Larry introdujo en el conducto primero sus brazos y luego el cuerpo completo. Avanzó boca abajo mientras sus compañeros procuraban mantener la soga tensa.
Mientras los presentes observaban la operación, Banner se aproximó disimuladamente a Harrison. El comisario inmediatamente comprendió que el anciano quería decirle algo y se acercó aún más. Hablaron en un tono apenas audible.
—La lógica indicaría que debería haber algún tipo de mecanismo de cierre en el otro extremo —susurró Banner— para mantener la tubería seca.
—¿A qué se refiere con… la lógica?
—A que normalmente habría un filtro y una válvula de cierre para casos de reparaciones o mantenimiento, no creo que el otro extremo esté sellado, o que lo haya estado alguna vez.
—¿No cree que haya una compuerta que mantenga hermética la tubería?
—No, en absoluto. Y aunque la hubiera, las válvulas no son fiables con el paso del tiempo si no tienen mantenimiento. Normalmente se abren…
—¿Qué insinúa, Banner?
—La tubería puede estar llena de agua —sentenció.
—¿Hasta qué punto?
—Hasta el nivel exterior del lago, claro. Yo diría que unos diez metros del tramo inclinado.
Harrison sintió un escalofrío. Si Ben había entrado y había encontrado agua, difícilmente podría haber regresado tratándose de una tubería inclinada. Si había intentado seguir hasta el otro extremo, estaba claro que sus posibilidades de alcanzar la superficie del lago eran remotas.
No, no remotas, pensó Harrison decepcionado: eran nulas.
Los minutos siguientes fueron de tensión extrema. Myers permaneció junto a la boca del conducto y se mantuvo en comunicación con Larry mientras pudo. La luz de la linterna de Larry fue perdiendo intensidad, hasta que Myers no pudo verla.
—¡Larry! —gritó Myers.
La soga no se movió. Uno de los bomberos se lo hizo notar a Myers quien, mediante un gesto, pidió a sus hombres que aguardaran un momento. Estimó que Larry había avanzado unos veinte metros. Gritó de nuevo. No hubo respuesta.
Myers retrocedió un paso, con las manos en la cintura. Con el rabillo del ojo captó a Harrison y Banner, de pie uno junto al otro. A unos metros estaba la familia del niño: madre e hija de pie frente al padre. No se sintió capaz de volverse y permaneció con la vista fija en la compuerta…
La cuerda dio dos tirones rápidos.
Los bomberos que la sostenían lo informaron de inmediato.
—¡Subidlo! Despacio.
Comenzaron a tirar de la soga. Larry tendría que desplazarse hacia atrás, de modo que era importante que lo hicieran con suma lentitud. Además podía volver con Ben, lo cual haría que el ascenso fuera aún más dificultoso.
La maniobra duraría unos dos minutos, quizás más.
Las dos lámparas de pie proyectaban sombras en direcciones opuestas. Los bomberos inclinaban sus rostros concentrados en la compuerta. El sonido que producían sus trajes de plástico especiales para agua fue durante esos eternos minutos lo único audible. No había rastro de Larry, ni una señal que indicara que las cosas estaban en orden. Nada. Myers había cesado de llamar a su hombre y aguardaba en cuclillas junto a la compuerta. Los hombres de Harrison también observaban en silencio. Dean Timbert, Ian Sommer, Patty Dufresne, los tres uno junto al otro en perfecta progresión de estatura.
Myers se acercó más a la compuerta.
—Viene más pesado, jefe —dijo uno de los bomberos.
Robert, con los brazos apoyados en los hombros de Andrea, sintió el impulso de gritarle al jefe de bomberos que le dijera qué rayos veía, pero no pudo siquiera abrir la boca. Estaba paralizado. No podía hacer más que agarrar a su hija por los hombros y permanecer allí de pie, junto a Danna, observando cómo un bombero estaba a punto de emerger de una tubería abandonada… posiblemente con el cuerpo sin vida de su hijo.
Finalmente, Myers habló. Anunció que podía ver el resplandor de la linterna de Larry.
Cuando salió, estaba empapado de pies a cabeza.
—Hay agua —anunció como si no fuera evidente.
Todos los rostros se volvieron expectantes hacia él. Larry Holmes retrocedió como si fueran miles y no apenas una decena los que lo escrutaban.
Alzó su mano.
Sostenía algo.
—Flotaba allí abajo… —dijo mostrando un objeto.
Andrea lanzó un grito cuando reconoció la gorra azul de su hermano.
Michael Brunell tenía nueve años y sus temores tenían que ver en mayor medida con la oscuridad.
De pequeño dormía con una luz encendida, y si ya no lo hacía, no era porque no quisiera, sino porque reconocer a su edad que necesitaba de una luz para dormirse era demasiado embarazoso.
Sus trucos para conciliar el sueño sin preocuparse por la oscuridad, o hacerlo lo mínimo posible, variaban desde el clásico recuento de ovejas a más complejos, como relatar para sus adentros una película de Disney. Como si lo hiciera para un amigo imaginario, pensaba a veces.
