–No tenía mucha familia. Su madre se desentendió de ella al nacer y su padre se largó, así que fueron los abuelos quienes tomaron el relevo. Pero los viejos no la veían mucho. Marival era una mujer muy reservada y solitaria. De pequeña se quedaba a menudo encerrada en su habitación disecando insectos, ha explicado su abuelo. Siempre había querido estudiar Medicina.
–¿Y por qué no terminó los estudios?
–Por las notas. Era incapaz de aprender. Aguantó tres años porque obtenía buenos resultados en las prácticas, seguramente con la ayuda de Prieur. Cuando ésta se largó, sus notas se volvieron catastróficas, así que su abuelo se acogió a la prejubilación para dejarle su puesto en ese lugar maldito.
La historia, ahora, se fundía en un molde lógico. Elisabeth tenía razón. Gracias a internet, el asesino encontraba a las que propagaban el dolor y les infligía la misma suerte, bajo los auspicios de Dios. También pensé en Julie Violaine, la profesora, que en medio de este berenjenal parecía un pelo en la sopa. ¿Qué papel podía desempeñar en el caso? Una chica formalita que ni siquiera disponía de una conexión a internet, tan lejos de Prieur o Gad…
Mi móvil vibró. Descolgué.
–¿Piensas en mí, amigo mío? – oí, y me precipité detrás de la mesa, cogí un dictáfono del cajón e inmediatamente lo puse en marcha, mientras Crombez se acercaba a mí, aguzando el oído.
Le hice señas de que se largase y cerré la puerta.
–¿Qué le has hecho a mi mujer?
–Veo que has comprendido mi mensaje en el parking. Eres muy perspicaz… -dijo una voz de viejo al ralentí.
–¡Dime si aún sigue viva!
–¡Soy yo el que da las órdenes, hijo de puta! ¡No me digas lo que tengo que hacer!
–Dime sólo…
Colgó.
–¡Mierda!
Me entraron ganas de estrellar el móvil contra la pared, pero me contuve en el último momento. ¿Había echado a perder la oportunidad de que me volviese a llamar? Me puse a desgastar el parqué con idas y venidas silenciosas durante las cuales, estaba convencido de ello, mi tensión nerviosa hubiese hecho explotar cualquier aparato para medir la presión.
Tenía que adoptar un enfoque distinto. El asesino deseaba hablar, pero únicamente de lo que había decidido. Había que darle esa impresión de dominio que deseaba sentir. Cada palabra, cada frase, su manera de comunicarse, su tono, incluso a través del falsificador de voz, constituían pistas importantes. El tiempo pasó… un siglo… antes de que el timbre me volviese a machacar el tímpano.
–¡Siéntete afortunado porque haya vuelto a llamarte! Otro comentario como ése y sólo volverás a oír hablar de mí a través de los cadáveres. ¿Entendido?
–Lo he entendido.
–Una vez más, nuestros destinos se han cruzado, aunque con una ligera ventaja para mí. ¿Cómo es que siempre llegas tan tarde?
–No… no lo sé. Algún día de éstos acabaremos finalmente por conocernos…
–¡Pero si yo ya te conozco! ¿O es que has olvidado el matadero?
–No, por supuesto que no… Tan sólo quiero verte frente a mí, en carne y hueso. Descubrir tu verdadero rostro, descubrir quién eres realmente, descubrir quién se oculta tras esos actos espantosos.
Sonidos de pato ronco.
–¿Espantosos? ¿Es a mí a quien tratas de verdugo? ¿Quién eres para atreverte a decirme esto, a mí? ¿Quién te crees que eres?
–Soy el que te acecha, el que va a atormentarte por las noches hasta el fin de los días. ¡No te soltaré nunca!
–No sé quién atormenta las noches del otro, pero debo confesarte que no he pensado mucho en ti últimamente. Estaba un poco ocupado, no sé si sabes a qué me refiero.
–No. No lo sé. Explícamelo.
–¡Deja de hacerte el listillo! ¿Qué has pensado del golpe de la vieja negra? ¿Estuve bien, verdad que sí?
–He entendido por qué esa mujer te daba tanto miedo. Pero esta vez, has sido tú quien ha llegado demasiado tarde.
