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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (38 page)

El policía dejó la frase en suspenso y la subrayó con el sonido seco del maletero al cerrarse. Observó los rostros perturbados vueltos hacia él. Caminó con paso firme y se detuvo junto a la puerta trasera.

—¿Qué lleváis ahí? —preguntó dando dos golpecitos rápidos ahora sobre el cristal.

Randy se adelantó y habló, y Timbert creyó advertir un leve temblequeo en el labio inferior. El otro joven, a quien Timbert en aquella atmósfera turbia encontró parecido a un joven Val Kilmer, seguía nervioso, con la vista vuelta hacia un lado, sin moverse.

—Algunas cosas —respondió Randy— para la fiesta.

—¿Puedo verlas?

—¿Cree que es necesario?… La verdad es que nos haría sentir un poco incómodos.

Randy se volvió hacia Matt en busca de aprobación, pero no encontró más que un gruñido ininteligible como respuesta.

—No tengo muchas cosas interesantes que hacer, así que echaré un vistazo de todos modos—. Timbert retrocedió—. Coloca la bolsa sobre el pavimento y ábrela.

Randy suspiró e hizo lo que el policía le pedía. Abrió la puerta trasera y arrastró la bolsa azul dejándola caer sobre la superficie dura del asfalto. Mientras se agachaba, pudo advertir con el rabillo del ojo que el segundo ocupante del coche patrulla salía de él. En efecto, era una mujer.

—Chico, ¿estás bien?

Matt tardó unos segundos en comprender que Timbert se dirigía a él. Procuró responderle que sí, pero sus cuerdas vocales rehusaron hacerlo. Ante la insistencia del policía, logró asentir con un movimiento apenas perceptible.

—Pareces a punto de desmayarte. Quizás deba llamar a una ambulancia.

—Es… estoy bien. Gracias.

—Bueno, ya veremos. Abre la bolsa, muchacho. Veamos qué tenéis ahí…

Randy obedeció.

Al ver el contenido, Timbert sonrió, se inclinó y rebuscó en la bolsa azul entre discos compactos y vídeos, todos estos últimos con portadas de mujeres desnudas. Por lo menos alguien tendría su
noche de vídeo
ese día, se dijo mientras volvía a erguir su cuerpo.

—Conducid con cuidado y disfrutad de vuestra
fiesta
—dijo Timbert al fin. El policía no se movió mientras el muchacho que llevaba las riendas devolvía la bolsa a su sitio y se introducía en el Honda a la velocidad de la luz. Val Kilmer, en cambio, retrocedió aletargado, sin quitarle los ojos de encima, y rodeó la parte delantera del vehículo, con su rostro lunar vuelto siempre hacia él.

Cuando los dos estaban de vuelta en el coche, avanzó y asomó su rostro aplanado por la ventanilla.

—¿No olvidáis algo? —Timbert sostenía entre sus dedos las identificaciones.

Randy se apresuró a cogerlas. Aceleró, y en pocos segundos dejó atrás el coche patrulla y las dos figuras humanas que los observaban de pie.

—Ha estado cerca —dijo.

Matt necesitaría unos minutos para recuperar el habla y poder pensar con claridad. El comentario de Randy era, sin embargo, condenadamente preciso; habían estado cerca. ¿Y si a ese policía se le hubiera ocurrido hacer una breve requisa en el interior del Honda…? Habría bastado con echar una miradita debajo del asiento de Matt para descubrir suficiente heroína como para que todos a cien metros a la redonda se sintieran diamantes y volaran por el cielo, incluida Lucy.

Capítulo 8: El último mensaje al mundo de abajo
1

Jueves, 2 de agosto, 2001

Ciertos secretos están destinados a recorrer su lento camino hacia la superficie. Otros se las arreglan para permanecer en las profundidades…

Por las mañanas, el bosque es un sitio concurrido principalmente por niños. Siguiendo las directivas de sus padres, normalmente eligen agruparse y no sobrepasar el
límite
. Sin embargo, ocasionalmente, dos o tres deciden que desviarse un poco de las reglas no está tan mal después de todo y se alejan del resto para inspeccionar sitios desconocidos.

Mike avanzó entre círculos de niños que se arremolinaban a su lado sin reparar en él; observó los rostros de cada uno de ellos buscando las facciones de Michael Brunell, el niño que había conocido el día de la búsqueda en Union Lake, pero que apenas recordaba.

Pronto se encontró solo, y la soledad le resultó tranquilizadora. De lejos llegaban los gritos de los niños atenuados por el follaje de los pinos, mezclados con los sonidos del bosque: el canto de pájaros, los zumbidos de insectos y el murmullo de las copas de los árboles agitadas por la brisa veraniega.

Mike supo que había encontrado a Michael incluso antes de ver su rostro. Vio al pequeño de espaldas, arrodillado junto a un tronco caído. Se acercó y habló con la mayor suavidad de la que fue capaz, sabiendo que podría asustarlo, cosa que de todas maneras ocurrió.

—Hola, Michael. ¿Te acuerdas de mí?

