Escribió el mensaje con rapidez, trazando grandes letras redondeadas. Cuando terminó, dobló la hoja por el medio y la contempló.
El último mensaje al mundo de abajo
. El círculo de sufrimiento estaba a punto de cerrarse.
Unos segundos después, abandonaba el desván. Aterrizó en el lavabo con admirable destreza. Empuñó el cuchillo en su mano derecha y dio el salto final hasta el frío embaldosado del suelo del baño en un par de segundos. Esta vez no consideró necesario dar al niño ningún mensaje de advertencia frente al espejo. En primer lugar, creía haber dado a su huésped suficientes muestras de lo que era capaz de hacer; y en segundo, el cabroncete estaba lo suficientemente débil para no intentar nada. Sabía que así era.
La puerta estaba entreabierta. Se escabulló por el espacio entre ésta y el marco y fue recibido por el largo pasillo adormecido. La casa reposaba en silencio, interrumpido únicamente por un concierto de grillos fuera y los ronquidos cortos de Robert en su habitación. Benjamin avanzó por el pasillo. Al llegar a la habitación de Andrea, abrió la puerta despacio, accionando el picaporte y arrastrándola hasta sentir que los goznes se quejaban. Atravesó el umbral lentamente. Andrea dormía. Estaba destapada, vuelta de costado y con los brazos y piernas extendidos. En aquella postura se asemejaba a una figura egipcia.
Soñaba.
Benjamin se paseó con desparpajo por la habitación. En el escritorio vio el equipo de música regalo de Matt, y pensó que era probable que Andrea estuviera soñando con el bendito aparato en ese momento. Regresó a la cama y contempló la silueta desarticulada e inmóvil, como si se tratara de un cadáver. Benjamin acercó su rostro al cuerpo de Andrea, cerró los ojos, aunque lo mismo daba; olfateó y se dejó impregnar por el perfume de su piel. Retrocedió, sin quitarle los ojos de encima, e imaginando que Andrea sí estaba muerta, que no era sólo una ilusión creada por su inmutabilidad mientras dormía. Estaba muerta porque él la había matado. Le había clavado el cuchillo en el estómago media docena de veces y ella había caído allí, en su cama, en aquella ridícula postura egipcia.
Benjamin siguió retrocediendo, deleitándose con su ilusión y con la idea de que pronto no sería tal cosa, sino algo real. Se topó con una silla en la que descansaba un considerable montón de ropa. Encima de todo, como el cadáver blanquecino y descompuesto de un roedor, estaba su sujetador. Lo agarró con la punta de los dedos y lo sostuvo frente a sí.
A la putita le gustaba dormirse sin nada más que su camisón.
Pensó en conservar aquella prenda; no es que a él le interesara, pero supuso que sería divertido ver la cara de Robert al despertar y descubrirse el sujetador de su hija en las pelotas.
Lo devolvió a su sitio, depositándolo con asco, como si en efecto se tratara de un roedor muerto.
Observó la hoja de papel que asomaba del elástico del calzoncillo. Extrajo el mensaje e hizo lo que tenía planificado.
Se disponía a salir de la habitación cuando Andrea se movió en la cama y cambió de postura. Benjamin esperó a que estuviera quieta de nuevo y caminó hacia la puerta, un tanto frustrado.
Una vez en el pasillo, miró en ambas direcciones: la conocida, que lo llevaría al baño y luego al desván, y la otra, la que marcaba el camino hacia su libertad. Avanzó hacia esta última, aun sabiendo que no era el momento de hacerlo. No había llegado hasta aquí para echarlo todo a perder. No era estúpido. Pero ¿qué había de malo en ir un
poco
más allá? Quizás eso aceleraría las cosas; era un camino intransitado por él. Además, desafiaría al niño. Empuñaba el cuchillo con fuerza, blandiéndolo en círculos. Al mínimo intento de hacer lo que no debía, se lo clavaría en el cuerpo sin dudarlo. Atravesaría uno de sus muslos sin miramientos. Se encargaría, además, de tener los ojos fijos en el sitio en que la hoja metálica atravesara su carne; el dolor de la penetración sería acompañado por una bonita postal en colores para el niño. De Benjamin, con afecto.
Al llegar al final del pasillo se detuvo, como si éste constituyera un límite peligroso o el comedor de los Green fuera un campo minado. Dio un paso y luego otro. Se dirigió a la cocina, vagó por ella arrastrando los pies, deslizando la punta del cuchillo por la nevera y por el fregadero. Los cromados de los grifos le disparaban. La versión nocturna de la cocina temblaba en sus retinas como si se tratara de la imagen defectuosa de una mala copia de vídeo.
Regresó al comedor. Había llegado más lejos que en ninguna otra ocasión y, sin embargo, no había experimentado síntomas de debilidad. Se detuvo junto a una serie de fotografías dispuestas en la pared, justo frente al pasillo que servía de acceso a las habitaciones. Allí estaban Danna y Robert, más jóvenes y más sonrientes, cada uno en su correspondiente mundo bidimensional. En otro, Andrea, apenas una niña, andaba en su triciclo; y en el siguiente, también Andrea, pero esta vez con Ben: ella estaba disfrazada de la Mujer Maravilla y él era un crío que le llegaba a la cintura. Sostenía una espada de plástico, inmóvil en un grito eterno.