Instantes de silencio. Franjas de dudas. Cambio de voz, aún más grave. Un ladrillo que se hunde.
–¿Por qué? ¡Dime por qué!
–Le has seccionado el cerebro porque no entendías el origen de su conocimiento. ¿Qué esperabas descubrir dentro de su cráneo? ¿Una explicación?
–¡Soy yo quien pregunta! ¿Qué sabes que ignoro?
–Muchas cosas. Háblame de mi mujer y te diré lo que quieres oír.
Silencio. Y luego.
–Es un farol -babeó la voz-. ¿Crees en Dios?
–No del todo. No se puede decir que Dios me sea de gran ayuda.
–¿Y en el Diablo? ¡Dime si crees en el Diablo!
–No más que en Dios.
–Pues deberías. Por cierto, ¿quieres que te hable de tu mujer? ¿De la puta de tu mujer? Si te sirve de consuelo está viva, pero creo que si te contase lo que le hago, preferirías que estuviese muerta…
Fui incapaz de discernir si sentía pena o alivio. Lo sabía, siempre había sabido que Suzanne seguía con vida, pero la noticia que me dio me causó el mismo efecto que un puñal clavado desde hacía tiempo en la carne que mueven para agrandar la herida. La voz prosiguió, una octava más baja.
–De repente te noto muy silencioso. ¿Ya no quieres saber qué pasa con tu mujer?
–No… No estoy seguro.
–Pues voy a contártelo igualmente. La violo todos los días. Al principio era un poco reticente, pero ahora todo va mejor, mucho mejor. No te puedes imaginar lo complacientes que llegan a ser las personas a la mínima que les infliges daño…
–¡Maldito hijo de perra! ¡Te mataré!
Risa larga, muy larga.
–¡Pero si la muerte no representa nada! ¿Crees que mi muerte devolvería la vida a todas aquellas que han pasado por mis manos? ¿Has podido imaginarte por un segundo lo que han padecido esas mujeres? ¿Y crees que mi muerte podrá enmendar todo eso? ¡Eres impotente, todos lo sois! ¡No puedes hacer nada contra mí, absolutamente nada! ¡Y ahora voy a ir a tirarme a tu puta! Después, ya pensaré qué hago. Quizás acabe deshaciéndome de ella… Me ocupa demasiado tiempo. Pero no te preocupes, antes de que muera, la perdonaré.
Fin de la conversación. Me desplomé en la vieja butaca, rebobiné el dictáfono y volví a escuchar la cinta, una y otra vez. Suzanne viva… superviviente… Me esforcé en pensar en otra cosa, en no imaginarme los terribles suplicios que le infligía a diario. «La violo todos los días…» Después acudieron a mi mente esos olores de agua estancada, esas imágenes verdes de ciénagas, emborronadas por el zumbido de los mosquitos. «La puta de tu mujer…» Tenía la impresión de que la cabeza se me hinchaba desde el interior, de que el cerebro presionaba los huesos del cráneo hasta hacerlo explotar. Me impregnaba de cada una de las frases que había pronunciado. «Creo que si te contase lo que le hago, preferirías que estuviese muerta…»
Saqué la Glock de su funda, la giré contra mí una primera vez para sentir el efecto del cañón en la sien, y luego la dirigí hacia el suelo. Volví a hacerlo, esta vez con el dedo sobre el gatillo y sin seguro. Me disponía a apretar. ¿Qué necesitaba? ¿Un impulso nervioso, una orden del cerebro? Acechaba la orden, y sentí que se bloqueaba en algún lugar en mi interior, sin definir precisamente dónde. ¿En la parte baja del pecho, en la garganta, en el corazón? ¿Dónde? Vi mi dedo moverse, de forma débil, pero faltaba el impulso necesario. Lentamente dejé el arma en el suelo, a mis pies, y me puse a esperar el instante en que mi cuerpo entero se predispondría contra mí, hasta que hiciese el gesto fatal. Pero ese instante no se produjo y la vida se ofreció de nuevo a mí, victoriosa, espantosa al mirarla…
Me odiaba, odiaba al mundo.
