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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

Al servicio secreto de Su Majestad

 

SEA cual fuere la opinión que se tenga de James Bond y de su creador Ian Fleming, es preciso haber leído a este autor si se quieren conocer las razones que explican el interés y el éxito popular de estas obras de ficción a las que a menudo se da el nombre de «leyendas contemporáneas». En esta ocasión se ha encomendado a James Bond una misión especialmente peligrosa: la de descubrir, desenmascarar y capturar a un escurridizo criminal, inteligente y sin escrúpulos, llamado Blofeld. Bajo un nombre falso, Bond logra introducirse en un supuesto «Instituto de Investigaciones Fisiológicas» de Suiza, en el que están internadas un grupo de muchachas, aparentemente para fines de investigación. Bond encuentra allí a Blofeld y descubre sus planes criminales, planes que tenían por finalidad sumir a Inglaterra en la catástrofe. El agente descubre, demasiado tarde, las siniestras intenciones de sus astutos adversarios. Por supuesto, él logra realizar con éxito su misión; pero sólo gracias a la ayuda de una muchacha guapa y audaz —Tracy— logra escapar a la muerte por un pelo después de sufrir una emocionante persecución en las nevadas montañas de Suiza.

Desde una mundana playa de moda hasta un elegante casino de juego, y desde éste hasta el solitario Instituto situado en un pico alpino, los escenarios van cambiando a lo largo del relato, pero la atmósfera es siempre la misma, la que infaliblemente envuelve a James Bond: una atmósfera vibrante, cargada de tensión e indiferente, en apariencia, a la realidad de los hechos que van ocurriendo. Esta nueva novela proporcionará a los amigos de James Bond un placer mayor que nunca; los demás lectores tendrán aquí oportunidad de decidir si este héroe de leyenda de nuestros días es o no de su agrado.

Ian Fleming

Al Servicio Secreto de su Majestad

ePUB v1.0

Kementxu
21.02.13

Título original:
On Her Majesty's Secret Service

Ian Fleming, 1963.

Editorial: Glidrose Productions

Editor original: Kementxu (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo I

MARINA CON FIGURAS

Era el mes de septiembre, uno de esos septiembres maravillosos en que el verano parece que no va a terminar nunca. El Paseo de
Royale-les-Eaux
, de ocho kilómetros de largo, aparecía todo engalanado de banderas y gallardetes, y sobre esta playa, la más larga del norte de Francia, todavía seguían en pie los toldos de alegres colores, extendiéndose hasta la línea de la marea alta. Los altavoces hacían vibrar el aire con una música estruendosa, interrumpida de cuando en cuando por la voz de un locutor para anunciar que llamaban por teléfono a la señora Dufours o que el pequeño Phillippe Bertrand, de siete años, andaba buscando a su madre.

A James Bond, que en aquel momento se encontraba dentro de uno de los refugios de hormigón y cristal situados a lo largo del Paseo, todo esto le producía, sin saber por qué, una profunda emoción. Este espectáculo le recordaba su propia infancia casi hasta el punto de hacerle llorar: la finísima arena de la playa que, seca y caliente, le producía la sensación acariciadora del terciopelo, o que le lastimaba al crujir entre sus pies delicados cuando estaba mojada; aquellos preciosos montoncitos de conchas que siempre tenía que dejar en la playa sin poder llevárselos a casa; la delicia de nadar y nadar sin descanso sobre las danzantes olas, y también su enojo cuando le decían que ya era hora de salir del agua. Con un gesto de impaciencia, Bond encendió un cigarrillo y arrojó estos recuerdos sentimentales al archivo de las cosas muertas y enterradas hacia ya mucho tiempo en su memoria. Ahora ya era un hombre, con una experiencia de largos años llenos de peligros: ¡un espía! Y si en aquel momento se hallaba en semejante escondrijo de hormigón y cristal, era precisamente para espiar. O, mejor dicho, para vigilar a una mujer.

El sol se acercaba ya a la línea del horizonte. Uno tras otro, casi en tropel, se iban retirando rápidamente los numerosos bañistas. Y desde un extremo al otro de la playa, los vigilantes del servicio de salvamento daban su último toque de corneta anunciando el fin de su horario de servicio. La música e los altavoces enmudeció bruscamente en mitad de un compás, y el inmenso arenal de la playa quedó desierto en un abrir y cerrar de ojos.

