A la izquierda, en un ángulo del salón, había un ordenador de última generación con la pantalla casi tan plana como un sello. Quise encenderlo, pero una rejilla impedía acceder al interruptor. Examiné la cerradura, introduje la lima de uñas que acostumbraba a llevar conmigo y me salí con la mía en pocos segundos. Pulsé el botón, esperé, pero el ordenador se bloqueó en el momento de arrancar el sistema operativo. La pantalla se puso azul y desfiló una lista impresionante: «Fichero no encontrado, fichero no encontrado, fichero no encontrado…». Sin embargo, y a pesar de mi gran decepción, me percaté de que el comportamiento de aquel PC era diferente que el de Gad o Prieur. Esta vez no habían formateado el disco duro, pero seguramente habían borrado los ficheros utilizando el sistema operativo.
–Bueno, ¿qué has descubierto? – pregunté a Crombez cuando se reunió conmigo.
–En lo que a ropa se refiere, estamos dentro de lo clásico: tejanos, camisetas, jerséis. En cambio, he descubierto unas cuantas revistas interesantes en un cajón:
Bondage Magazine,
Detective
Magazine, que también es una revista sobre
bondage,
y… había muchas más. Seguramente compradas por internet.
–¿Cómo lo sabes?
–Esas revistas son americanas. Y la dirección de los sitios que las editan aparece en la parte inferior de la página. Ese Manchini sabe un rato largo en materia de sadomasoquismo… -Se inclinó hacia la pantalla-. ¿No funciona?
–Parece que los ficheros han sido borrados. Tal vez Manchini haya querido ocultar algo; o se ha asustado y ha borrado los datos comprometedores de forma precipitada.
–Quizás existe una forma de recuperar lo suprimido.
–¿Cómo?
–Un disco duro funciona como un imán, compuesto por millones de pequeños polos microscópicos; si están polarizados, representan la cifra uno; si no, la cifra cero. Cuando uno borra de forma correcta un disco duro, formateándolo como en casa de Prieur o Gad, todos esos polos vuelven a ponerse a cero, y la información no puede recuperarse. En cambio, cuando uno suprime los ficheros a través del sistema de explotación, tan sólo ordena al sistema que rompa el enlace con esas informaciones, pero los datos siguen estando en el disco duro. Muchos delincuentes se llaman a engaño: creen que simplemente borrando, se ponen a salvo. ¡Pero no cuentan con la eficacia de nuestros colegas! – Observó los mensajes de error-. El SEFTI posee herramientas y software para recuperar una buena parte de los datos. Pero habría que llevarles el disco duro.
–¡Desmóntalo!
–Pero no tenemos…
–¡Haz lo que te digo!
Con su navaja suiza desatornilló los tornillos de cruz, apartó la tapa de acero, desconectó las capas de hilos y me tendió el disco duro, que deslicé dentro de mi chaqueta. Volvió a colocarlo todo en su sitio y ordené:
–Bueno, ¡vamos a continuar el registro!
Abrí uno tras otro los cajones del mueble de la cocina.
–Mira por dónde, ¡pinzas cocodrilo!
Estaban tiradas en medio de cables coaxiales, placas de silicio, resistencias y condensadores.
–Normal, en el caso de un alumno de electrónica -justificó Crombez-. Mire esos planos: un decodificador pirateado o cómo obtener las cadenas del satélite sin suscripción… Ese Manchini está lejos de llevar una vida ordenada.
–¿Sois de la familia? – nos preguntó una voz cuando nos disponíamos a volver a la planta baja.
En el resquicio de una puerta del rellano apareció una cabecita despeluzada con los ojos hinchados por la enfermedad.
–Sí, buscamos a Alfredo. Nos hubiese gustado mucho hablar con él.
–¡No se acerquen! – aconsejó la voz-. Tengo una gastroenteritis de caballo, lo digo por si no quieren pasarse los próximos días donde ya saben. He oído bastante ruido esta noche; era tarde, quizá las once. Y luego otra vez a las tres de la madrugada. Las tres en punto, lo sé porque miré mi radio despertador. Alfredo entró y volvió a salir. O al revés, creo. Normalmente, hacia las seis de la mañana enciende su jodido televisor, que está pegado a nuestra pared común, y siempre me despierta. Pero esta madrugada no he oído nada… Calma chicha. Quizá durmiera fuera, o estaba tan borracho que no ha sabido volver.
–¿Bebe?
–Como todos nosotros. De vez en cuando, una o dos veces por semana.
–¿Y a eso lo llama de vez en cuando? Tiene una curiosa noción del tiempo.
Su rostro se contrajo como si le hubiese caído un bloque de piedra en el pie.
–¡Alerta roja! ¡Lluvia de meteoritos en el culo! ¡Les dejo! Vayan al Sombrero, calle Nationale, en la esquina. Suele ir mucho por ahí.
La puerta se cerró de golpe, pero tuve tiempo de meter una tarjeta de visita por el marco.
–Bastante turbio el asunto, comisario. ¿Ha visto cuánto dinero hay invertido en el apartamento? Ese Manchini proviene de una familia burguesa, ¡si no sería imposible! Pero… ¿qué hace, vuelve a la habitación?
