ácido ocadaico. Esas moléculas las produce la
Dinophysis acuta,
una especie de alga microscópica que se desarrolla en aguas estancas. Ya no hay rastro de la propia alga, pues seguramente se descompuso por falta de aportes en materias orgánicas y sol…
Me tapé el oído izquierdo con una mano para aislarme del ruido ambiental y pregunté:
–¿De qué tipo de agua se trata? ¿Agua de mar, agua dulce, ciénaga?
–Agua de lluvia, como atestigua la presencia de óxido de nitrógeno.
–Así que agua de lluvia en charcos o pequeñas superficies. ¿Cuánto tiempo necesita esa alga para crecer?
–De tres a cuatro días. En vista de la proliferación alucinante de bacterias cuyos nombres voy a ahorrarle, el químico supone que el agua permaneció varias semanas en un recipiente hermético, como un tarro, antes de pasar al estómago.
–Si lo he entendido bien, ¿el asesino habría recogido el agua de un charco hace un montón de días, y luego la habría conservado cuidadosamente para administrársela a la víctima?
Hice señas al camarero con la mano para que nos trajese el aperitivo, mientras tanto mantenía una oreja-satélite pegada al móvil.
–¡Exacto! Pero hay más. Segundo punto: hemos detectado en el agua una cantidad importante de silicatos de alúmina filitosa, dicho de otra manera, granito rosa disuelto. Ya he hecho una parte de su trabajo al interrogar a Frederic Foulon, experto en minerales. Afirma que una concentración granítica tal no se puede obtener de forma natural, por un proceso normal de erosión. El granito no proviene del flujo de un río o del simple chorreo de las aguas de lluvia sobre paredes graníticas. La causa hay que buscarla en otra parte.
–¿Y ese experto le ha dado pistas?
–Dos soluciones. O bien el asesino disolvió él mismo el granito, o bien el granito ya se encontraba en el agua cuando la recogió. En tal caso, es muy probable que la roca se depositara en el charco en forma de polvo.
–¿Un lugar donde se trabajaría el granito rosa? ¿Como una empresa?
–Sí, pero en el exterior, en un lugar propicio para la retención de agua de lluvia y el crecimiento de algas. Como una cantera, por ejemplo. El problema es que canteras de granito rosa existen muchas: en Bretaña, por supuesto, en Alsacia al nivel de la falla de hundimiento, en los Alpes, los Pirineos y otros macizos montañosos. Sin olvidar que podría tratarse también del artesano que construye lápidas en un rincón de su jardín con bloques de granito importados. ¡Y eso sí que complicaría mucho el caso! Ánimo, comisario. Ya me mantendrá al corriente.
Su voz desapareció tras el clic del teléfono. Dejé el móvil sobre la mesa y saqué una libreta de la chaqueta para anotar los puntos clave de nuestra conversación.
–Parece que hay novedades -se interesó Serpetti bebiendo un sorbo de Martini Rosso.
Me senté y me hidraté con una cerveza a presión, una Leffe negra.
–Así es. Lo que me ha dicho el forense es una exageración, una exageración brutal… -Me pasé una mano desde la nuca hasta la frente-. La obligó a tragarse esa agua estanca… ¿A santo de qué?
–¿De qué hablas? ¿Qué es eso del agua?
–Prefiero no contarte nada más, Thomas. No me lo tengas en cuenta.
Serpetti echó la cabeza hacia atrás y bebió dos tragos de alcohol italiano antes de soltar:
–La ciencia siempre me impresionará. No me gustaría ser un asesino hoy en día. ¡Con vuestras técnicas, el tío ni siquiera puede tirarse un pedo con tranquilidad en el lugar del crimen, porque seríais capaces de recuperar las moléculas del pedo, deducir la edad y el color del asesino y saber lo que había comido antes de cometer el crimen! – tras apurar su copa prosiguió-: ¡Bueno, basta de tonterías! La llamada de tu forense me ha interrumpido. Lo confirmo, hay una encriptación oculta en la foto. Pero con tu ordenata no se puede sacar nada. Es una tortuga, necesitaría meses para reconstituir el mensaje original. ¿Los ingenieros del SEFTI están en el ajo?
–Sí, están trabajando sobre el correo electrónico y la fotografía desde esta mañana. Disponen de máquinas grandes como un mueble, encerradas en una sala refrigerada. Deberían ir mucho más deprisa… con la esperanza de que eso nos lleve a algún sitio.
–Te lo he dicho, el proceso de descifrado puede ser muy largo. La potencia de los procesadores hará ganar tiempo, por supuesto, pero me temo que no obtendremos la respuesta antes de una o dos semanas.