Minutos más tarde, Leclerc apareció en mi despacho y me arrancó el dictáfono de las manos.
Lo vi presentarse en la calle Greneta, a las 22.35. El tipo del carné de conducir falso, el que me había seguido mientras a Sibersky le daban una paliza. Llevaba una mochila, un jersey de cuello alto y un pantalón de franela con zapatos de charol. Los haces luminosos de las farolas recortaban las facciones de su rostro en papeles arrugados, pero lo reconocí por su corte de pelo o, más bien dicho, por la ausencia de corte, ya que se había recogido la larga cabellera hacia atrás con una goma, como en la foto del permiso de conducir.
En ese momento, nada ni nadie hubiese podido impedir que le cayera encima, le diera un golpe de culata en la parte trasera del cráneo y lo metiera en el maletero de mi coche. Así que lo hice, y luego arranqué a toda prisa, con los neumáticos chirriando, y me lo llevé al parking subterráneo de mi edificio. Lo saqué del maletero estirando de su cola de caballo y, cuando gritó de dolor, le asesté un puñetazo en la nariz. Lo proyecté contra la pared y el encuentro entre la columna vertebral y el hormigón lo dejó tieso en el suelo. La luz de la linterna iluminó la sangre que le caía de la nariz y venía a morir sobre los labios.
–Pero… qué… ¿Quién es usted?
–¿Por qué me seguiste ayer?
Se limpió la abundante cara sangrienta con la manga del jersey.
–Está… Está chalado… Yo… no le conozco…
Le solté un revés con la mano cuyo eco recordó la explosión de un petardo.
–¡Basta! Se… lo advierto: soy… abogado… Se… va a meter en un buen lío…
–¿Eres abogado? ¿Eres abogado, hijo de puta?
Le apretaba el cañón de la Glock contra la sien mientras le comprimía la garganta hasta impedirle respirar. Un estertor insulso le salió de la boca.
–¡Habla! ¡O te vuelo los sesos! ¡Habla! ¡Habla!
–Yo… yo no sé nada… ¡Es la verdad! ¡Basta, se lo ruego! ¡Tan sólo me pidieron que le siguiese!
–¿Quién?
Reía ahogadamente. La sangre no dejaba de fluir. Un río.
–¡No tengo ni idea! ¡Se lo juro! ¡Son ellos quienes se ponen en contacto conmigo cada vez! ¡Nunca los he visto!
–¿Quiénes son ellos? ¡Suéltalo!
–Los amos del grupo… Los que ordenan, los que organizan.
–¡Estoy esperando!
–Yo sólo soy un iniciado. Me han aceptado en su sociedad porque frecuento desde hace varios años los ambientes sadomasoquistas.
–Sientes una debilidad peculiar por el dolor, ¿verdad, hijo de perra?
La intensidad del haz luminoso le obligó a girar la cabeza.
–Sí, pero no hay nada malo en ello. Las mujeres consienten… Todos lo hacemos.
–¿Y matar animales? ¿Torturar prostitutas o vagabundos y darles pasta para que cierren la boca, ¿a eso cómo lo llamas?
–No… No sé de qué me habla…
Cuando se percató de la rabia con que esgrimía el brazo, soltó prenda.
–Sólo asistí una vez a ese tipo de reunión, hace un mes. Ocurrió en una casa de colonias cerrada en pleno bosque de Olhain, en el norte de Francia, a doscientos kilómetros de aquí. Habían… habían traído a un vagabundo, un pobre desgraciado, un deshecho que habían recogido en alguna parte, dispuesto a todo para ganar pasta… Nos habían citado en el bosque, en plena noche… Casi… casi no nos conocíamos entre nosotros… Siempre llevamos una máscara, sólo algunos toman la palabra… Yo… ¡sólo asistí…! Se lo suplico… Deje que me marche…
–¿Qué le hicisteis? – Se puso a gemir-. ¡Contesta!
–Lo sedaron para calmarlo y luego lo cincharon a una mesa. Le administraron un anestésico local en la garganta, para impedirle gritar o emitir sonidos. Luego empezaron a cortarle la carne. Tiene… tiene que haber médicos, cirujanos, enfermeros en el grupo, si no no sería posible… Disponían de todo el material, los medicamentos para evitar que sangrase… Cada vez que cortaban, lo cosían justo después, en carne viva. El… el vagabundo gritaba, pero ningún sonido salía de la boca.
