La primera de ellas: ¿quién era el responsable?
Robert llegó a casa una hora después que Danna, y la encontró leyendo en la sala. Se saludaron e intercambiaron un par de comentarios intrascendentes; Danna alzó la vista del libro y estudió a Robert mientras éste se dirigía a la cocina y luego regresaba con un vaso de agua.
¿Por qué la observaba de esa manera?
Él estaba de pie, junto a la mesa, bebiendo a pequeños sorbos el agua. En su rostro se dibujaba una sonrisa desconcertante.
En otras circunstancias Danna ni siquiera lo hubiera considerado; sin embargo, esta vez se preguntó si Robert tendría algo que ver con el mensaje de Sallinger. Para empezar, había llegado tarde. Si Robert hubiera respetado su horario de trabajo normal, entonces habría sido él quien descubriera las cartas antes que ella.
Danna dejó caer el ejemplar de
Mutación
. Imposible concentrarse en la lectura con una idea tan poderosa germinando dentro de su cabeza.
¿Por qué haría Robert una cosa así? Y sobre todo, ¿por qué después de tanto tiempo?
—¿Se te ha hecho tarde en el trabajo? —preguntó Danna. Lo conocía, sabría si se traía algo entre manos o no.
—Sí, un asunto con la policía. Estuve reunido con Harrison y un agente de la DEA. —Robert no tenía intenciones de mencionar su pequeña incursión en el gimnasio, desde luego.
Danna creyó advertir cierto carácter esquivo en su mirada, pero concluyó que eran imaginaciones suyas. Si lo veía con cierta perspectiva, la idea de Robert dejando aquel mensaje y luego presentándose ante ella del modo en que lo hacía en este momento era sencillamente ridícula.
—¿Serías tan amable de traer mi lámpara de lectura? —Danna decidió cerrar el asunto de una vez por todas jugando una última
carta—.
Supongo que está en la habitación. No lo sé con certeza, pues no he ido allí desde que llegué a casa.
La expresión de Robert no cambió. De hecho, la sonrisa en su rostro se ensanchó ligeramente.
Definitivamente, no tenía nada que ver.
Durante el resto de la tarde, Danna no volvió sobre el tema. Por la noche, sin embargo, una idea que había pasado por alto se presentó de repente. Yacía en su cama, haciendo el intento de seguir adelante con
Mutación,
cuando se incorporó y dejó la lectura definitivamente de lado por ese día.
Andrea tampoco había estado en la casa esa tarde.
Andrea.
Al principio había pensado que alguien había entrado furtivamente en la casa para dejar el mensaje. ¿Tenía sentido? En ocasiones la explicación más sencilla está delante de nuestras narices, sólo que no somos capaces de verla.
Danna asimiló la revelación al tiempo que el libro que sostenía con una mano caía sobre su pecho. Robert la observó, y ella se las arregló para volver a cogerlo y colocarlo en la mesilla de noche. La primera cuestión era averiguar cómo Andrea (si es que era la responsable, claro) se había enterado de lo de Sallinger; y la segunda, entender cómo se había atrevido a hacerle una cosa así.
Vigilaría a Andrea. Sabría si había sido ella la culpable o la descartaría como sospechosa como había hecho con Robert. Pero todo eso sería al día siguiente. Ahora apagaría la luz y dormiría y…
—Estuve pensando…
Cuando escuchó la voz de Robert, grave y susurrante elevándose en la habitación en silencio, por un momento creyó que las palabras habían surgido dentro de su cabeza.
—Quizás sea conveniente hacer el viaje —continuó él.
¿Por qué dice esto, ahora?
—Creí que pensabas que no era el momento adecuado —replicó Danna.
—Sí, pero lo he pensado mejor. Quizás sea bueno. ¿Has cambiado de opinión? —Robert se sintió desconcertado.
—No he cambiado de opinión —respondió Danna a la defensiva—. Es sólo que ya me había hecho a la idea de que postergaríamos el viaje por un tiempo.
—Pero querías hacerlo.
—Quería
hacerlo. No sé cómo crees que funcionan las cosas, pero no puedes arrastrar a los demás a hacer lo que
tú
quieres, cuando
tú
quieres.
Mientras las palabras escapaban de su boca, Danna supo que no podría alejarse de Carnival Falls hasta no saber quién conocía su relación con David Sallinger y por qué pretendía atormentarla. Además, el hecho de que Robert cambiara de opinión tan abruptamente resultaba sospechoso.
—Danna, ayer, en el estudio, dijiste que…
—Robert, al diablo con lo que te dije en el estudio. Vamos a dormir.
Benjamin no los observaba en ese momento. Sin embargo, fantaseaba con lo que ocurría en la habitación entre Danna y Robert. Pronto les daría más de aquello, ¡mucho más!
Mientras Danna y Robert Green yacían en su cama, sin poder dormir, Matt Gerritsen aparcaba su Honda delante de la casa de Randy.