–Ya veremos… De todas formas, no tenemos otras pistas por ahora salvo esa imagen. ¿Hay que ser muy ducho en informática para eso?
–¿Para cifrar o descifrar? ¡Qué va! ¡Un chavalín de ocho años podría hacerlo! Igual que enviar correos. – La sonrisa de Thomas se vio ensombrecida por la ansiedad-. ¿La madre de la mujer asesinada ha recibido la carta?
–Por desgracia, sí. El asesino la había deslizado directamente por debajo de la puerta durante la noche. Se han llevado a la madre a la unidad de psicología del hospital de la Pieté. Intentó suicidarse a golpe de Temesta…
Tras haber dejado a Thomas, gasté algunas neuronas en comprender el porqué de la firma química en el estómago de Martine Prieur. El teniente Sibersky seguramente tenía razón; quizás el asesino quería desafiarnos, a nosotros, policías, criminólogos, biólogos y psicólogos. Quizá deseaba que entrásemos en su juego para observarnos mejor, juzgarnos, calibrarnos como ratas de laboratorio. Quizás íbamos a convertirnos en los conejillos de Indias de sus sórdidos experimentos.
Sólo se me ocurría una forma de llegar hasta él: encontrar el lugar de donde procedía esa agua.
Un vivero aséptico. A eso me recordaban los locales de la policía científica y técnica que se extendían en la avenida de l'Horloge. Por ellos se movían los tipos más raros y omniscientes de
Homo sapiens,
con máscaras, gafas y guantes, y decapados con desinfectante.
En aquel lugar invernal se agrupaba buena parte de los términos acabados en
gía
del diccionario: biología, toxicología, morfología, antropología y otros. En las pantallas de los ordenadores, siempre encendidos, circulaban firmas vocales digitalizadas, enmarañamientos violáceos de filigranas, tortuosidades digitales, rostros virtuales remendados de realidad, con narices, ojos, bocas que se superponían por turno para formar combinaciones de rostros. Una batería tecnológica en busca de lo invisible, a la conquista de la nada que contiene el todo.
Thierry Dussolier, responsable del servicio de dactiloscopia, fue a buscarme a la recepción. De forma idéntica a sus clones, llevaba una bata de algodón demasiado larga que flotaba detrás de él como una capa.
–Sígame, comisario.
–¿Qué se ha obtenido del análisis de la carta enviada por el asesino?
–Nada de nada-contestó el ingeniero-. El ESDA, o dicho de otra manera, el Electro-Static Document Analyser, no ha revelado ninguna impresión involuntaria. Un fracaso por ese lado.
Tras avanzar por un dédalo de pasillos, el ingeniero y yo penetramos en una sala sin ventanas, acondicionada como una habitación de decoración cuidada: cama de pino, cuadros en las paredes, lamparita, novelas esparcidas sobre una pequeña cómoda, televisor y minicadena. Me hallaba frente al mobiliario de Martine Prieur, trasladado, consignado y colocado de la misma manera para reconstruir, en el laboratorio, el escenario del crimen. El ingeniero cerró la puerta y nos sumió en una oscuridad de espera, de las que hacen salivar.
–Vamos allá, comisario.
Una luz negra de Wood con dominantes violáceas irrumpió del techo. Lo invisible apareció, se me grabó en las retinas. Centenares de huellas digitales, enjambradas de forma aleatoria sobre los muebles como si fuesen patas de gato y emblanquecidas con cianoacrilato, danzaban en un ballet luminiscente. Aquella habitación desvelaba historias secretas, arrebatos nocturnos revelados como una violencia más perpetrada sobre la mujer. Pero, bajo la nube de estrellas digitales, quizá se escondía un astro particular más sombrío que los otros, un magma de crestas, bifurcaciones, islotes y lagos que constituían la huella del asesino.
El científico me explicó los elementos más importantes, acompañados de una rica gestualidad.
–El asesino llevaba guantes de látex empolvados, ya que hemos recogido rastros de lactosa sobre los bordes de la cama, la cómoda y… lo verá dentro un momento.
–¿Para qué sirve ese polvo?
–El almidón, el carbonato de calcio o la lactosa, dentro de los guantes, facilita su colocación y aumenta la adherencia de los dedos al látex. Cuando uno se los quita y vuelve a ponérselos varias veces, el polvo se deposita sobre la superficie exterior de los guantes, de ahí los rastros.
–¿Se utilizan mucho ese tipo de guantes?
–En los ámbitos especializados, como la cirugía. Se compran en las farmacias, pero hay que realizar un pedido especial porque, por defecto, el farmacéutico vende guantes sin empolvar.
El planetario de las huellas ofrecía un espectáculo de noche de verano.