¡Pero no desierto del todo! Allá, a unos cien metros de la caseta de Bond, seguía todavía la muchacha, tendida boca abajo sobre un albornoz de listas blancas y negras. Bond continuaba observándola ahora lo mismo que antes, pero ya con una atención un poco más vigilante y tensa. No sería exacto decir que la vigilaba simplemente: lo que él hacía en realidad era velar por ella. Su instinto le decía que la muchacha, por alguna razón desconocida, se encontraba en peligro. ¿O tal vez aquella sensación suya se debía a que en el aire flotaba algo así como un olor a peligro? En todo caso, él sabía que no debía dejarla sola, y menos en aquellos momentos en que todo el mundo, sin excepción, se había marchado ya.

Pero en esto se equivocaba. No todos se habían ido. A su espalda, y delante del Café de la Playa, situado al otro lado del Paseo, dos hombres enfundados en gabardinas y tocados con gorras de color oscuro estaban sentados a una mesa junto al borde de la acera. Repantigados frente a sendas tazas de café a medio consumir, observaban atentamente la luna de vidrio esmerilado de la caseta tras la cual se dibujaba borrosamente el contorno de la cabeza y los hombros de Bond. También vigilaban, aunque con menor atención, la lejana figura de la muchacha que aparecía como una mancha blanca en la arena. La actitud inmóvil y silenciosa de los dos hombres y su atuendo, tan absolutamente impropio de la estación, producían un efecto sospechoso y poco tranquilizador, y ya los camareros esperaban que se marchasen de una vez y siguieran su camino.

Por fin, cuando la anaranjada esfera del sol tocaba ya la superficie del mar, la muchacha se puso lentamente en pie y, después de peinarse la cabellera hacia atrás con ambas manos, echó a andar a paso vivo hacia la línea donde llegaban las aguas, a un kilómetro y medio de distancia. Antes de que ella alcanzara el límite de las olas, ya habría oscurecido. Cualquiera hubiera dicho que era aquél su último día de vacaciones, su última zambullida en el mar.

Pero James Bond pensaba de modo muy distinto. Saliendo de su escondite, bajó corriendo los escalones que conducían a la playa y, con paso rápido, empezó a seguir a la muchacha. Detrás de él, los dos hombres de la gabardina parecieron pensar lo mismo. Uno de ellos echó unas monedas a toda prisa sobre la mesa, y seguidamente los dos se levantaron de sus asientos, cruzaron el Paseo y, una vez en la playa, echaron a andar rápidamente en seguimiento de Bond, marchando los dos juntos al mismo paso, con una especie de tenaz e imperturbable precisión militar.

El extraño cuadro que ofrecían las cuatro figuras humanas, avanzando de aquella manera tan peculiar por el inmenso arenal desierto, tenía algo de fantasmagórico e incluso de siniestro. En el Café de la Playa, un camarero recogía las monedas de la mesa contemplando aquellas figuras que se alejaban: la muchacha en bañador blanco, el joven que caminaba tras ella con la cabeza descubierta y los dos tipos gordinflones que los perseguían. Aquello olía a persecución policíaca; pero también podría significar lo contrario: malhechores tras sus víctimas.

James Bond estaba ya a punto de alcanzar a la muchacha. De pronto se puso a recapacitar sobre a modo más propio de abordarla. No podía empezar por decirle: «Tuve la sospecha de que ibas a suicidarte, Tracy; por eso te he seguido hasta aquí, para impedir que hicieras semejante disparate». La joven iba acortando el paso a medida que se acercaba al agua; su espesa cabellera rubia le caía hasta los hombros. Ahora caminaba con la cabeza un poco baja, quizá absorta en sus cavilaciones, o tal vez por efecto del cansancio. Bond aceleró el paso.

—¡Eh, Tracy! ¡Espera!

La muchacha no dio la menor señal de susto o sobresalto. Avanzo unos metros más con paso ligeramente vacilante y, por fin, se detuvo. Y en el momento en que una pequeña ola se deshacía en espuma sobre sus pies, ella dio media vuelta y se encaró directamente con Bond. Sus ojos hinchados y empapados de lágrimas se encontraron con la mirada de él.

