«¡Mira a esa pobre chica, maldito desgraciado! – chillaba una voz interior-. ¿Acaso no ha sufrido bastante? ¡Déjala en paz! ¡Déjala en paz!»
El hombre había conseguido espantar al policía…
–Una última cosa, y creo que habremos examinado todo lo esencial -concluyó el imperturbable médico-. El estómago contenía más de un litro de agua, que ha sido enviada a analizar al laboratorio. Creo que el precioso líquido nos desvelará cosas interesantes. Os llamo en cuanto reciba los resultados, mañana con toda probabilidad.
Señalé una mesa cromada adosada a la pared oeste.
–¿Puedo llevarme las pruebas fotográficas?
–Buenas noches.
Me tendió el informe y se marchó a charlar con el médico adjunto sin volverse, mientras seguía escupiendo las semillas en el suelo como haría un viejecito con sus últimos dientes.
Bajo el faro gastado de la luna, Sibersky había adquirido un tono blanco rosáceo, como de abdomen de cierva, pues no estaba en absoluto acostumbrado a codearse con la muerte en su verdadero rostro, lejos de las palabras y los escritos.
Había dado con este joven policía en diciembre de 1998, tras un sombrío caso de esclavismo sexual relacionado con un asesinato. En aquella época él trabajaba en la comisaría de Argenteuil, un poblacho asqueroso, como inspector adjunto a secretaría, donde se pasaba la mayor parte del tiempo preparando café. Durante la investigación, la calidad de sus informes, el brío impertinente de sus análisis y sobre todo su competencia en informática me dejaron muy impresionado. Lo saqué de su celda respaldando su expediente a la prefectura de policía de París y se unió a mi equipo, como oficial de policía adjunto auxiliar. Seguía haciéndose cargo de los papeles, pero ya no de la preparación del café. Dos años después -es decir, cuatro meses antes, tan sólo- había aprobado el examen de la policía judicial. Era un chaval de treinta años, un apeador de bibliotecas, un escudriñador de expedientes polvorientos, historias olvidadas y ficheros informáticos. Un alma pensante, vivaz, reactiva, casi alérgica al metal frío de su Colt 11/48. Una pieza esencial de mi equipo, un caballo en el tablero de ajedrez de la calle…
Bordeamos la avenida de la Rapée con el olor de la muerte impregnado en nuestras suelas, en los pliegues de nuestras chaquetas y en los recovecos de nuestros pensamientos. Un perro al que le sobresalían las costillas erraba sin destino preciso delante de nosotros; de pronto se detuvo, hocico contra zapato, pareciendo adivinar hasta qué punto nuestras mentes atormentadas divagaban en el vacío. Se trataba de un vulgar chucho de orejas cortadas, una basura ambulante con el hocico herido por los cristales rotos y las botellas vacías que le lanzaban los vagabundos. Al mirarlo fundirse en la noche, le dije de repente a Sibersky:
–Háblame de una de tus fantasías. De la primera que te pase por la cabeza.
Una burbuja de sorpresa le explotó en pleno rostro.
–¿Qué dice, comisario? Pero…
–Venga, suéltate. Te escucho.
Me coloqué de cara al Sena, las manos en los bolsillos del pantalón, la mirada dirigida hacia el hormigueo lejano de las luces centelleantes de la ciudad.
–Bueno -contestó el policía en tono dubitativo-. Mmm… ¿Sabe quién es Dolly Parton?
–¿La cantante de country? ¿Nashville y los cowboys?
¿Some things never change?
Me encanta.
–Sí. Yo… ¡No, no puedo explicárselo! – Hasta la voz se le ruborizó.
–Muy bien -proseguí-. No digas nada más. Imagínate pues frente a la magnífica Dolly Parton, listo para realizar tu fantasía. Se reúnen todas las condiciones y son favorables. Tus deseos pueden convertirse en realidad, te basta con actuar. Pero hay una condición y no es precisamente insignificante: debes evitar mantener relaciones sexuales con ella. Puedes probar, tocar, sentir, pero nada de relaciones sexuales. En ese caso, ¿quedaría saciada tu fantasía?
Colocó su hombro junto al mío, inclinado en el pretil del muelle. Sobre la superficie de la onda, los reflejos luminosos se recortaban como vidrieras movedizas.
–No, es imposible. No aguantaría.
–Piensa durante un instante y dime una sola fantasía en la que pudieses abstenerte de mantener relaciones sexuales. Se llevó la mano a la frente y hundió los dedos en los rizos ordenados de su cabellera morena.
–No hay ninguna. Todas mis fantasías tienen un claro componente sexual, igual que las suyas y las de cualquier otro hombre, por lo demás. ¿No es lo que decía Freud?