–Sólo quiero comprobar un pequeño detalle.
Crombez bajó a esperarme a la entrada. Me reuní con él pocos segundos después.
–¿Qué, comisario?
–Paciencia.
En el momento de entregar la llave a Inhibidor de Amor, le pregunté:
–¿Los estudiantes se ocupan ellos mismos de sus habitaciones?
–No. Una señora de limpieza cambia las sábanas todos los días y se encarga de la limpieza.
–¿Todas las mañanas?
–Para ser más precisos, al final de la mañana, cuando todos los alumnos ya están en clase. – Echó un vistazo a su reloj-. De hecho, la ronda va a comenzar dentro de un rato.
–¿Qué ha descubierto? – preguntó Crombez entusiasmado en cuanto salimos.
–La cama de Manchini estaba deshecha. Volvió a su apartamento a las once de la noche, como señaló su vecina de rellano, y se metió en la cama. Pero algo le hizo salir de forma precipitada hacia las tres de la madrugada. Bueno, pasemos por ese bar, el Sombrero, y luego regresaremos a ver al director de la escuela. Creo que no nos lo ha contado todo.
La pista del bar no aportó nada. Manchini no había asomado la nariz ni el día antes, ni dos días antes, ni siquiera desde hacía un montón de días.
La Tortuga, las mismas gafas color concha sobre la misma frente, apareció muy serio en la recepción de la escuela de ingenieros.
–Comisario, creo que lo suyo roza los límites de la ofensa.
–No estaríamos aquí si nos hubiese revelado lo que esperábamos.
–¿Y qué esperaban?
–Por lo visto, Manchini no parece un alumno cualquiera. ¿Me equivoco?
La cabeza se le hundió entre los hombros. Una tortuga que busca cómo protegerse de la pata de un gato.
–Seleccionamos a nuestros mejores alumnos por expediente, y por concurso a los que están un poco por debajo. Manchini fue admitido por concurso, hace tres años. Como pueden suponer, no realizamos investigaciones sobre nuestros alumnos. ¿Por qué tendríamos que hacerlo?
–¿Y en cuanto a Manchini?
–¡Es el sobrino de Alphonso Torpinelli! – susurró.
–¿El magnate del sexo?
Parecía como si mi pregunta le hubiera lanzado fragmentos de cristal dentro de las orejas.
–Sí -repuso, haciendo una mueca-. Por parte materna. Intentamos no airearlo. No se pueden imaginar cómo se vigilan las escuelas entre ellas: aprovechan el más ínfimo grano de arena para hacer valer su diferencia ante las empresas que contratan a nuestros alumnos. Si se enterasen de que un miembro de la familia Torpinelli frecuenta nuestras aulas, eso podría provocar un perjuicio irreparable a nuestra imagen corporativa. Notificamos de forma clara a Manchini que no hablase de sus orígenes.
–¿Y qué ocurriría si lo hacía? – intervino Crombez.
–Eso no es de su incumbencia. Hasta ahora, todo ha ido bien. Pero nunca hemos acabado de entender las razones de su presencia aquí, dada la fortuna colosal de sus padres. Quizás un gusto inmoderado por los estudios, quizá quiera volar con sus propias alas, o puede que deteste el ambiente del sexo.
–Eso me extrañaría mucho -intervino Crombez.
El director lo miró de hito en hito, con un ojo de saurio medio cerrado.
–Los Torpinelli tiene un sentido profundo de la familia -prosiguió-, y Alfredo podría haber vivido de sus inversiones bancarias hasta el final de su vida. ¿Saben que ya paga impuestos sobre su fortuna? Todo esto me supera.
–¿Dónde podemos contactar con sus padres?
–En Estados Unidos. Son los dueños, junto con el tío y su hijo, del ochenta por ciento del mercado del sexo en internet. Millones y millones de dólares cada año. No hay un solo sitio pornográfico que se cree sin que esos buitres le pongan la mano encima.
–Hemos pasado por el apartamento de Alfredo, en la residencia Saint-Michel, pero no estaba. Ni allí, ni en las novatadas. ¿Sabe dónde podría estar?
–Sus padres tienen un chalet en Plessis-Robinson. Una residencia magnífica, vacía la mayor parte del tiempo. Puede que Alfredo se encuentre ahí.
–¿Está seguro de que no tiene nada más que contarnos?
–Esta vez se lo he contado todo… -Avanzó por el pasillo y se volvió por última vez-. ¿No habrán aparcado su coche de policía delante del edificio, verdad? ¡Daría muy mala imagen a mi escuela!
Antes de subirnos al coche, anuncié:
–Bueno, dejaremos el disco duro en el SEFTI; ojalá nos lleve a algún lado. ¿Crees que tardarán mucho?
–El factor suerte desempeña un papel importante en la recuperación de los ficheros. Tan pronto puede ser muy rápido, como tardar varios días. Un poco como un puzle de seis mil piezas pasado por una cortadora de césped: si la hoja es suficientemente alta, recuperará el puzle casi intacto; en cambio, si era lo suficientemente baja para laminar el puzle, no le garantizo el estado de las piezas.