Randy sonrió al verlo; su primo estaba siendo puntual. Se lo había pedido expresamente esa tarde por teléfono, y aunque lo notó un poco molesto por tanta recomendación, supuso que lo que realmente perturbaba a su primo era que esa noche utilizaran su Honda y no la furgoneta. Randy le explicó que cuando la furgoneta estuviera lista, la utilizarían para hacer el traslado hasta Nueva York
,
lo cual era a todas luces muchísimo más arriesgado. Además, si algo salía mal esta noche, poco importaría si viajaban en un Honda, un Mercedes o el Batmóvil; su suerte sería la misma.
Pero nada saldría mal, ¿por qué habría de salir mal?
Matt se pasó al asiento del acompañante y Randy ocupó el del conductor, también según lo acordado.
Transitaron por la carretera 153 en dirección norte. En el trayecto se toparon con un par de vehículos policiales y Randy notó que los músculos de Matt se tensaban. Lo tranquilizó diciéndole que no había de qué preocuparse, y aprovecharon la ocasión para repasar lo que dirían si la policía los detenía.
Randy no había dicho nada acerca del sitio al que se dirigían, y Matt no supo qué pensar cuando su primo se detuvo en una Texaco y se apeó. Se habían alejado unos tres kilómetros de la ciudad.
—¿Qué tal un refresco? —sugirió Randy.
Matt tenía la garganta seca, pero en lo que menos pensaba era en un refresco.
A la derecha, un callejón oscuro servía de albergue a una serie de cajones vacíos y a una maltrecha máquina de Pepsi
,
que a duras penas se las arreglaba para soportar el paso del tiempo. Matt vio a una muchacha que estaba sentada en el suelo, justo delante de la máquina expendedora. Tenía una bolsa de deportes azul entre sus piernas flexionadas y jugaba con una
game boy.
Sus pulgares accionaban los botones con presteza. Matt se preguntó qué podía estar haciendo a esas horas de la noche aquella muchacha, pero ni remotamente la relacionó con ellos.
En la parte trasera, ocultos en las profundidades de aquel callejón, dos hombres seguían sus movimientos con atención, sin que ellos lo supieran.
Randy oprimió el botón de entrega de la máquina expendedora, pero no obtuvo respuesta. Matt comenzaba a decirle que no funcionaría si no colocaba una moneda, cuando Randy le dio a la máquina dos ruidosas patadas que se encargaron de silenciar sus palabras. Masculló algo y entonces la muchacha se puso en pie y se les acercó. Tendría unos dieciocho años, a lo sumo, pero su rostro apocado hacía entrever que sabía lo que hacía. Llevaba el cabello suelto, sujeto por una cinta ancha. Cuando estuvo junto a ellos, arrojó la bolsa a sus pies y les entregó cuatro monedas.
—No funciona bien —dijo Cinta.
Randy asintió mientras introducía las monedas en la máquina.
—Es una noche agradable —continuó la muchacha—. Aunque por alguna razón hay más polis que de costumbre. No sé si se trata de un dispositivo policial o qué.
Cinta dio media vuelta y caminó, pero esta vez no hacia el sitio en que había estado sentada, sino que se internó en el callejón, dejando atrás su bolsa.
Bebieron los refrescos en el coche y al terminar arrojaron las latas por la ventanilla. El empleado de la Texaco, que los observaba desde el interior de la gasolinera, advirtió lo sucedido y gruñó algo en contra de la juventud y sus modales, pero cuando bajó la vista hacia la revista que estaba leyendo, el incidente de los dos jóvenes había quedado olvidado.
No se dirigirían a la autopista; regresarían por un camino interno. Sería más lento pero más seguro. El comentario de la muchacha respecto a la cantidad de polis dando vueltas era cierto, y ninguno de los dos quería averiguar cuáles eran las razones de semejante despliegue. Matt permaneció en silencio un buen rato. En el cielo no había luna, y la iluminación de los caminos que escogieron era escasa.
—Vamos, Matt. —Randy instó a su primo a que hablara, apartó una mano del volante y le asestó una palmada en la rodilla—. Casi hemos terminado hoy. Te noto intranquilo.
—Estoy intranquilo.
—No hay por qué inquietarse; en media hora estarás en tu casa, créeme. Mañana podrás ocuparte todo el día en la furgoneta si lo deseas. Por la noche podemos organizar una reunión, si tu noviecita te deja. Podría incluso llamar a Brenda.
—Sí, podría ser… ¿Randy?
—Sí.
—¿Por qué no me has dicho lo de la señal?
Randy lo miró intrigado.
—La máquina expendedora, la patada, la muchacha —dijo Matt con resignación—. Creo que puedo saber ciertas cosas.
—Sí, tienes razón, lo siento. Pero no sabía lo de la muchacha. Sólo sabía nuestra parte.
