El anciano tenía una facilidad notable para recordar el pasado. Hablaba con un cigarrillo en la boca y los ojos distantes. A menudo olvidaba su cigarrillo y entonces adivinar cuándo caería la parte carbonizada se transformaba en una diversión adicional para ellos. Mike dudaba de que su interlocutor supiera quiénes eran sus pequeños visitantes, o qué hacían en su casa, pero el Alzheimer hacía que esas preguntas no tuvieran importancia.
—Permanecíamos allí un buen rato. Debo reconocer que más de una vez las historias eran interesantes. Cuando nos marchábamos, nos lanzaba una mirada desdeñosa, pero incluso esa expresión no duraba más que un par de segundos. Nos alejábamos por el sendero hacia mi casa y media hora más tarde simplemente regresábamos…
Mike le preguntó a Tom si sabía lo que era un
déjà vu,
y Tom asintió.
—Pues eso es precisamente lo que sentíamos al regresar a casa de Crispin Rippman —dijo Mike—. El hombre se mostraba sorprendido, como si no nos hubiese visto en su vida. Y esta vez éramos nosotros quienes le pedíamos una historia en particular: la misma que nos había relatado hacía unos minutos. El divertimento consistía en adivinar los detalles de la historia en los momentos clave y ver las reacciones de Rippman.
Tom rió con ganas. Allison le dirigió a Mike una mirada de forzado reproche, pero que inmediatamente se vio contaminada por una sonrisa.
—¿Cómo reaccionaba cuando adivinabais la historia? —preguntó Tom.
Mike inició el relato de una de las historias favoritas de Rippman: la muerte de su perro
Doux,
un pastor inglés de doce años.
Cuando la muerte de
Doux
tuvo lugar, Crispin no era más que un niño de nueve años. Había convivido con su perro desde que tenía uso de razón y, según palabras del propio Rippman, aquélla había sido la primera gran pérdida de su vida; y uno nunca se recupera de la primera gran pérdida.
—Unos días después de la muerte de
Doux,
fruto de una displasia en la cadera, Crispin y su padre se dispusieron a desmontar la caseta del perro. Según su madre, la caseta era un nido de insectos y ocupaba mucho espacio. Según su padre, era algo que debía hacerse. Lo asombroso de la historia fue el descubrimiento que Crispin y su padre efectuaron ese día. A lo largo de los años, el perro se las había arreglado para acopiar objetos en la caseta: un reloj, adornos, una gorra del propio Crispin, un zapato de su madre, una fotografía de su padre y unos cuantos ceniceros. Por alguna razón, había desarrollado una predilección por los ceniceros.
Doux
había resultado ser un verdadero ladrón experimentado.
Mike les dijo que la historia de
Doux
era una de las predilectas de Rippman, y que la misma alcanzaba su momento culminante con la descripción de los artículos sustraídos por el animal.
—Algunas veces dejábamos que Rippman describiera los artículos uno a uno. Otras, simplemente nos adelantábamos y fingíamos adivinarlos. Nos los sabíamos de memoria, y el viejo solía abrir los ojos como platos al oírlos de nuestros labios.
Los tres rieron animadamente con el final de la historia.
Allison se marchó a la cocina poco tiempo después. Mike la sorprendió observándolos a través del cristal de la cocina y advirtió que apartaba la vista cuando él se fijaba en ella. El hecho lo sorprendió al principio, pero tras meditarlo unos segundos comprendió que la partida de Allison había sido deliberada. Algo perturbaba a Tom —resultaba imposible pasarlo por alto— y por alguna razón los había dejado solos para que hablaran al respecto.
—¿Qué ocurre, Tom? —preguntó. El niño tenía la vista fija en el regazo.
Tom alzó la vista. Respondió rápido, como si hubiera estado esperando que Mike, o alguien, le formulara la pregunta.
—He tenido sueños… Sueños que se repiten.
—¿Acerca de Ben?
—Sí.
—¿Quieres hablarme de ellos?
Tom lo pensó. Si bien había esperado la pregunta, también sabía que había ciertos detalles que prefería no revelar. Si las imágenes de su amigo mutilado eran producto de su mente, era mejor guardárselas para sí. Decidió que podría dar una versión reducida de los sueños, y aun así mantener su esencia. Además sabía que necesitaba hablar con alguien. Lo había intentado con su madre, pero cuando estaba frente a ella se arrepentía y decidía dejarlo para más tarde. Con Mike sería más sencillo, supuso.
—Transcurren en una isla —dijo al fin.
La frase evocó la isla forjada por su imaginación, habitada por seres que no dejaban verse, que alzaban sus lamentos para mezclarlos con el viento frío y susurrante. La isla que escondía formas talladas por la noche y que le deparaba la misma sorpresa que debía descubrir noche tras noche, una y otra vez…
—Siempre en el mismo sitio. La misma isla —siguió diciendo Tom—. Está oscuro… y en el sueño siempre corro. Busco algo, pero también escapo de algo. Lo gracioso es que no sé si prefiero encontrar lo que busco o ser atrapado… Corro sin saber adónde me dirijo. Lo hago durante un buen rato, no sé cuánto. De pronto escucho a Ben. Su voz me llega lejana al principio, y está gritando, pidiendo que lo ayude… Entonces corro más rápido, todo lo rápido que puedo. Quiero acercarme a Ben. Y lo encuentro…, siempre lo encuentro.
