–¿Hay alguien con motivos para tener algo contra ella? ¿Se ha percatado de comportamientos extraños entre la gente que la rodea? ¿Se ha sentido observada?
–De lo que no cabe duda es de que el agresor sabía que estaba sola, dada la hora bastante tardía, las diez de la noche. Volvía de su sesión semanal de piscina. Así que conocía su horario. – Consideró brevemente la posición de las bolas-. Aparte de eso, no presintió nada sospechoso en su entorno.
Otra bola probó los bordes aterciopelados de una de las troneras.
–¡Va a machacarme! – constaté sonriendo.
–No se preocupe, ¡aquí no le conoce nadie! ¡Nadie irá a contar en la central que una mujer le ha dado una paliza!
Cinco jóvenes, dos chicas y tres chicos, vinieron a apoyarse contra la pared de los lavabos enfrente del billar. Uno de ellos, envarado en su cazadora de muñeco Michelín color neumático reventado, tiró su cigarrillo aún encendido a mis pies, sobre el embaldosado. Tras la barra, vi la mirada inquieta del patrón disimularse tras una botella de JB de dos litros, como si no hubiera visto nada.
Elisabeth falló el golpe. Una hortera se guaseó, la nariz aplastada en la cazadora de muñeco Michelín, su novio; una garduña de morro largo y cráneo precintado bajo una gorra que le escondía los ojos lastimosos.
Los otros dos chavales, unas varas de un buen metro ochenta, contoneaban los hombros y calentaban los dedos haciéndolos crujir. Se presagiaba tormenta.
–¿Es tuyo el buga de poli, tío? – vomitó una de las ratas-. ¿Y te atreves a apostarte aquí? Éste es nuestro territorio, tío. Lárgate.
–Le toca a usted tirar, Elisabeth. No haga ni caso.
La criminóloga rodeó la mesa de billar, pero una de las horteras le cortó el camino. Llevaba más maquillaje en la cara que mi abuelo carbón cuando salía de la mina.
–¡Disculpe, señorita! – se exasperó Elisabeth-. ¡Un poco de respeto, por favor! ¡Ya ve que estamos jugando!
Sin que me diese tiempo a reaccionar, aquel bote de maquillaje le soltó una bofetada fortísima. Elisabeth cayó de bruces sobre la mesa del billar.
Los tres tipos ya estaban apoderándose de los tacos de madera guardados en su sitio.
–Vámonos, Franck -suplicó Elisabeth, con la mejilla color cereza.
–¿Folla bien tu mujer, gilipollas? – me soltó una voz, la de la rata número dos, creo.
–Espéreme fuera; ahora voy.
–¡Franck, déjelo estar, se lo ruego!
–Sólo tardaré dos minutos.
El patrón del bar se precipitó en nuestra dirección, pero el espectáculo ya había comenzado. Encastré mi taco en el abdomen de rata número dos y, esquivando un ataque un poco lento, metí limpiamente el extremo más pesado del taco en el tórax de muñeco Michelín, justo debajo de la garganta; se le bloqueó la respiración y se tornó azul, para acabar desplomándose como una ciruela pasa. Bote de maquillaje pasó por encima del billar, tirándose sobre mí con un grito de hiena, mientras me hacía cargo de rata número tres, el más discreto. Se agarró a mi espalda como una sanguijuela, tirándome de la perilla y arañándome las mejillas con las pocas uñas que tenía. Grité y, mientras retrocedía, recibí un puñetazo en la sien. Tuve la impresión de que la oreja se me iba a caer. El tipo que había recibido la onda de choque en el abdomen empezaba a recuperarse. Esta vez, decidí acabar cuanto antes. Un golpe de antebrazo bien dado envió a la chica al suelo y otro de suela magistral aplacó definitivamente a muñeco Michelín. Una de las chicas que quedaban se dio a la fuga y su compañero dudó antes de desaparecer también, sin mirar atrás.
Elisabeth me recordó la doble cara del Jocker en
Batman,
la mitad del rostro roja, la otra blanca, las marcas de los dedos aún impresas en su piel.
Al abrir la puerta del coche policía inquirí con preocupación:
–¿Cómo se encuentra? No se han andado con chiquitas.
–Se me pasará. Debería haber sido más prudente. Y a usted, ¿no le duele demasiado la barba?
–No, estoy bien. Desde luego, esta perilla sólo me genera problemas. Hace dos años, quise escupir fuego para impresionar a mi sobrino en la noche de San Juan. De joven había aprendido esa habilidad, pero en aquella época era imberbe y sin duda alguna estaba mucho más capacitado para ese tipo de tonterías. En definitiva, aquella noche, me cayó alcohol de quemar sobre la perilla. No hace falta que le cuente lo que pasó…
Se inclinó hacia mí mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
–No conocía esta faceta suya, Shark, temerario y camorrista.
–¿Shark?
–Es así como le llaman sus colegas, ¿no? ¿El tiburón? ¿Diminutivo perfecto de Sharko?