Benjamin observó las fotografías, y mientras lo hacía supo que el niño estaba sintiendo algo en un ojo…, un dolor.
No. No era dolor, ¿qué era?
Bajó la vista justo a tiempo para ver que una lágrima solitaria caía sobre la hoja del cuchillo.
Viernes, 3 de agosto, 2001
Tenemos que hablar. —Danna entró en la habitación de su hija sin anunciarse.
—¿De qué? —Andrea estaba sentada en el centro de la cama. Su atención estaba puesta en la revista que sostenía en el regazo.
—Ya sabes de qué…
Y en efecto Andrea lo sabía, sólo que no estaba dispuesta a reconocerlo.
—Mamá, no sé de qué quieres hablarme. ¿Por qué no me lo dices y nos ahorramos las adivinanzas?
Danna se apoyó en el escritorio y esperó. Andrea no la miraba; fingía leer algún artículo de la revista. Tras unos cuantos segundos de incómodo silencio, Danna embistió en dirección a la cama y arrancó la revista de las manos de su hija, que dio un respingo. La lanzó a un rincón, donde una mano invisible pasó algunas páginas.
—Primero, préstame atención cuando te hablo, jovencita. —Danna hizo una pausa desafiante—. Sabes exactamente a lo que me refiero; y si pensabas que no iba a hablar de eso contigo, te has equivocado. Quiero una explicación, y la quiero ahora mismo.
—No sé a qué te refieres.
Danna extrajo de su bolsillo la carta de Marty el conejo que había sobrevivido al incendio de sus compañeras. Extendió la carta de manera que Andrea pudiera verla, y sosteniéndola con dos dedos la deslizó sobre el equipo de música regalo de Matt Gerritsen.
—A esto me refiero.
Andrea la observó con incredulidad.
—No creí que aceptar un regalo de mi novio pudiera originar esta escena digna de Shakespeare.
Danna devolvió con disimulo la carta de Marty al bolsillo trasero. Andrea la había visto, estaba segura; sin embargo su expresión no había sido de sorpresa. ¿Estaría fingiendo?
Creía que no.
—¿No crees que aceptarlo ha sido un error? —preguntó
Danna.
—No veo qué tiene de malo.
—Quiero que lo devuelvas. Y es una orden.
—No voy a devolverlo. —Andrea no salía de su asombro. Incluso tratándose de su madre la reacción era excesiva—. ¿Por qué habría de devolver un regalo?
—¿Te parece la historia de Diana Gerritsen una buena razón?
Ahí estaba, claro que sí. La mierda tarde o temprano flota…
A fin
de cuentas todo se reducía a
Diana Gerritsen
.
—Me muero por escuchar la historia —la desafió Andrea.
—No voy a repetir lo que
todo el mundo sabe
. No es la primera mujer que se convierte en un caso perdido, ni será la última. En el accidente en que casi se mata, conduciendo a más de cien para terminar incrustada en un árbol, la policía encontró suficiente alcohol en el coche como para abastecerla si daba la vuelta al mundo. De no ser por algún regalo de Ted Gerritsen al juez, la mujer estaría en la cárcel.
—Está bien, mamá, no te agrada la madre de Matt, seguramente tampoco el padre de Matt…, probablemente ni te agrade el propio Matt. ¿Sabes una cosa? No me sorprende.
—Es cierto, no me agrada Diana Gerritsen, ni su marido. No me agradan en absoluto.
—Y supongo que por herencia tampoco su hijo.
—Andrea…, es lógico que a tu edad no lo entiendas. El dinero de Ted Gerritsen ha sido el único sustento de esa familia. La verdad, siento pena por los hijos, en especial por las niñas…
Una de las cosas que más irritaban a Andrea era que su madre le dijera que a su edad no era capaz de entender ciertas cosas; cuando esa frase aparecía entre ellas, ya no quedaba margen para razonar.
—Mamá, concluyamos aquí esta conversación. La verdad, no me interesa lo que tengas que decirme.
—Pues tendrás que oírme de todos modos. No voy a dejar que las maniobras Gerritsen entren en esta casa. Ese jovencito ha visto toda su vida cómo su padre tapaba los problemas familiares con dinero. No me resulta extraño que crea que ésa es la mejor manera de empezar una relación. ¿Cuánto ha gastado en esto? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos dólares? ¿Qué deja para el primer aniversario?, ¿el piano original de Elton John? Aunque no lo creas, Andrea, hay cosas detrás de este regalo. No importa que las veas o no. Así funciona el mundo de Ted Gerritsen, y es la lección que evidentemente ha aprendido su hijo.
Andrea aplaudía.
—Bravo —dijo una y otra vez.
—Quiero que lo devuelvas —dijo Danna, ignorando la reacción—. Te he explicado el porqué, y no quiero ser más explícita en ciertos aspectos. Supongo que
sí
eres lo suficientemente mayor como para entender a qué me refiero.