–¡Y te corriste, maldito degenerado! ¡Venga, cuéntamelo! ¡Te la pelaste mientras torturaban a ese tío!
–No… No…
Le asesté una patada en el tórax. Se le cortó la respiración mucho tiempo -una misa de Pascuas- y acabó poniéndose azul de una manera inquietante. Lo levanté del suelo y le asesté unas palmadas en la espalda. El torso se hinchó de repente, como si, de golpe, hubiese aspirado la atmósfera entera. Escupió como si fuese a arrancarse trozos de laringe antes de recuperar un color oportuno.
–Está… está… usted… chalado… -dijo, medio ahogado.
–¿Por qué? ¿Por qué lo haces? ¡Necesito entenderlo! ¡Explícamelo!
–Me… me va a volver a pegar si le digo la verdad…
–Si mientes, será peor… Sé sincero y ya veré qué hago.
Abría las manos sobre el pecho como si acabase de correr los cien metros y quisiese recuperarse.
–¿Quiere saber la verdad? El ser humano… necesita zonas de sombra… para desarrollar su vida interior… Es así… Todas las sociedades, sea cual sea la época, han generado entre sus filas cofradías, órdenes, asociaciones… Todos… -jadeó-… nosotros buscamos el Diablo… Todos sentimos… una atracción por lo misterioso, lo sobrenatural… mucho más allá de las razones… o de la materia. ¿Cree que podría satisfacerme… sólo con mi toga de pobre abogado de pacotilla? ¿Del trabajo a casa y de casa al trabajo? No, no, por supuesto que no. Vivimos en un mundo de falsas apariencias, todo es pura ilusión… Sí, tomo mi parte infligiendo dolor a mis semejantes. Sí, sólo me siento vivo cuando estoy en el seno de la cofradía. Sí, me gusta el vicio, el mal, cuanto puede herir, extrañar al común de los mortales… Y nada ni nadie podrá alterar el orden de las cosas.
Perdí las fuerzas que me animaban, que mantenían mi sed de venganza, mi rabia, mis ganas de salvar lo que podía ser salvado. ¿Cuántos eran, ocultos tras las apariencias de hombres de la calle, preconizando el mal, alentando la decadencia?
–¿Cómo se ponen en contacto contigo?
–Recibo en mi buzón electrónico direcciones de páginas web a las que me conecto con un nombre de usuario y una contraseña que me facilitan. Ahí me dicen lo que tengo que hacer, y cuándo. Establecen las citas, lo dirigen todo, están fuera del alcance. Cuando hay veladas, siempre nos reunimos en comité limitado, unas quince personas como máximo. Me ordenaron por correo electrónico que le siguiese, le vigilase: eso es todo. Les enviaba las informaciones por internet, a un buzón que cambia de dirección casi a diario. Mi papel en lo que le concierne a usted acababa aquí. Tenía que seguirle, tan sólo eso…
–¿Y los dos tipos que han agredido a mi compañero?
Los ojos se le abrieron de par en par.
–¡Nadie ha pegado a su colega!
–¡No me tomes el pelo!
–Se… se lo juro. ¡No estaba al corriente!
Me incliné hacia él y le cogí por el cuello del jersey.
–¡Ahora escúchame, abogado de tres al cuarto! Te voy a dejar volver a tu casa, tranquilamente. Si te veo otra vez pululando por aquí, te mato. – Le registré el bolsillo trasero del pantalón y le quité el carné de identidad-. Tengo tu dirección. Si intentan ponerse en contacto contigo, te conviene avisarme; creo que sabes dónde vivo. Si dentro de diez días no tengo noticias tuyas, vendré a hacerte una pequeña visita que te aseguro que no olvidarás. Sigue haciendo lo que te ordenen, pero mantenme informado. Si te echas un farol conmigo, si intentas engañarme, estás muerto. Ya he perdido demasiado en esta historia y me da igual un cadáver más o menos. ¿Has entendido bien el mensaje o tengo que repetirlo?