–Mi escuela ha sido la calle. Y en la calle, al igual que en el océano, sólo gana el más fuerte. – Le di al contacto y los cristales vibraron bajo las miradas ametralladoras de los jóvenes reunidos en la parte inferior de un edificio. El ambiente estaba caldeándose; ya era hora de izar las velas. Una mirada en el retrovisor y proseguí-: No habíamos terminado nuestra conversación. Si está convencida de que no se trata de nuestro asesino, ¿cómo puede ser que utilice las mismas técnicas de atadura y tortura? A pesar de todo, no podemos achacar ese aspecto a la casualidad.
–No, por supuesto que no. Pero las técnicas de tortura difieren: más ligeras en este caso, sin efusión de sangre, aunque el dolor estaba muy presente. El agresor parece hallarse al corriente de los métodos de nuestro asesino. Es muy difícil saber cómo, a no ser que la prensa haya empezado a filtrar información de este caso. Nos interrumpieron antes de que le hablase de ello, pero de la conversación con Julie se desprende que el tipo se comporta como un frustrado sexual, que tiene miedo de afirmarse.
–¿Cómo?
–No ha habido ni violación, ni herida profunda ni asesinato. El agresor quiso satisfacer una fantasía sexual que podría haber satisfecho perfectamente en cualquier ambiente sadomasoquista, sobre los que también he investigado algo. Los adeptos al dolor también existen; ese tipo de torturas se lleva a la práctica con mujeres consintientes que sólo hallan el placer y llegan al orgasmo en el sufrimiento, justamente. Creo que el agresor se siente incapaz de afirmar sus inclinaciones sadomasoquistas. El miedo a ser reconocido, desenmascarado, señalado con el dedo quizá… Siga hurgando en la pista de las bibliotecas, los vendedores de cintas y revistas pornográficas. Por lo que me ha descrito, utilizó la técnica extremadamente compleja del Shibari para atarla, al igual que en Prieur. Por fuerza habrá tenido que instruirse en algún sitio, e internet no siempre es suficiente…
–De acuerdo, pondré a los chicos a trabajar en eso en cuanto sea posible. Hablando de internet, ¿Julie Violaine tiene conexión?
–No, ni siquiera un ordenador personal.
–¿Sale a menudo? ¿Bares, discotecas?
–No, según me ha dicho. Vivía en casa de su madre hasta hace poco. Tiene toda la pinta de ser una solterona.
Cruzamos el flujo incandescente de las retenciones en la nacional, tomamos la dirección de Villeneuve-Saint-Georges y llegamos al chalé de Julie Violaine.
Dos gendarmes de guardia, un jefe y un cabo, comían unos bocadillos delante de la fachada; por la radio se oía un
sketch
de Jean-Marie Bigard
[3]
. Uno de ellos, Atún Mayonesa, el jefe, nos cortó el paso. Una mancha de salsa decoraba el cuello de su camisa, lo que provocó un ataque de risa a Elisabeth sin que él entendiese el motivo. Le mostré mi placa, ante la que hizo una mueca.
–No se puede entrar, comisario. Y creo que es perfectamente consciente de ello. ¿Qué hace aquí?
Elisabeth volvió a partirse de risa y tuvo que alejarse al final del camino para tranquilizarse. Me mordí el interior de las mejillas para evitar sucumbir a mi vez. El jefe soltó su bocadillo en una papelera.
–¿Puede por lo menos contestarme algunas preguntas? – pregunté.
–¿Por qué razón lo haría?
–La suelta de guarras
[4]
La risa de Elisabeth se cortó de cuajo.
–¿Qué dice? – alucinó Atún Mayonesa.
–¡«La suelta de guarras»! Es el
sketch
de Bigard que prefiero. Me encanta cuando habla de los métodos de caza. ¡Una verdad patente! – Le guiñé el ojo.
Una sonrisa sustituyó la mueca hostil, y replicó:
–Es verdad que me parto de risa, ese… Venga, suelte las preguntas.
–¿Qué pistas han recogido?
–Un solo tipo de huellas en la habitación de la chica. Varias en la cocina. Hemos encontrado un trapo impregnado de éter en el suelo. El tipo quiso borrar sus pasos en el recibidor con una servilleta de mesa, encontrada en una papelera, cubierta de barro. Pero no nos ha costado identificar su número, especialmente gracias a las huellas de los zapatos que dejó en los peldaños exteriores. Un cuarenta y uno o cuarenta y dos.
–¿Huellas de neumáticos en el exterior?
–No, ninguna reciente. Con las fuertes lluvias de la víspera deberíamos haber descubierto marcas frescas en las proximidades, pero nada. Por lo visto, el tipo no vino en coche, o aparcó muy lejos.
–Sí, es probable. Ha debido de ver algunas series policíacas en la tele.
Atún Mayonesa lanzó una sonrisa estrellada de migas de pan. Las ganas de explotar de risa me quemaban cada vez unís y seguramente lo descifró en mis ojos.
–La profesora víctima del ataque da clases de química en la Escuela Superior de Microelectrónica de París. Vamos a orientar nuestras búsquedas hacia la institución. Esa mujer salía poco, si no era para hacer footing, ir a la piscina o visitar a su madre.
–¿Ha interrogado a los vecinos? ¿La gente que vive en el pueblo cercano?
