–Se ha referido usted a asesinos en serie desde el principio. ¿Cree realmente que el asesino de Martine Prieur lo es? – preguntó alguien.
–Es evidente que sí. Por todas las razones que les he expuesto antes. El asesino clásico o común no alardearía de sus hazañas, no buscaría la provocación. Y el escenario de los crímenes sería muchísimo menos elaborado. Además, no olvidemos que tenemos dos víctimas potenciales y un asesinato efectivo, y ése es el factor más convincente.
–Dejando de lado las estadísticas, ¿disponemos de elementos concretos, de certidumbres que puedan aplicarse a nuestro asesino? – preguntó Leclerc.
–Es diestro -respondió Williams, disciplinada.
–¿Cómo?
–Todos los nudos de la cuerda están hechos de la misma manera, la extremidad derecha pasa por el bucle que forma el nudo. Un zurdo procedería al revés. Ese punto no se señala en el informe, pero supongo que se habían dado cuenta, ¿no?
Ni un sonido en la asamblea.
–No puede decirse que el hecho de que sea diestro elimine a mucha gente -intervino con una risa de conejo Thornton-. Dígame, señorita Williams, me parece que los asesinos en serie tienen un modus operandi que no evoluciona nunca de un asesinato a otro. En tal caso, ¿por qué habría intentado hacer pasar por un accidente el asesinato de Rosance Gad, si efectivamente es un asesino en serie? ¿Y por qué sólo lo reivindica ahora?
El eunuco del cerebro, por una vez, se arriesgaba a rozar la barra alta de la inteligencia.
Sin dejarse desconcertar, la señorita Williams declaró:
–Consideremos el aspecto temporal de los acontecimientos. Las dos últimas acciones del asesino resultan muy cercanas, incluso simultáneas; ambas, escenas de sufrimientos extremos. Los asesinos en serie raramente cometen sus primeros delitos cuando empieza la serie. Algunos ya han matado de adolescentes, otros se sirven de animales para satisfacer y practicar sus fantasías, un poco como un campo de entrenamiento. Es muy posible que hubiera mantenido relaciones particulares con Rosance Gad que despertaran pulsiones dormidas en lo más profundo de su ser. Y, de repente, el miedo a ser descubierto le ha hecho maquillar el crimen como accidente. Pero ahora, la crisálida se ha convertido en mariposa y, como les gusta hacer a esos individuos, reivindica ese asesinato, como un trofeo olvidado que hay que sacar del desván.
Thornton se replegó en el fondo de la silla, el boli entre las mandíbulas, aparentemente tranquilo.
–¿Puede darnos su opinión sobre la cabeza cortada y los ojos extraídos y vueltos a colocar en la órbita? – pregunté levantando la mano.
–Es difícil hablarles de todas las conclusiones a que he llegado, pues la reunión duraría todo el día. Ya leerán mi informe. Pero voy a contestar a su pregunta, ya que la ha planteado. El asesino quiere alcanzar un objetivo: la exaltación suprema del acto de matar que, aquí, se traduce en un ritual sangriento. El ritual le permite extraer una profunda satisfacción del propio acto de tortura. Al quitarle la cabeza, se apropia de la víctima. Lo más sorprendente es esa expresión del rostro de Prieur, una mueca de dolor, ojos suplicantes dirigidos no hacia el techo, sino al cielo. Trabajó ese rostro como un escultor modela la piedra. Quiere transmitirnos un mensaje, créanme, y por eso estoy estudiando el caso orientándome sobre todo hacia el aspecto religioso. Pero prefiero no añadir más, porque el estudio dista mucho de estar acabado. ¿Algo más? – Recorrió con la mirada la sala-. Muy bien. Gracias por su atención, señores.
La sala se vació en una bandada de susurros y miradas bajas. El discurso había estado a la altura de mis expectativas y una buena parte de mis preguntas habían hallado respuesta.
–¡Buena exposición! – felicité a la psicocriminóloga cuando se disponía a marcharse-. Ha ahuyentado el escepticismo de algunos a grandes golpes de frases martillo.
–Señor Sharko, me parece haberle visto mucho antes de hoy, pero no recuerdo dónde.
–He asistido a casi todas sus conferencias.
–Enfoca usted muy bien sus informes. Sus análisis son precisos y acerados. Me han facilitado mucho el trabajo.
–¿La invito a un café?
–Tengo una cita importante, comisario, y ya estoy llegando tarde. Otro día, tal vez. Hasta pronto.
Thornton me interceptó antes de que entrase en mi despacho.
–Un análisis bastante infantil, ¿no?
–¿Cómo?
–El monólogo de Williams. Parece un repetición de libros que tratan sobre asesinos en serie. Cualquiera hubiese podido hacer lo mismo.
–Usted seguro que no, en cualquier caso.
Se apoyó contra la pared con los pies cruzados y se observó la punta de las uñas de manicura.
–Me he enterado de que había insistido para… como lo diría… apartarme de su terreno.
–Así es. ¿Y?