Cuando Michael se volvió, su rostro palideció de un modo atroz. Retrocedió instintivamente hasta que su espalda se incrustó en un tronco caído. Decir que se asustó sería como afirmar que hubo
ligeros
desperfectos en el despegue del
Challenger
. Un profundo terror se apoderó de él.

—No debería estar aquí… —logró articular.

—No diré nada.

Pero Michael apenas fue consciente de la respuesta del recién llegado. Seguía de rodillas contra el tronco, con las piernas flexionadas en un ángulo peligroso. Entre los dedos de la mano derecha sostenía una lupa pequeña con la que había estado quemando insectos hasta hacía un momento. En otro contexto quizás hubiera hecho el intento de esconderla, pero esta vez no hizo nada.

—Michael, tranquilízate. No he venido a hacerte daño. Soy Mike, el amigo de Ben Green. Algo así como su tío…

Michael no respondió.

—Me recuerdas de Union Lake, ¿verdad? —preguntó Mike.

El niño asintió.

Mike se sintió incapaz de seguir. No había esperado una reacción semejante por parte del niño, lo que llevó a que se preguntara qué había esperado exactamente de ese encuentro. ¿Qué buscaba? Apenas había visto a Michael en Union Lake; había sido tan sólo una silueta cabizbaja detrás del cristal de un coche policial.

Mientras reflexionaba, Michael permanecía en silencio, inmóvil… como si se encontrara frente a un mago que está a punto de cortar a su asistente por la mitad, o hacerla desaparecer.

—¿Qué quiere? —preguntó el niño, armándose de valor.

Mike parpadeó. Una mano imaginaria capturó su mente como si se tratara de un insecto y la devolvió a su sitio. Pensó que había algo en el niño que no terminaba de comprender. ¿Qué era?

De no haber sido por la ayuda de Michael, la policía hubiera tardado días, o incluso semanas, en dar con la bicicleta de Ben; sin embargo, lo había hecho en apenas
unas horas
. Quizás era ésta la razón por la que Mike había decidido buscar a Michael en primer lugar. Ahora que lo tenía delante, la convicción de que sabía algo más, y que el hallazgo de la bicicleta no había sido casual, se convirtió casi en una certeza.

Mike flexionó las rodillas y permaneció acuclillado.

—No debes sentir miedo —dijo—. Acerca de aquella noche, en Union Lake…

Antes de que pudiera concluir la frase, Michael giró su rostro a un lado. Una gruesa lágrima surcó una de sus mejillas manchada de tierra.

—Na-nadie sabe que… que estuve allí esa noche. Nadie…, se lo aseguro. No se lo he di-dicho a nadie. Nadie.

Mike contuvo la respiración. Hasta donde sabía, el niño dijo haber hallado la bicicleta
ese día,
y no la noche anterior.

—¿No has hablado con tu padre al respecto?

—No.

—¿Qué hacías en Union Lake durante la noche?

Michael mantuvo la vista fija a un lado.

—Mis padres se pelean por la noche. Es fácil desaparecer.

—No diré nada. Será nuestro secreto, como la lupa.

Michael le lanzó una mirada incrédula a la lupa, como si no recordara cómo había llegado a su mano.

El hecho de que Michael hubiera estado la noche de la desaparición de Ben en Union Lake explicaba la razón por la que había hallado la bicicleta con tanta facilidad; sin embargo, en la mirada del niño había otra cosa; sus ojos adquirieron de repente una cualidad vidriosa, de cierta sabiduría. Incluso pareció que una sonrisa se dibujó durante un instante.

—¿Has recordado algo? —preguntó Mike.

—No.

—¿Qué ocurrió esa noche, Michael?

Silencio.

Mike se acercó al niño, le aferró los antebrazos y lo trajo hacia sí. Contrariamente a lo que había esperado, Michael no rompió en llanto, sino que mantuvo la compostura. Esa sonrisa incipiente se dibujaba otra vez en su rostro.

—Michael, es importante que me digas lo que sabes…

Y entonces Michael tuvo una reacción de lo más extraña. Ahora sí, sus labios se curvaron en una franca sonrisa. Sus ojos acuosos mantuvieron la humedad de hacía un momento, pero ahora estaban llenos de júbilo.

—Usted no lo sabe, ¿verdad? —dijo el niño.

—¿No sé qué cosa, Michael?

—No lo sabe…

—Michael, dime qué es lo que debo saber. Puede ser muy importante. Nadie sabrá que has sido tú quien me lo dijo.

—No puedo decírselo.

—No puedes decírmelo porque prometiste no hacerlo, ¿es eso?

La sonrisa se ensanchó.

—Entonces no me lo dirás —dijo Mike—. Lo adivinaré. Se lo prometiste a
Ben,
¿verdad?

La sonrisa se ensanchó aún más.

—Dios mío. Michael…, la razón por la que hallaste la bicicleta fue porque tú mismo la llevaste allí, ¿no es cierto? Ben te lo pidió y prometiste no revelarlo.

El rostro de Michael se iluminó; recobró el color en las mejillas y sus ojos definitivamente dejaron atrás la tristeza que los había aquejado unos minutos atrás.