–No exactamente, y vistos tus conocimientos literarios, deberías saberlo. Existen dos tipos de fantasías. Las sexuales, como las tuyas, las mías y, tienes razón en señalarlo, las de la mayoría de la gente. A éstas se añaden las fantasías denominadas de omnipotencia: el mito de la hazaña, del poder absoluto, de la dominación extrema. Los sueños de coches bonitos, diosas en la playa, riquezas inmensas… -Me coloqué frente a mi colega-: Ahora pongámonos en el caso del asesino. Me gustaría que siguieses el juego. Eres ese asesino. Estudias los actos y los gestos de una mujer guapa, sólo Dios sabe de qué manera por ahora, durante un determinado tiempo. Días, semanas, puede que meses. Sientes que un deseo ardiente se apodera de ti, ¿verdad? Sigue el juego y responde con franqueza.
–De acuerdo. Pensemos… La veo… La acoso, la observo desde hace tiempo. Cada vez me cuesta más contenerme. Está sola y es deseable. Sé que puedo apoderarme de ella, sin riesgo alguno. Soy yo el que decide la hora y el lugar.
–Bien. Ahora, todo esta listo. Así que, una noche, te apoderas de esa chica. Y haces con ella lo que quieres, como con tu Dolly Parton.
–Sí. Está inconsciente, ante mí. He… he dado el paso. Demasiado tarde para retroceder. Está… está a mi merced…
–Es tuya… La desnudas lentamente, y la atas para doblegarla a todos tus deseos, incluso los más alocados. ¿Qué sientes en ese instante?
Con los ojos cerrados, su imaginación forjaba casi de forma instantánea un guión.
Las palabras salieron con fluidez de sus labios.
–Me… me tomo el tiempo para atarla, porque es un momento excitante. Yo… la deseo, pero… no ahora. Tengo que llegar hasta el final…
–¿El final de qué?
–De… de mis deseos…
–¿Cuáles?
–Pues… no tengo ni idea. Actúo, eso es todo.
–¿Qué haces?
–La cuelgo, la levanto tirando de la cuerda…
–¿Está despierta?
–Sí… Se despierta, muy despacio.
–¿Cómo reacciona?
–El dolor que trasluce su rostro me enloquece. Sabe que va a morir.
–Y entonces, empiezas a cortar: uno, dos, tres… cuarenta y ocho cortes. Durante varias horas. ¿Qué vas sintiendo tú?
–Yo… -Sacudió la cabeza. Las pupilas se le habían dilatado como dos soles negros-. Ya basta, comisario; ya no puedo más. No… no puedo entender a ese hijo de puta. ¿Por qué me pregunta todo esto?
–¡Para demostrarte que ese tío no piensa como nosotros! Ninguno de nosotros podría llevar a cabo un horror así con tanta precisión, tomándose todo ese tiempo, esas largas horas durante las que el deseo de violarla ni siquiera se le ha pasado por la cabeza.
Sibersky dio tres pasos hacia atrás.
–¡Pero eso es impensable! ¡Seguro que se contuvo respecto al acto sexual! ¡Tenía miedo de dejar huellas!
–En una situación similar, suponiendo que tuvieses un gusto marcado por lo mórbido, ¿podrías haberte reprimido y no haberla violado?
–No, creo que no.
–He leído unos cuantos boletines publicados por la Sociedad Psicoanalítica de París. Se ha establecido claramente que las pulsiones sexuales no pueden controlarse, al igual que el dolor o el miedo. Cuando alguien se quema con un fogón, ¿qué hace? Retira la mano, porque no puede CONTROLARSE. En el peor de los casos, nuestro asesino se habría enfundado un preservativo, pero la habría violado en cualquier caso, antes o después de la muerte. No; ese tío actúa siguiendo otras directrices, distintas a las del simple acto de matar.
–¿Por venganza, entonces?
Sacudí la cabeza.
–La furia siempre se manifiesta durante el acto de venganza. Un asesino dominado por la furia no puede ser organizado. No olvidemos los aspectos pre y post mortem, la puesta en escena, esa voluntad de crear un fuerte impacto… Más bien me inclinaría por una fantasía de omnipotencia.
–¿Por cuál?
–No tengo ni idea. Quizá la de hacer sufrir, de considerarse un verdugo. O una voluntad de dominación tal que sólo consigue regocijarse cuando acaba con la vida.
Sibersky poseía esa increíble capacidad de descifrar las líneas de una explicación incluso antes de que estuviesen trazadas.
–Todos los psicoanalistas afirman que una fantasía nunca se sacia del todo, ¿no es cierto? – añadió.
–Así es. Continúa.
–En la realización del acto, que supuestamente representa la materialización de una fantasía, uno siempre se percata de algo imperfecto, un detalle que empuja a volver a empezar, otra vez y siempre, para superar un ideal imposible de alcanzar. ¿No es verdad también?
–Sí.
–Así, si tiene usted razón, si se trata de una fantasía de omnipotencia, nuestro asesino podría llegar… ¿a repetirlo?
–¡No digas nunca eso, desgraciado! ¿Te das cuenta del alcance de tus palabras?
Volví a ponerme en marcha a paso de legionario y Sibersky me siguió, pisándome los talones. Empleó un tono moralizador.