–Pues parece que ha fracasado. – Se encaminó al rellano de la escalera-. ¡Creo que estaremos obligados a vernos a menudo, comisario! ¡Más a menudo de lo que deseaba!
Estaba devorando el informe de Elisabeth Williams cuando Sibersky apareció en mi despacho, blandiendo unas hojas por encima de la cabeza.
–¡Creo que ya sé de dónde viene el aparato estereotáxico de la foto!
Levanté la vista.
–¡Suéltalo! ¡Y rápido!
–Interrogué a los laboratorios de vivisección que poseen este tipo de aparatos. Uno de ellos, en los arrabales de la ciudad, fue atacado por el FLA, el Frente de Liberación de los Animales, hace unos meses. Esos graciosos le mangaron el material.
–¡Vamos allá!
Unos sesenta kilómetros al oeste de París, el laboratorio de Huntington Life Science, HLS, levantaba sus flancos de hormigón al final del polígono industrial A de Vernon, en el corazón de una extensión de hierba cortada al estilo inglés. Un edificio de construcción cara, en la vanguardia del modernismo, con los techos en forma de ala delta y las ventanas ahumadas de plexiglás. En el puesto de guardia, antes del acceso al parking privado, un moloso pelirrojo que más bien parecía un podenco sacado de su casilla consideró oportuno atravesarse en nuestro camino, como si la barrera bajada no fuese suficiente.
–¿Puedo ver su placa? – ladró.
–No tengo placa -repliqué. Saqué por la ventanilla la tarjeta coloreada-. Hemos llamado al director esta tarde. Está de acuerdo en recibirnos.
–Esperen, por favor.
–Tiene un pelaje bonito, ¿no cree? – masculló Sibersky con una sonrisa evocadora.
El perro de guardia intercambió unas palabras en un emisor-receptor antes de levantar la barrera.
–¡Adelante!
–Eres un buen chucho -murmuró mi colega cuando rodamos al paso delante del guardia, antes de añadir-: Me pregunto cómo puede uno trabajar ahí dentro. Parece una gigantesca sala de tortura…
Yo estaba pensando más bien en un campo de exterminio con la apariencia de un yate de lujo, en el que cada camarote encierra una trampa de metal, fría e inundada de ladridos desesperados, dolor gratuito o total falta de respeto por la raza animal. Y todo con el único objetivo de embellecer atunes con maquillaje.
Un asistente nos guió por un laberinto de pasillos taladrados por destellos crudos de lámparas de neón. Cada puerta cerrada recordaba la puerta anterior, cada paso adelante parecía dejarnos en el mismo lugar, como si el propio edificio fuese tan sólo una sucesión de bloques idénticos reproducidos hasta el infinito y empotrados los unos detrás de los otros. Ni una sola ventana. Sólo el aullido del silencio, palpable y denso como una niebla de hielo. Más escaleras, delante. Y luego más pasillos… Finalmente, el asistente nos abandonó en el despacho del director.
Rechoncho bajo la blusa de científico, el hombre de la sombra estaba leyendo un informe masivo del que capté el título antes de que lo dejara, boca abajo, sobre la mesa: «Técnicas de
debarking
con láser de clase A».
-Debarking
quiere decir «desladrido» -me susurró Sibersky al oído-. Un método moderno para evitar que los perros griten demasiado…
–Pasen, se lo ruego -nos espetó con una voz colada en mármol el individuo del mechón de pelo rebelde.
Enseguida lo identifiqué como la reencarnación humana de un animal de sangre fría, un reptil de ojos de jade, piel rocosa, desprovisto de la noción del bien o del mal. Ese tío no podía ocupar otro puesto que el que ocupaba, director de un laboratorio de vivisección.
–Tenemos que hacerle algunas preguntas -dije acercándome a él.
–Lo sé. Adelante, ¡pero sean rápidos! Tengo mucho trabajo -gruñó con expresión de hombre irritado.
Me instalé frente a él en una silla con ruedecillas. Sibersky, tenso como el nervio de un buey, prefirió la posición vertical.
–Hace cinco meses, el siete de mayo para ser más exactos, encargó a la empresa Radionics dos aparatos estereotáxicos, mesas y cajas de contención y… espere, voy a sacar mis notas… cánulas de colisión, una silla Ziegler y materiales diversos con nombres igual de encantadores, tras una acción llevada a cabo por el FLA. ¿Podría darnos más información al respeto?
–El Frente de Liberación de los Animales; los muy desgraciados… -Con un gesto propio de un jugador de baloncesto propulsó una bolita de papel a diez centímetros de una papelera, y luego intercambió con mi teniente una mirada que habría fulminado un pararrayos-. Nos asaltaron en la noche del uno de mayo. Denunciamos el robo en la comisaría de Vernon. Quizá puedan acercarse hasta allí.
–Díganos más cosas sobre el FLA.
–En sus inicios, el movimiento era inglés; apareció en Francia hace más o menos un año. Un comando antivivisección compuesto por hombres poco violentos pero organizados. No encontrará entre ellos a locos ex combatientes o adeptos a la ultraviolencia. La mayoría no come carne, nada con los delfines o cría animales. ¡Pero esos pervertidores nos amargan la existencia!