Esa noche, mientras Larry Holmes salía de la tubería en la planta abandonada de Union Lake sosteniendo la gorra azul de Ben
Green, Michael descubrió dos cosas. La primera, y que en realidad era algo que siempre había sabido, era que había cosas más aterradoras que la oscuridad. Y la segunda, que era la oscuridad la que hacía que pensara en esas cosas…
Esas
cosas
, en cierta medida…,
vivían
en la oscuridad; se nutrían de ella.
Esa noche no funcionaría relatar una película de Disney —ni siquiera
El rey león,
que era su predilecta—, por no hablar de contar las estúpidas ovejas. Tapado hasta la barbilla, con los pies doblados contra el pecho, sabía que no podría hacer nada mejor que esperar a que la noche pasara. Si lograba dormirse, mejor. Si lo hacía y no tenía pesadillas, muchísimo mejor.
¿Por qué había mentido acerca de la bicicleta?
¡Tú has dicho la verdad!
Michael sabía que esto no era cierto. No había dicho
toda
la verdad.
No, al menos, al comisario.
Domingo, 29 de julio, 2001
Una semana después
Para Robert, la semana siguiente al episodio en Union Lake se convertiría en una película a la que le faltan partes. Ni siquiera habían hallado el cuerpo sin vida de su hijo, aunque sólo fuera para encerrarlo en una caja de madera bien lustrada, ponerle una tapa encima y depositarlo bajo tierra.
La idea de que el hallazgo del cuerpo de Ben pudiera mitigar su dolor era horrible; Robert ni siquiera lo había considerado en esos términos. Eran las partes faltantes de la película. Las partes que era mejor no ver; como cerrar los ojos en el cine en el momento en que el asesino arremete contra una víctima indefensa con un cuchillo de carnicero. Sólo en sueños le era vedada la capacidad de cerrar el ojo de su mente. En ellos veía a Ben, flotando en agua turbia, con sus miembros extendidos y su cabello flameando. Veía sus ojos abiertos pero inmóviles, en un rostro preso de una palidez mortecina y envuelto en algas. La imagen lo acosaba recurrentemente; y conforme transcurrieron los días, empezó a creer que sería cuestión de tiempo hasta que el Ben de su sueño sacudiera la cabeza y le clavara una mirada llena de vida y reproches.
Pero tal cosa no ocurrió, al menos no durante la primera semana. Y en cierto sentido fue peor. El sueño se repitió, inalterable. Robert deseó que el Ben de sus sueños abriera los ojos
—
le gritara si era posible
—
, porque al menos eso le haría olvidar la razón por la que flotaba en Union Lake de aquella forma, noche tras noche.
Estaba muerto.
Robert no sabía si había algas en las profundidades de Union Lake, y lo cierto es que tampoco se molestó en averiguarlo. Supuso que las algas eran su aporte personal para darle verosimilitud a la imagen. No se permitió pensar que aquella visión de su hijo ahogado era real; que alguna clase de poder sobrenatural lo estaba conectando con Ben. Por momentos la idea resultaba sumamente atractiva, pero se negó a aceptarla. Tenía una familia, una vida y un hijo muerto por el que tenía que conservar los pies sobre la tierra. Sobre todo por esto último.
Dos buzos profesionales trabajaron durante cuatro días sin lograr absolutamente nada. Desde que Larry Holmes saliera del conducto de toma auxiliar con la gorra azul de Ben en su mano izquierda, no hallaron ningún otro rastro del niño. Ni una zapatilla, ni un cabello, nada. Robert sabía que las posibilidades de que Ben hubiera alcanzado la salida de la tubería en el otro extremo eran sumamente reducidas. Aun logrando semejante hazaña, llegar a la superficie del lago emergiendo a esa profundidad sería todavía menos probable. Creer que dos cosas semejantes pudieran ocurrir simultáneamente era como pretender ganar dos veces seguidas a la lotería. Y nadie ganaba dos veces seguidas a la lotería.
La conjetura más pesimista indicaba que si Ben había muerto ahogado dentro de la tubería, entonces los buzos encontrarían el cuerpo allí dentro, o en las inmediaciones de la toma. Pero no había ocurrido ni lo uno ni lo otro, y la verdad es que no había una explicación demasiado satisfactoria para eso. Union Lake no poseía corrientes fuertes; dos días de trabajo deberían haber sido suficientes para dar con el cuerpo.
Las tareas se habían prolongado durante cuatro.
Una semana después, Ben seguía siendo considerado un niño desaparecido; uno más en la lista de aquellos que se saben perdidos para siempre. Su fotografía se actualizaría en los archivos según como se vería su rostro con el paso del tiempo: una técnica de manipulación fotográfica sumamente llamativa, pero que rara vez daba buenos resultados. Las posibilidades de recibir información, o incluso recuperar a un niño desaparecido, son inversamente proporcionales al tiempo transcurrido. Las primeras veinticuatro horas resultan fundamentales. Las primeras veinticuatro horas del décimo año son tan importantes como el nombre de la primera novia de nuestro bisabuelo.