—¿Qué quieres? —dijo, apagada y triste.

—Me tenias muy preocupado. ¿Qué haces tú por aquí? ¿Qué ocurre?

La muchacha no miraba a Bond, sino a algo que había detrás de él. De pronto cerró la mano derecha y se la llevó a la boca, murmurando unas palabras que él no pudo entender. Y entonces, a espaldas del joven y muy cerca de él, una voz ordenó con amenazadora suavidad:

—¡No se mueva!

Bond giró en redondo, agachándose; ya había introducido su mano derecha en la chaqueta para empuñar la pistola. Pero los fijos ojos de plata de dos automáticas lo miraban con sarcástico desprecio.

Bond se enderezó lentamente, dejando caer la mano a lo largo del cuerpo. No obstante, lo que más impresión le producía no eran los ojos plateados de las dos pistolas, sino los rostros inexpresivos de los individuos. Ya antes de ahora había tenido ocasión muchas veces de ver semblantes como aquéllos. Bond no tenía la más remota idea de lo que ocurría ni de sus móviles, pero sí sabía que aquellos hombres eran asesinos, asesinos profesionales.

—Coloque las manos detrás de la nuca.

La voz suave y amenazadora que daba aquellas órdenes tenía un inconfundible acento del sur, de un país mediterráneo. ¿Si sería la Mafia? Aquellas caras lo mismo podrían pertenecer a hábiles agentes de la policía secreta que a matones desalmados e implacables. La mente de Bond trabajaba rápida y febrilmente, tictaqueando y zumbando como un cerebro electrónico. ¿Qué clase de enemigos podría tener él en aquella región de Europa? ¿Sería aquello, tal vez, obra de Blofeld? ¿Se habría convertido la liebre perseguida en lebrel perseguidor?

Cuando las posibilidades de salvar una situación apurada son prácticamente nulas, lo mejor es no perder la serenidad, infundir una sensación de poder y autoridad o, cuando menos, de indiferencia. Sonriendo, Bond clavó una mirada penetrante en los ojos del hombre que había hablado un momento antes.

—Me figuro —dijo— que tu madre preferiría no saber lo que estás haciendo aquí esta noche.

Los ojos del bandido brillaron con una luz nueva: las palabras del joven habían dado en el blanco. Obedeciendo dócilmente, James Bond cruzó las manos detrás de la nuca.

El primer hombre se alejó un poco para poder disponer de un «campo de tiro» más amplio y libre de estorbos; al mismo tiempo, el segundo bandido procedió a despojar a Bond de la pistola Walther que llevaba en una flexible funda de cuero sujeta al cinturón y a tantear sus ropas por ambos costados con manos de experto. Luego, este segundo hombre se apartó también a un lado, guardándose la Walther en el bolsillo y volviendo a sacar su propia pistola.

Bond miró hacia atrás por encima del hombro. La muchacha no demostraba sorpresa ni temor. En aquel momento se hallaba de espaldas al grupo, contemplando el mar. Parecía tranquila, distraída e indiferente a cuanto la rodeaba. ¿La habrían utilizado como anzuelo? ¿En beneficio de quién? Bien, y ¿qué ocurriría ahora? ¿Lo liquidarían tranquilamente, dejando allí su cadáver para que luego la marea lo arrastrara y lo arrojara a tierra? Sí, parecía que iba a ser aquél el punto final de su vida. O… ¿tal vez no? De la parte del norte, a través del crepúsculo añil oscuro, llegó a sus oídos el vibrante ronroneo de un motor fuera borda que se acercaba rápidamente, y al mirar en aquella dirección, vio dibujarse el chato perfil de uno de los botes neumáticos tipo Bombard y con motor Johnson a popa, utilizados en aquella región para operaciones de salvamento. ¡Conque había sido descubierta su presencia! ¿Tal vez por el Servicio de Guardacostas? ¡Al fin estaba allí su salvación! ¡Vive el cielo que iba a hacer sudar tinta a los dos bandidos en cuanto llegaran al cuartelillo de policía del Puerto Viejo! Pero ¿qué historia contar a la policía respecto a la muchacha?

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