Ciertos secretos están destinados a recorrer su lento camino hacia la superficie. Otros se las arreglan para permanecer en las profundidades.

Michael Brunell lo comprendió con apenas nueve años de edad.

2

La idea de un almuerzo al aire libre fue de Allison, y conforme la exponía en voz alta, su voz adquiría una cadencia acelerada, de ferviente entusiasmo, que dejó a Mike sin aliento. En cuestión de segundos tenían un plan entre manos. La conversación entre ellos se sincronizó como el mecanismo de un reloj, como había ocurrido en The Oysterhouse; cada palabra se entretejía con la del otro como si estuvieran predestinadas a pronunciarse en el preciso momento en que lo hacían. El periódico pronosticaba un día soleado y agradable; podrían improvisar una mesa en el jardín trasero. Allison lo deleitaría con un plato especial y Mike se encargaría del vino y el postre.

Al llegar, Mike le entregó a Allison el vino y un recipiente de helado con solemne concentración, y lo que recibió a cambio fue un beso rápido en esa zona intermedia entre la mejilla y los labios. Mike se limitó a permanecer de pie, observándola desaparecer tras el arco que daba acceso a la cocina, y así permaneció un rato: evocando el modo en que el cabello recogido en una cola de caballo se agitaba al compás de sus caderas.

Mientras Allison daba los últimos toques en la cocina, Mike y Tom se encargaron de trasladar la mesa de plástico y de colocar los utensilios sobre ella. A Mike no le pasó inadvertida la forma en que la mujer los observaba mientras juntos decidían cuál sería la mejor ubicación para la mesa. Mike sugirió colocarla frente a la puerta trasera, donde la sombra cuadrada de la casa de dos pisos los cobijaría, pero Tom le explicó que aquello no duraría mucho tiempo. Era preferible, aseguró, colocarse en la parte de atrás, bajo el sauce, que les proporcionaría la sombra necesaria durante el almuerzo y más tarde también. Mike estuvo de acuerdo y se puso manos a la obra. Disimuladamente, consultó la decisión con Allison por medio de un gesto a través de la ventana de la cocina, y la respuesta llegó en forma de un círculo formado mediante el índice y el pulgar de su mano derecha.

Tom se encargó de transportar los cubiertos, y Mike, de distribuirlos en la mesa. La comida vino después: tres fuentes de ensaladas y carne al horno con verduras. Mike pocas veces había comido carne tierna como aquélla, o quizás fuera la situación la que contribuyó para que así lo pareciera. No lo sabía. Durante el almuerzo conversaron animadamente; la tarde fue haciéndose menos luminosa y la sombra protectora del sauce se estiró cerniéndose sobre ellos como una garra oscura.

—¿Es cierto que tienes una casa junto a un lago? —dijo Tom. Había permanecido en silencio buena parte del almuerzo.

—Sí, es cierto —respondió Mike. La pregunta que instintivamente acudió a su mente fue cómo era posible que Tom supiera tal cosa, pero la respuesta era sencilla: Ben se lo habría dicho.

Mike les habló de Maggie Mae, la casa en Deph Lake que aún conservaba, y a la que solía acudir de niño, algunas veces incluso en compañía de Robert. Por aquellos días, comentó, ocupaba el tiempo cabalgando, jugando al béisbol o con el único amigo que había hecho en aquel paraje donde los vecinos eran casi todos residentes de verano. Su amigo vivía solo con su madre y juntos hacían de las suyas, como importunar a Crispin Rippman, un anciano de la edad de piedra cuyo hijo se ocupaba actualmente del mantenimiento de las propiedades de la zona, entre ellas la de los Dawson. El relato suscitó un interés inmediato. Mike les dijo que el hombre sufría Alzheimer avanzado y que, si bien en esa época no tenía una noción precisa de lo que provocaba esta enfermedad, ambos sabían que el bueno de Crispin apenas podía recordar un puñado de cosas. Casi no reconocía a su hijo, por ejemplo, y desconocía por completo a su nuera, a quien se refería como
esa mujer entrometida
.

—Teníamos la costumbre de visitar a Crispin en su casa. Era un viejo conversador —explicó Mike a su interesada y reducida audiencia—. Cuando nos presentábamos en el porche de su casa, nos observaba con recelo, entrecerrando los ojos y estudiándonos con cautela. Habíamos aprendido que si guardábamos silencio y manteníamos nuestros rostros serios, Crispin nos hacía pasar a su casa.

El relato prosiguió sin interrupciones. Una vez más, las palabras fluían sin dificultad, y Mike se vio dirigiendo la conversación sin saber hacia dónde la conduciría exactamente; como un pastor que guía a su rebaño sin demasiada prisa, limitándose a echarle un vistazo de vez en cuando, disfrutando del aire libre. Por momentos ni siquiera era consciente de lo que decía. Hablaba de tiempos lejanos, de tiempos buenos, de cómo Crispin Rippman evocaba sus épocas de trabajador en el ferrocarril, a su hermano muerto en la guerra o las nanas que le cantaba su madre.

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