—No voy a devolver un regalo porque a
ti
no te gusta el padre de Matt o su madre. Es sólo un regalo.
NO–VOY–A–DEVOLVERLO
.
—Sí lo harás.
—¡NO!
Andrea seguía en su cama. Sus piernas formaban un cómodo cuatro sobre el que permaneció sentada. De pronto Danna se separó del escritorio, impulsándose con sus manos, y agarró uno de los altavoces del equipo de música. Tiró de él con fuerza, originando que el cable en el extremo se desprendiera, y lo dejó caer sobre la alfombra produciendo un apagado
¡plonk!
Poco faltó para que el altavoz se partiera por la mitad.
—¡Mamá!
Esta vez Andrea se puso en pie y se lanzó en dirección a Danna. De haber tenido tiempo suficiente para pensar lo que hacía, no lo hubiera hecho, pero no lo tuvo. Su madre no se inmutó; la detuvo asiéndola por los brazos e impidiendo que se moviera. Forcejearon unos segundos, hasta que Andrea comprendió que no tenía sentido seguir haciéndolo y la presión de Danna fue consecuentemente disminuyendo. Se miraron por un instante que resultó eterno.
—¡TE ODIOOO! —El cabello de Andrea le caía sobre el rostro.
La frase estalló en la quietud de la casa. Se estudiaron como dos pistoleros. Fue Danna quien desenfundó su mano derecha y la lanzó en dirección al rostro de su hija, incrustándola en su mejilla con un chasquido metálico. Andrea retrocedió un paso corto y vacilante; mechones de cabello se adherían a su piel. Las lágrimas no tardaron en brotar de los ojos, gruesas y pesadas. Inmediatamente apartó la vista, sabiendo que, si no lo hacía, la mirada severa de su madre la obligaría a hacerlo de todos modos. Sintió cómo sus piernas retrocedían…, se vio arrastrada a su cama, en la que cayó, para girar y quedar boca abajo. La almohada ejerció presión contra su rostro y la oscuridad fue bienvenida. Las lágrimas brotaron con más fuerza, humedeciendo la almohada, y se mezclaron con la saliva que se escapaba por su boca mientras sollozaba. «Vete», dijo unas cuantas veces, aunque le era imposible saber si Danna seguía allí para escucharla o se había marchado de la habitación.
El disco de diamante mellaba el metal y un chorro de chispas partía en dirección opuesta a Matt. Tras las gafas protectoras, sus ojos seguían con atención la línea de corte. Aunque el chillido agudo resultaba insoportable, Matt había llegado a abstraerse de él.
Un poco más… así… bien.
Soltó el pulsador naranja y apartó el disco. Sin quitarse las gafas, se acercó a la zona que acababa de cortar. Estaba conforme. Colocó la cortadora a su derecha, cuidando de apoyarla del lado en el que el disco (que aún giraba) estaba protegido. Se echó hacia atrás haciendo sonar las articulaciones de la columna y se quitó las gafas para pasarse luego el antebrazo por el rostro sudoroso.
Se inclinó para apreciar el corte, esta vez sin que los gruesos cristales lo estorbaran, pero percibió un movimiento a su izquierda y se volvió, esperando ver un pájaro o quizás un gato.
No vio ni lo uno ni lo otro.
Retrocedió instintivamente, arrastrando sus manos por el suelo, y poco faltó para rebanárselas con el disco de la cortadora. Respiraba agitado.
—¿Quién diablos es usted?
A escaso metro y medio, había un hombre corpulento, de aspecto macizo y enfundado en un traje negro confeccionado con tela suficiente para vestir a dos individuos de contextura normal. Las gafas de sol y el corte de cabello casi al ras completaban el cuadro que uno esperaría encontrarse en la puerta de un club nocturno, pero no definitivamente allí, en el jardín trasero de la casa de la abuela de Randy. El gigante lo observaba con sus manos entrelazadas a la altura del vientre. A Matt se le ocurrió que su sorpresivo visitante era lo más parecido a un bloque humano. Una idea estúpida, que en otro momento quizás hubiese sido celebrada con cierta gracia, pero que en esta ocasión pasó absolutamente desapercibida.
—Alguien quiere verte, Matt.
La expresión del sujeto no cambió al hablar; siguió con la misma postura expectante, como si buscara una respuesta, aunque no había formulado ninguna pregunta. Matt seguía tendido en el suelo, desde donde el recién llegado parecía del tamaño de una montaña. ¿Lo había llamado por su nombre?
La presencia de Bloque de por sí no podía significar nada bueno, pero si además el sujeto conocía su nombre, entonces sus posibilidades de salir bien librado de aquello eran tan remotas como encontrar en la calle un billete de lotería premiado.
Matt comprendió que la única explicación para la inesperada visita debía de estar relacionada con las reparaciones en la furgoneta. La figura que tenía delante distaba de asemejarse a un representante de la ley; más bien era un Tony Soprano con esteroides. Cuando abrió la boca para preguntar quién quería verlo, un sonido sibilante emergió de su garganta seca. Tragó con dificultad para liberar sus cuerdas vocales de la saliva reseca, pero otra vez el resultado dejó mucho que desear.