Los rayos de sol entraban mancillados por la amplia ventana ahumada que se abría en la pared oeste, como un gigantesco muro de observación. La vida luminosa del exterior parecía, ella también, expulsada más allá de las puertas de ese blocao, dejando lugar solamente a desvaídas sombras sobre rostros taciturnos.
–Así que les han robado todo ese material -dije retomando el tema.
–No. Sólo destruido, hasta tal punto que prácticamente ya no podíamos utilizarlo. Sabe, nuestros frascos soportan bastante mal los golpes de bate de béisbol. Tan sólo algunos instrumentos habían desaparecido.
Sibersky se despegó de la pared del fondo.
–¿Qué instrumentos?
El director lanzó una mirada viperina en dirección al teniente. Ambos hombres se despedazaban con la mirada.
El nazi contestó:
–Un aparato estereotáxico y material pequeño: sierras eléctricas, bandas, apósitos, antisépticos, anestésicos, especialmente quetamina…
El teniente me apretó el hombro. Noté el peso de la crispación en la punta de sus dedos. El director se dirigió hacia el ventanal y escudriñó el cielo, que se había vuelto sepia por el tinte del cristal. Su mano se abría y se cerraba a su espalda como un corazón que late. Observé en voz alta:
–Parece que le preocupa algo, señor director…
–¿Sabe que las aseguradoras nos obligan a filmar tanto de día como de noche los laboratorios? Estamos obligados a conservar las cintas un año y seis meses, y luego nos autorizan a borrarlas o destruirlas.
–¿Eso significa que poseen la grabación en vídeo de esa famosa noche?
–Sólo en parte, hasta el robo. Normalmente, los miembros del FLA nunca tocan las cámaras. Prefieren que disfrutemos totalmente de sus… ¿cómo decirlo?… arrebatos de audacia. Pero, por lo visto, una o varias personas regresaron al lugar poco tiempo después de la salida de las tropas, rompieron las cámaras y luego se llevaron material. Siempre me he preguntado qué podrían hacer con un aparato estereotáxico.
Eché una ojeada discreta a mi colega.
–¿Podemos ver esa película?
El Adolfo del faldón de pelos pegados a la frente se volvió hacia nosotros.
–Son conscientes de que están abusando de mi generosidad, ¿verdad?
–Supongo que a usted también le debe interesar. Si metemos mano en esa organización, usted se deshace de una plaga. ¿Me equivoco?
–Mmm… Vamos. – Apretó un botón-. Me voy a la sala de visionado 2. ¡Que nadie me moleste!
Nos invitó a seguirle. Otra vez esos pasillos vacíos, como si los hubiesen cavado bajo tierra. Geometrías estrictas, perspectivas infinitas. Al pasar delante de una puerta abierta, oí gemir a un perro; eran gemidos débiles y muy espaciados, una queja lánguida con una intensidad emocional tal que se apoderó de mí y me trastornó. Había en esa endecha algo universal que, a pesar de la barrera del idioma o de la especie, le hacía a uno sentir con agudeza el sufrimiento del otro. El beagle yacía ahí, sobre una mesa de aluminio, tendido de espaldas. Las patas atadas en cruz intentaban, en movimientos increíbles de torsión que arrancaban la piel y la carne, liberarse de las correas. Antes de que pudiese indagar más, el director se deslizó delante de nosotros y cerró la puerta con un ademán brusco.
–¡Sigan recto hacia delante, sin detenerse! ¡Continúen andando, por favor!
Rememoré la imagen de la mujer torturada. Llegamos a nuestro destino. Debíamos de avanzar bajo la superficie del suelo, ya que no dejamos de bajar tramos y tramos de escalones, como en un refugio antiatómico.
¡Oh, visión divina! Una pequeña planta carnosa, falsa por supuesto, intentaba arrancar a la tristeza de la sala un sobresalto de alegría. El director abrió el armario etiquetado PRIMER SEMESTRE 2002, escogió meticulosamente la cinta adecuada y la introdujo en el vídeo.
La intervención del FLA se reveló breve y ruidosa. Como si hubiesen soltado un equipo de jugadores de fútbol americano sobreexcitados en una cristalería. Los individuos enmascarados, totalmente coordinados, habían empezado por liberar a los perros, los gatos y luego a conejos y ratones, y la horda de animales se había precipitado en un bloque peludo por los pasillos, como un arca de Noé en peligro de naufragio. En el desorden general habían reducido la sala, bajo los asaltos repetidos de bates de béisbol, a una papilla de cristal hecho añicos, un montón de restos laminados por la rabia. Aquel huracán había durado cuatro minutos y treinta segundos. Luego, tres minutos después, unos golpes sobre los objetivos de las diferentes cámaras ponían fin a la película.
–Ahí tienen el trabajo -soltó el director apretando el botón STOP del mando-. ¿Interesante, verdad?