Tras pasar un segundo por el SEFTI, nos dirigimos a Plessis-Robinson, que representaba un poco el Paraíso en comparación con las fraguas del Infierno parisino. Cuando uno se pasea por las viejas callejuelas comerciales y animadas, vuelve a experimentar un poco la alegría de vivir de los pueblos de la Isla de Francia de antaño. A Suzanne y a mí nos gustaba este rincón de cielo azul, a tan sólo seis kilómetros del tormento. Por desgracia, ese día, el tiempo no estaba para paseos ni tampoco para recuerdos.
Nuestro vehículo avanzó paralelamente al estanque Colbert, en el parque Henri-Sellier, antes de sobrepasar una torrecilla de ángulo hexagonal que anunciaba las inmediaciones del barrio residencial. Bordeamos, deslumbrados, las fachadas ennoblecidas, los tejados al estilo Mansart en los que brillaban, bajo los rayos de luz, el zinc y la pizarra, los balcones de forja y las cornisas, tan espaciosas como mi apartamento.
Plantada en medio de unas coníferas de altos tallos y robles, la casa se elevaba hacia el cielo, con su frontón en forma de media luna y sus amplios ventanales. Un Audi TT destacaba en el camino, tras el portal abierto. Aparcamos nuestra chatarra al borde de la empalizada y nos presentamos en el umbral de piedra de mármol.
–¡Madre de Dios! – susurró Crombez-. Otro más que vive en el lujo.
Nuestras llamadas a la puerta no obtuvieron respuesta. Al girar la manilla, dije:
–¿No lo has oído? ¡Alguien nos ha dicho que entremos!
–Pero si no he oído nada. – Fruncí el ceño. Entonces Crombez se corrigió-: Sí, creo que he oído a alguien, de hecho. Sí… Efectivamente, nos dice que entremos.
La puerta no estaba cerrada con llave. Los espacios se abrieron ante nosotros en líneas de fuga cuando entramos y rodeamos una piscina climatizada, resguardada bajo un porche.
Fue en el gimnasio donde descubrimos el cuerpo sin vida de Alfredo Manchini. Una barra con pesas cargada al máximo le aplastaba la laringe, y la lengua, azul lavanda, le colgaba de la boca. Sus manos se habían quedado en posición crispada, como si, en un último esfuerzo, hubiese intentado hacer bascular la barra hacia un lado para liberarse del abrazo metálico.
–Creo que hemos llegado demasiado tarde -consideró oportuno precisar Crombez.
–Tú podrías haber sido adivino, ¿eh?
Presa de un estallido de furia, arranqué una pesa de su soporte cromado y la estampé contra las baldosas de espuma con violencia.
–¡Vaya mierda! ¡Joder, qué puta mierda! ¡Avisa a Leclerc, llama a Van de Veld y al teniente de la policía científica! ¡Voy a contactar con el juez de instrucción para pedir la autopsia del cuerpo!
–¡Tranquilícese, comisario! Todo parece indicar que se trata de un accidente, ¿no? Llevaba chándal y zapatillas deportivas, quizá se mareara. ¿Sabe qué? He hecho casi cuatro años de musculación, y no sabe la de veces que me quedé enganchado así, con la barra sobre el pecho.
Me acerqué al cuerpo frío.
–¿No debería de haber encontrado la manera de hacer bascular la barra hacia un lado?
–Depende. A menudo uno está en tensión máxima cuando empuja y a veces ocurre que los músculos fallan en el último momento. Por eso más vale hacerlo acompañado. Pero estando solo, si la barra se queda bloqueada sobre el pecho, hay que tratar de que ruede hasta la parte superior de los pectorales para poder hacerla bascular más fácilmente. Estoy convencido de que lo intentó; mire, la fibra de su camiseta está estirada, incluso arrancada sobre los pectorales. Pero pesaba demasiado para que lo consiguiese solo, y murió ahogado, el pecho aplastado. Luego la barra rodó sobre la laringe.
Conté el peso total.
–Son ciento ocho kilos de peso.
–Con la barra, suman ciento veintiocho. Pero vista su envergadura, no me extraña. Yo había llegado a un máximo de ciento quince kilos.
–Llama igualmente. No me puedo creer que esto sea casualidad.
Mientras Crombez telefoneaba al forense, eché un vistazo a los demás aparatos: la prensa de piernas, las dos bicis, los juegos de pesas ordenados por peso. Aparentemente, no habían tocado nada: ni un solo disco de cromo tirado por el suelo, ni una sola barra movida, salvo la de alzamiento.
–En el móvil de Leclerc salta el buzón de voz -refunfuñó Crombez encogiéndose de hombros-. Le he dejado un mensaje corto pidiéndole que le llame y he avisado al comisario general Lallain. Va a enviarnos un equipo.
–Muy bien. Dime una cosa, durante una sesión normal de musculación siempre llevas una botella de agua, ¿verdad?
–Por supuesto. ¡Es esencial! Para eliminar el ácido que se acumula en el músculo durante el esfuerzo. Sin agua, es imposible entrenarse, sobre todo en musculación.