Durante los días en que la búsqueda tuvo lugar, Robert se permitió presenciar la labor de los buzos. En algunas ocasiones, Mike lo acompañó en la orilla del lago, otras veces fue Andrea, pero la mayor parte del tiempo lo pasó solo. Sentado contra un árbol, esperaba la negativa de los buzos al hacer su aparición en la superficie. Lo hacía con dolor, alimentando la llama que simbolizaba la posibilidad de encontrar a Ben con vida. Una llama peligrosa e imposible de extinguir por completo, y que no haría más que iluminar y retrasar la curación de una herida que llevaría de por vida.
A sus cuarenta y tres años, nunca había padecido la muerte de un ser querido cercano; contaba con sus padres y su hermana. Podía levantar el teléfono y hablar con ellos si le apetecía. Pero un hijo era diferente. Se suponía que Ben tenía que ver la décima temporada de
Friends,
tener novias, su primer coche, ir a la universidad. La pérdida de un padre, quien quizás pasa la mayor parte del día maldiciendo su artritis, es completamente diferente. La vida es un ciclo, y cuando se cierra se escucha un clic. Puede ser inmensamente doloroso, pero es éste quien se encarga de indicar que el ciclo se ha cerrado y que las cosas son como Dios las organizó para nosotros. Robert descubriría que en el caso de un hijo, ese clic reparador no llega nunca, no importa cuánto agucemos el oído o nos digamos a nosotros mismos que lo hemos escuchado.
Cuando la búsqueda cesó, las esperanzas se extinguieron por completo. Dos buzos habían trabajado incansablemente, e incluso una unidad especial se había presentado con equipamiento sofisticado. El sistema incluía un dispositivo basado en ondas de choque y rebote, similar al que se utiliza para detectar cardúmenes. Sólo que éste era un dispositivo sumamente preciso, según había comentado el operario que hablaba con una sonrisa orgullosa, como si él mismo lo hubiera inventado. Harrison le dijo a Robert que destinaría recursos para hacer lo que estuviera a su alcance, pero resultó evidente la impotencia con que pronunció estas palabras.
Alguna vez, Robert había ayudado a Harrison y aquello había iniciado una amistad entre los dos hombres. Ahora Robert había perdido a su hijo de diez años y no había nada que Harrison pudiera hacer al respecto.
Un ciclo que no se cierra.
No importa cuánto empeño se destine a entenderlo. Cualquier línea de pensamiento lleva a un punto abierto. Así lo sentía Robert y no podía pensar en ello de una manera más clara.
Un gran
¿POR QUÉ?
Inmenso, erguido solitario en medio de su cabeza, como un letrero de McDonald
’
s en una carretera desierta.
Cuando un atisbo de entendimiento asomaba en algún momento; cuando la idea de que nada de aquello podía ser posible y por lo tanto no estaba sucediendo…, la realidad lo golpeaba con fuerza…, el golpe de una mano implacable, y otra vez:
¿POR QUÉ?
A las visitas a Union Lake siguieron dos días angustiosos en su casa. La familia entera estaba sumida en una profunda depresión; desarticulada como un engranaje al que le falta una pieza fundamental. Robert no sentía deseos de ir a la redacción, pero comprendió que quedarse en casa no sólo no lo ayudaba, sino que era peor. Mike fue uno de los que insistió en que retomar sus obligaciones en el periódico le sería de gran ayuda. Ocupar la mente en algo. Ponerse en movimiento. Hacerlo poco a poco y sin prisa.
Aquéllas fueron las palabras de Mike. Y estaba en lo cierto.
Ben (el de las profundidades) no supo muchas de las cosas que ocurrieron esos días, pero sí supo algo con certeza: su familia lo consideraba muerto.
Nunca se enteró de que Michael Brunell había encontrado su bicicleta Ranger en la vieja planta de Union Lake, y tampoco conoció nada acerca de una tubería auxiliar de casi cincuenta metros por la que sospechaban que había entrado la noche de su desaparición. Ignoraba por completo el hallazgo de su banderín de los Yankees y el descubrimiento de Larry Holmes, retrocediendo ante la mirada inquisitiva de rostros perplejos, elevando su mano para que todos vieran la gorra azul que agitaba con insistencia.
Pero no hacía falta conocer esos detalles. Tenía suficiente con su propia colección de acontecimientos inexplicables, alineados en su memoria como soldados, listos para atacarlo en cualquier momento. Cuanto más se sumergía, más se alejaba de ellos. Los gritos y amenazas horribles que le había lanzado a Rosalía, por ejemplo, adquirían el aspecto desteñido de un recuerdo antiguo; como si no le pertenecieran. A medida que se replegaba, la realidad se desdibujaba y oscilaba, distorsionada por el oleaje en la superficie, y Ben comprendía que esto era lo más seguro para él.