—¿Qué sucede cuando lo encuentras?
—Ben… está herido. Escucho su voz procedente de un hoyo en la tierra. Está allí dentro…
—No es necesario que sigas, Tom.
Cuando Matt despertó, sintiendo vestigios de la tensión del encuentro con la policía la noche anterior, supo que ese día las cosas serían diferentes. Su comportamiento durante el encuentro con el agente Timbert había sido sumamente infantil y estúpido. En contraposición con Randy, que había controlado la situación sin inmutarse, él había sido presa de un miedo irracional que lo llevó a temblar como un cachorro mojado ante cada insinuación del policía. Evidentemente debía mejorar en ese aspecto, pero no dudaba de que con el tiempo lo haría. Con esa idea en mente concilió el sueño, y al despertar se sintió renovado y lleno de planes para el día que empezaba.
Primero fue de compras. El cumpleaños de Andrea era la semana próxima, el 12; ella suponía que él no lo recordaba, pero estaba equivocada. Era una suerte que el cumpleaños de Andrea coincidiera con el de su ídolo, Mark Knopfler. Matt no olvidaría nunca en su vida el cumpleaños de ninguno de los integrantes de Dire Straits.
No le resultó difícil conseguir el regalo que buscaba. Tras recorrer un par de tiendas, se decidió por un modelo que consideró apropiado, pagó en efectivo y uno de los empleados lo ayudó a trasladar la caja de cartón hasta el asiento trasero de su Honda. Conforme con su compra, condujo hacia las afueras de Carnival Falls, paradójicamente muy cerca de la gasolinera en la que el día anterior Cinta les había hecho entrega de la droga. A la luz del día, el incidente junto a la máquina expendedora de refrescos le parecía fruto de un sueño.
Su plan continuó con una visita a Ronald Robins, un deudor crónico de los servicios legales de su padre. Robins tenía un taller mecánico, muchas ex esposas y una deuda creciente con Ted Gerritsen. No sería la primera vez que Matt se aprovechaba de la situación para solicitarle favores.
Robins estaba tendido en el suelo debajo de un Subaru desvencijado cuando oyó los pasos. Preguntó con voz carrasposa quién se acercaba y, al no obtener respuesta, salió mascullando y arrastrándose, encogiendo su estómago hinchado de cerveza. Al asomar su rostro grasiento no pudo esconder su fastidio. Tenía claro que si un Gerritsen lo visitaba no era precisamente para regalarle cupones de descuento.
—Gerritsen, ¿qué tal? Creí que tu día empezaba al mediodía.
—Muy gracioso. Robins, voy a necesitar algo de tu equipo.
Robins resopló al ponerse en pie. Se limpió las manos con un trapo que colgaba de uno de los bolsillos delanteros.
—¿Qué es lo que necesitas? Puedo darle el jodido taller a tu padre, créeme que lo he considerado. —Se rió con desgana.
Matt pensó la respuesta. Sabía que sería más efectivo mencionar que el equipo era para cumplir con un cliente de su padre. Si Robins hablaba con él para verificarlo, podría arreglarlo. Podría decirle a su padre que era para el Honda y que prefirió no ser del todo sincero para ser más persuasivo con Robins. Matt sabía que aquélla era una característica que su padre respetaba; como abogado decía que la persuasión era el motor del éxito en la profesión. A Matt le importaban un rábano la abogacía y las tácticas que la misma traía implícitas, pero prefirió no ignorarlas esta vez.
—Necesitaré la soldadora y la cortadora. Serán sólo tres días. Cuatro a lo sumo. El trabajo es para un cliente de mi padre.
—¡Tres días! Cielos, Gerritsen, ¡son herramientas de trabajo! No puedo.
—Sí puedes. Serán tres días. Si las necesitas, puedo traerlas —mintió Matt.
—Si las necesito… ¡claro que las necesito! Utilizo la soldadora tantas veces como voy a mear. —Mostrando una serie de manchas en su delantal de trabajo, agregó—: Estas quemaduras no son de los fuegos de Navidad. A veces sueño con las jodidas chispas.
—Robins, no exageres. Puedo llevarme la pequeña. Este cliente es muy importante y mi padre te estará sumamente agradecido. También necesitaré gafas de protección.
Sabiendo que no tenía otra salida, Robins accedió. Le suplicó que en tres días le devolviera el equipo y lo ayudó a cargarlo en el maletero del Honda.
—¿Qué es eso que tienes en el asiento trasero? —preguntó el hombre en tono burlón—. ¿Me lo darás a cambio de mi equipo?
—Es un regalo para mi novia. Gracias por esto. Mi padre te estará sumamente agradecido.