–Creo que, en lo más profundo de su ser, usted piensa como yo, pero que el miedo a tener razón le hace un nudo en la garganta. Ignoro qué fuerza oscura engendra a esos seres demoníacos, ni sé si son las leyes de la probabilidad o del azar las que hacen que, en un momento u otro, uno caiga del lado oscuro. Pero lo que sí sé, en cambio, es que existen, escondidos tras nuestras puertas, en las esquinas de nuestras calles, listos para actuar. Y que una vez introducidos en la espiral asesina, ya nada puede detenerles. ¡Volverá a hacerlo!
–No te precipites, chaval; no te precipites…
En mi Renault 21 expuesto a la débil luz de una farola, echamos un vistazo a las fotos bajo una cúpula de silencio pegajoso. El virus espinoso del asco se me agarraba al fondo de la garganta.
Sibersky movía la cabeza, la boca fruncida, el rostro como tajado por los tonos cortantes de las fotos.
Aunque aguijoneado por el cansancio, lo puse al día de los pasos que habría que seguir durante los días siguientes.
–Haz que dos de tus hombres investiguen la historia del proveedor de material médico. No todos los días compran ese tipo de sierra… Intenta también averiguar qué se lleva actualmente en materia de sadomasoquismo y
bondage.
Creo que vamos a tener que meter las narices en ese sucio ambiente. Un pirado de la informática como tú seguramente ya habrá utilizado el STIC, ¿no?
El Sistema de Tratamiento de la Información Criminal ofrecía una gigantesca base de datos compuesta por millones de entradas, que permitían, con la ayuda de búsquedas multicriterios, establecer relaciones entre diferentes casos criminales grabados.
–Sí, por supuesto. Para el caso del asesino de Nanterre, principalmente. Pero también en muchas otras ocasiones, por cultura personal.
–Vale. Entonces, interroga el fichero. Haz búsquedas cruzadas. Cabezas cortadas, torturas, ganchos, suspensiones, ojos exorbitados. En fin, da de comer al ordenador, aliméntalo con los datos que conocemos. No te dejes ningún detalle. Si no encuentras nada, prueba con Schengen, presenta una petición a Leclerc para la Interpol y el BCN-Francia
[2]
. Envía hombres a la biblioteca. Quiero saber más cosas sobre la historia de la moneda en la boca. Y de paso hazles investigar sobre los mitos y los rituales sangrientos. Venga, ahora a dormir. ¿Cómo se encuentra tu mujer?
–El parto se acerca a marchas forzadas. Quizás antes del final de la próxima semana… Ya va siendo hora, hace más de un mes y medio que está ingresada en el hospital y que paso las noches solo. El embarazo ha tenido que ser un verdadero calvario. Esperemos que el bebé esté sano.
La sangre esmeralda de la Amazonia corría por las venas de Doudou Camelia, mi vecina de rellano. El apartamento de esa vieja guayanesa de setenta y seis años exhalaba los aromas de las especias criollas, el jengibre, los akras de bacalao y la batata. A su marido, descendiente de una larga casta de buscadores de pepitas de oro, le había tocado el gordo al encontrar un filón en los meandros tortuosos del Maroni, en la Guayana Francesa. Había arrancado a mujer y niños de la miseria verde al venir a instalarse a París, rico en pepitas, pobre por su desconocimiento absoluto del mundo occidental. Se tragó su partida de nacimiento en 1983 entre Saint-Germain-des-Prés y Montparnasse tras haber recibido tres cuchillazos en la espalda, por haber tenido la desgracia de sonreír a unos miembros del grupo de extrema derecha Unidad Radical. Esa noche, los colegas habían encontrado a Doudou Camelia vestida de negro riguroso, gimiendo, con un crucifijo apretado contra el pecho, aunque teóricamente ignoraba el fallecimiento de su marido.
Cada vez que entraba en trance, me aseguraba que mi mujer estaba viva, encerrada en un lugar húmedo y lleno de podredumbre desde donde irradiaban ondas maléficas. Sentía olores de hongos, de moho, efluvios de aguas estancas o manglares, y entonces veía a Doudou Camelia sentada con las piernas cruzadas a pesar de sus huesos viejos, olfateando el aire como lo haría el hocico de un sabueso. Creo en las ecuaciones, en el filo matemático que rige leyes y pensamientos, en las líneas paralelas de la lógica. No puedo concebir basar mi vida, la suerte de mi media naranja, en apriorismos o los pareceres sospechosos de una mujer mayor medio chalada.
En el momento en que introduje la llave en la cerradura de la puerta de mi casa, extenuado por la jornada, ella deslizó las raíces nudosas de sus dedos en mi pelo y noté que una especie de áurea tibia me atravesaba el cuerpo.
–Hueles a mue'te, Dadou. ¡Sigúeme! – me anunció con su voz de fibras de roble centenario.
Llevaba su conjunto de madras de colores de fuego ceñido alrededor de la cintura elefantesca con una larga cuerdecita blanca. Su frente de ébano supuraba sudor; seguro que acababa de salir de un trance.
Una nube baja de incienso de azahar flotaba en su salón. Las lenguas amarillas de las llamas de las velas danzaban en el aire alrededor de una jaula de canarios apoyada sobre la moqueta. Los dos pájaros, posados sobre una vara de madera, parecían congelados en el yeso.