Matt no dijo nada. Creía que el estar al tanto le ayudaría a controlar un poco mejor la situación, pero probablemente no era más que una mentira para justificar su nerviosismo.
Al llegar a la ciudad, Randy transitó por callejuelas desoladas. La iluminación de las farolas los hacía vulnerables, era cierto, pero Matt se sentía agradecido de tenerlas sobre su cabeza. Al llegar a la intersección de las calles Oak y Maple, Randy frenó y tuvo un instante de indecisión. Finalmente, giró a la izquierda en Maple y avanzó. Unas quince manzanas más adelante giraría nuevamente a la izquierda y llegaría a su casa. Matt conduciría luego menos de tres minutos hasta la suya. Randy tenía razón, no había de qué preocuparse. Vislumbrar lo cerca que estaban de dar por terminado aquel día hizo que Matt se relajara por primera vez. La jornada había sido especialmente larga para él y sabía que, en cuanto apoyara la cabeza en la almohada, su mente se despediría de este mundo en cuestión de segundos.
Pero tras el giro, el Honda pudo avanzar apenas cien metros. Allí se toparon con el coche patrulla de Dean Timbert bloqueando la calle, y junto a él, el oficial, linterna en mano, indicándoles mediante señas que tuvieran la amabilidad de detenerse.
Matt sintió que el corazón se le congelaba en el pecho. Mientras Randy detenía el Honda, le dijo que recordara lo que habían hablado, todo sin dejar de sonreír.
Timbert se acercó al coche forzando su rostro de policía de película. En aquel momento se suponía que debía estar en su casa.
Los viernes eran
noches de vídeo,
y con Cindy solían alquilar una película y disfrutarla en su veintinueve pulgadas. Si la película resultaba buena, la miraban recostados sobre la alfombra rectangular, comiendo Snickers y palomitas de maíz. Si era mala, dejaban que las imágenes del televisor hicieran el
show
de luces y ellos se encargaban de hacer su propia película sobre la alfombra.
Últimamente casi todas eran malas.
—Hola, chicos.
La cara plana del policía resultó gigantesca al asomarse por la ventanilla del Honda.
—Buenas noches, oficial —repuso Randy sin dejar de sonreír.
—Chicos, será necesario que os registre. Bajad del coche y colocaos hacia el frente. Habéis visto suficientes películas y sabéis a lo que me refiero.
Timbert estaba fastidiado con todo aquello. Resulta que un duende de nombre McArthur o algo así se presenta de la nada, obsesionado con que Carnival Falls será el nuevo escenario de
Traffic,
y allí está él, en una callejuela perdida, registrando a niños, cuando en ese preciso instante, con Cindy…
Randy y Matt rodearon el Honda e hicieron lo que les había ordenado Timbert. Al hacerlo, observaron que en el asiento del acompañante del coche patrulla había otra persona. La silueta revelaba que podía tratarse de una mujer.
Timbert se acercó y los palpó. Notó que uno de ellos, el de cabello rubio, parecía particularmente nervioso y que su cuerpo tembló ligeramente cuando deslizó sus manos por su pierna. Sabía que tal cosa no significaba nada, que el simple hecho de estar en una situación así podía poner nervioso a cualquiera que no tuviera nada que ocultar, pero igualmente decidió no ignorar el detalle.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—A una fiesta —respondió Randy.
Timbert les indicó con un gesto que podían abandonar la posición en la que estaban y, mientras ambos se incorporaban, preguntó:
—¿Qué clase de fiesta?
Randy tardó unos segundos mientras simulaba pensar la respuesta. Sabía que si respondía demasiado rápido, el oficial podría sospechar de ellos.
—Una despedida —dijo—. Un amigo en común que se muda con su familia a Chicago: Adam Hobson.
La información era real. Al padre de Adam lo trasladaban a Chicago. Si el poli resultaba saber algo de los Hobson, sería como ensartar todos los anillos en las botellas de las ferias ambulantes.
Matt sentía que la sangre de su cuerpo se había concentrado en sus pies. Se veía a sí mismo como un fantasma, flotando en medio de la calle con su rostro convertido en un globo blanquecino. Se limitaba a mantenerse en pie, incapaz de reaccionar, mientras Randy le respondía al policía. Estaba convencido de que el poli había notado su nerviosismo. Se dijo que si su corazón no empezaba pronto a hacer circular la sangre por sus venas, se desmayaría y terminaría de cagarla.
—Así que haréis una fiesta con vuestro amigo. Dadme vuestras identificaciones.
Ambos se las entregaron, solícitos. Timbert las miró apenas y caminó hacia la parte trasera del Honda. A través de los cristales oscuros logró ver la bolsa azul que descansaba en el asiento trasero. Sin detenerse, siguió hasta el maletero y lo señaló dando dos golpecitos en la chapa.
—Abridlo —pidió—. Me imagino que en esa fiesta a la que vais no habrá drogas, ¿verdad? —dijo, echando un vistazo al interior del maletero. Estaba vacío.