—Piérdete, Gerritsen. Me has arruinado el día.
Matt condujo hacia la casa de la abuela de Randy, conforme con las faenas de la mañana. El vecindario estaba desierto y decidió que no corría riesgos si guardaba el Honda en la entrada para vehículos junto a la furgoneta. Tenía pensado trabajar buena parte del día, hasta la hora de ir a casa de Andrea. Si mantenía un buen ritmo, creía poder terminar el trabajo de acondicionamiento de la caja de la furgoneta en tres días, lo cual constituiría todo un récord. Haría un buen trabajo. Randy se sorprendería con los resultados.
Al mediodía compró algunas provisiones para los días siguientes y las guardó en la nevera. Separó para el almuerzo un trozo de pastel de verduras, un sándwich de pollo y una Pepsi. Comió rápido, sentado junto a una esquina de la mesa de la cocina. Al terminar se dirigió al jardín trasero.
Decidió que primero sería prudente ocuparse del regalo de Andrea, y así lo hizo. Todo marchaba según el plan. Matt no era consciente del detalle, pero era la primera vez en su vida que tenía un plan para
algo
. Era a corto plazo, cierto, pero era un plan. Su vida no flotaba como un globo a merced del viento en la mano de un niño. Un niño que podía soltar el globo de un momento a otro y mandarlo al demonio. Cada punto de su planificación que se concretaba era un indicio más de que alcanzaría su meta.
A la una y media Matt se hallaba tendido en el suelo de cemento, demarcando la chapa cuidadosamente con un grueso lápiz con mina de carbón. Un error pequeño podría corregirse, pero no podría permitirse el lujo de fallar por mucho. Kallman no tendría otra pieza de aquéllas, ni él el tiempo para volver a empezar de cero.
Las dos horas que había establecido para el trabajo se diluyeron delante de sus narices. Durante la primera media hora echaba un vistazo a su reloj de vez en cuando; luego dejó de hacerlo y se sumió obsesivamente en el trabajo. Cuando sonó su móvil, al principio el timbrazo le resultó ajeno; como si se tratara de la alarma de algún coche en la calle. Al décimo timbrazo comprendió que se trataba de su teléfono y que había estado tan abstraído en el corte de la chapa que se había olvidado del mundo. Observó su reloj. ¿Cuánto tiempo había pasado?
Respondió la llamada.
—¿Matt, ocurre algo? —preguntó Randy.
—No, es sólo que… —Matt enmudeció.
—¡Matt!
—Randy, disculpa, es que tengo que ir a casa de Andrea.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Estabas trabajando?
—Sí.
—Matt… ¿Qué has hecho con la mercancía?
—Está segura.
—¿Pero qué has hecho con ella?
—¿Por qué quieres saberlo?
—No soy precisamente yo quien quiere saberlo.
—No cometeré una tontería, Randy, te lo aseguro.
—Lo sé. Pero debes decirme qué has hecho con ella.
—La he colocado en…
Danna marcó el número de Excerside desde su móvil, y fue la voz monótona de Clarice Wilson la que se hizo audible desde el otro extremo de la línea.
¿En qué podía servirle?
Danna dijo llamarse Patricia Chalmers, ser amiga personal de David Sallinger y necesitar hablar con él. Clarice permaneció en silencio unos segundos, y Danna se permitió añadir que era una amiga de la infancia que hacía años que no lo veía.
Cuando finalmente habló, la muchacha explicó que David Sallinger había dejado de trabajar en Excerside hacía varios meses. Agregó que lo lamentaba, pero que no lo había visto desde entonces. Danna, que había previsto encontrarse con una situación como aquélla, le pidió a Clarice en tono de complicidad que le diera el dato del nuevo empleo de Sallinger. No obtuvo una respuesta inmediata y supo que la muchacha se debatía entre brindarle la información o no. Dejó pasar un par de segundos y explicó que se trataba en cierta forma de una emergencia; sus compañeros de escuela se reunirían la semana próxima, como lo hacían año tras año, y quien conservaba los datos de David los había extraviado. La única referencia que conservaban para dar con él era el nombre del gimnasio, pues lo había proporcionado en la última reunión. En la guía telefónica había suficientes Sallinger para desanimarse antes de empezar la búsqueda, dijo en un último intento por obtener la información que buscaba.
—Trabaja en el centro de belleza Heaven on Earth —dijo Clarice por fin—. Consiguió allí un empleo muy bien pagado y se marchó. —Danna anotó la dirección y el número de teléfono y le agradeció la información—. ¿Cuál me dijo que era su nombre?
—Patricia Chalmers.
Danna tenía la información que necesitaba. Almorzaría algo rápido e iría a ver a Sallinger. El asunto estaba completamente decidido. La visión de aquellas cartas viejas formando el nombre de su ex amante era suficientemente intensa para saber que llevaría el asunto hasta las últimas consecuencias. Si era necesario volver a ver a Sallinger y revolver el fondo del río para traer a la superficie episodios del pasado, pues entonces lo haría.