–Apenas acabamos de empezar. Pero el aislamiento de la casa no facilita la investigación.
–¿Algo más?
–No.
–¿Quién está al mando de las operaciones?
–El capitán Foulquier, de la gendarmería de Valentón, a diez minutos de aquí.
–¿Cuántos hombres se han asignado al caso?
–Unos diez.
Cuando volvíamos hacia el coche, Elisabeth me propinó un codazo.
–¡No ha sido muy sutil, con eso de «la suelta de guarrús»! Creía que era usted más listo -me reprendió.
–Lo soy. Pero uno debe saber amoldarse al interlocutor. Oiga, voy a dejarla, tengo que pasar por la escuela donde da clases Violaine.
–¿Qué quiere hacer?
–Recuperar la lista de estudiantes y pedir a mis inspectores que investiguen quienes disponen de una conexión a internet o una conexión de banda ancha.
Thomas Serpetti me llamó justo en el momento en que me disponía a acudir a casa de Sibersky, y me anunció orgulloso que había vuelto a encontrar el rastro de BDSM4Y en internet y que mi golpe de efecto en el Pleasure Pain protagonizaba todas las conversaciones del chat del grupo. No me ocultó que las mentes agitadas de esa panda de chalados estaban predispuestas contra mí y que iban a emprender acciones dentro de poco. De forma involuntaria, quizás había encontrado la mejor manera, sin duda alguna arriesgada, de acercarme a ellos.
Llevaba bajo el brazo un pequeño peluche que había comprado en el sitio web Oursement Vôtre: una especie de osito con pelos retorcidos color espinaca y una expresión de lo más tierna. En la pantalla del ordenador, su carita me había gustado de inmediato, pero ignoraba si el regalo sería conveniente para un niño recién nacido. En el peor de los casos le serviría para más adelante.
Sibersky vivía en Créteil, no muy lejos de mi casa. Seguí el gran parque de la Rosa y me dirigí hacia el centro de la ciudad antes de llegar a un callejón sin salida, donde aparqué mi coche sin problemas. Una señora mayor que salía a pasear su perro, un chucho de la casa Chucho, me aguantó la puerta un momento y acto seguido me introduje en el patio en dirección al segundo piso. Sibersky me abrió justo cuando iba a llamar a la puerta.
–Le he visto por la ventana, comisario.
–Tienes un bebé precioso, un David Sibersky en miniatura. Muchas felicidades. – Le di el peluche-. Ya lo pondrás en la cuna del chiquitín, de mi parte.
–No tenía por qué. Siéntese, comisario.
–Te aviso, podemos hablar de todo menos del caso. ¡Una sola palabra sobre el tema y te retuerzo el pescuezo! Ya te pondrás al corriente tú mismo pasado mañana. Esta noche, me gustaría olvidarme un poco del asunto, aunque sólo sea durante una hora. ¿Me invitas a una cerveza?
–¿Una Zywiec?
–¡Pues claro, Genaro! ¡Las cervezas polacas parecen orina de bisonte, pero a mí me encantan!
–¿Sabe que la orina de bisonte es lo que le da sabor al vodka? ¡Sin ella, un vodka se convierte en alcohol de patatas imbebible!
Le dirigí una sonrisa franca y señalé su ordenador, empotrado en el ángulo del salón. En la pantalla se abrían y cerraban ventanas.
–¿Qué estás descargando?
–Canciones en formato MP3. ¡Grabo mis propios discos, es mucho más barato!
–¿Y lo haces noche y día?
–Sobre todo por la noche. De alguna forma tengo que pasar el tiempo: hace casi dos meses que Laurence está ingresada en el hospital.
–¡En cuanto regrese a casa, ya no tendrás tiempo de aburrirte!
–Eso espero…
Al volver de la cocina, cortó una salchicha ahumada y colocó las rodajas en un pequeño cuenco de madera.
–¿Se quedará a cenar conmigo, verdad que sí? Arroz y calabacines rellenos, ¿le apetece?
–Una delicia. Suzanne los preparaba de vez en cuando. Cada vez que subíamos al norte, mi madre le daba calabacines del huerto, ¡unas bombas que harían palidecer a un artillero! Durante unas semanas el menú se limitaba a sopa de calabacín, calabacines rellenos, calabacines a la papillote o al vapor!
Sibersky echó un vistazo por la ventana, con la Zywiec en la mano.
–¿Se acuerda del cura ladrón de cepillos de iglesia?
Me atraganté y la espuma estuvo a punto de salírseme por los agujeros de la nariz.
–¡Sí! ¡Fue total! ¡Me había olvidado por completo de ese tipo! La Brigada Criminal nos había pedido ayuda para el caso del profanador de iglesias y habíamos, o más bien dicho habías, interceptado a ese tipo porque salió corriendo cuando nos vio. ¡El chaval disfrazado de cura desvalijaba los cepillos de las iglesias! ¡Apenas reunía doscientos francos cada vez para sacar adelante a su familia! El pobre tipo, que apareció en el lugar más inoportuno en el momento más inoportuno. Pero ¿por qué me hablas de él?