—De maravilla.
—Se te nota eufórico. ¿Aún sigues bajo el efecto de Brenda?
—Estuve con Andrea.
—¿Con quién?
—Andrea Green, ¿recuerdas que te hablé de ella?
—Ah, sí. ¿Qué pasa?
—Creo que muy pronto alguien se llevará el premio gordo.
—¡Felicidades!
—Gracias.
—Supongo que no me has llamado sólo para contarme eso.
—No.
—¿Entonces?
—Randy, olvidé preguntarte… ¿Has podido hablarles de mí?
—Aún no. No he tenido ocasión. Pero he oído que habrá una operación importante. No sé mucho, pero puede ser una buena oportunidad.
—Háblales de mí, Randy, por favor.
—Sabes que lo haré, primo. Siempre me he preocupado por ti. Creo haber sido yo quien te concedió una noche con Brenda Shiller…
—Claro. Gracias, Randy.
—De nada. Y respecto a la muchacha Green: buena maniobra. ¡Nada se compara con anotar en la primera entrada!
Ambos rieron y se despidieron.
—Andrea, no he podido resistir la tentación de llamarte. Ha sido más fuerte que yo.
—Está bien, conozco a Linda Harrison a la perfección. Iba a llamarte también, pero preferí dejarte sufrir un rato.
—Maldita… ¡Cuéntame todo! ¿Qué te dijo?
—Nada para preocuparse, todo lo contrario. Me propuso…
—¡Qué te propuso!
—Me propuso tener nuestra primera relación…
—¡Vaya!
—Misterio develado.
—¿Qué contestaste?
—Que lo pensaría. Y de hecho lo haré. Aunque siento que Matt es la persona indicada.
—Me alegro por ti.
—Tendrás que darme algunos consejos…
—Claro, como si fuera experta por haber pasado un minuto y medio sufriendo bajo Crispin Sollman. No es mucho lo que hay que hacer, Green. Ya lo hemos hablado. Recuéstate…
—… y si no me gusta su rostro, cierro los ojos, lo sé. Creo que su rostro me gusta, así que me ahorraré esa parte.
—¿Cuándo le darás una respuesta?
—No sé. Quiero tomarme unos días…
—Me parece bien.
—Gracias por preocuparte.
—¿Preocuparme? Nada de eso… ¡me moría de curiosidad!
Ambas rieron y se despidieron.
La familia Green concluyó la cena en silencio.
Danna le dijo a Robert que necesitaba hablar con él, y Andrea supo que debía marcharse. Rosalía, que podía predecir una tormenta con sólo mirar el cielo, supo de inmediato que una estaba aproximándose y se apresuró a recoger la mesa. Luego se marchó sigilosamente.
Robert se puso en pie y permaneció sin moverse ni saber qué hacer. La proximidad de Danna cuando ésta se volvía irracional hacía que alguna pieza en su interior se atascara y todo su cuerpo se paralizara. No podía controlarlo, y menos cuando había un ingrediente adicional que lo complicaba todo, como en este caso. Por lo general, podía prever los motivos por los que Danna quería hablar con él; incluso podía pronosticar si todo el asunto desembocaría o no en una pelea. Pero esta vez no tenía la más mínima idea de qué se traía su esposa entre manos. Y lo peor era que, a juzgar por su expresión, se trataba de algo importante.
—Tenemos que hacer el viaje —dijo Danna.
Si Robert había tenido alguna esperanza en cuanto a evitar una confrontación, se desvaneció al escuchar aquellas cinco palabras. La idea de hacer el viaje era un disparate.
—¿Viajar a Pleasant Bay?
—Exacto. Como teníamos previsto.
Robert se sintió superado, sus piernas no lo sostuvieron. Se sentó en una de las sillas, pero no lo hizo frente a Danna, sino en el extremo más alejado de la mesa.
—Danna, realmente me sorprendes. No creo que sea prudente viajar en este momento.
—¿Por qué no?
Ahí estaba, el punto de inflexión. Cuando Danna dejaba la razón y la lógica de lado, resultaba imposible predecir el curso de una conversación con ella. Robert empezaba a sentirse indefenso y desesperado, y sabía que entraba en un terreno en el que lo que dijera tenía poca importancia. O nula.
—No me parece adecuado.
—Ya lo has dicho. Quiero saber por qué.
—Creo que hay… ciertas… formas.
Apenas pronunció aquella frase desarticulada, Robert fue consciente de lo que acarrearía. Al menos podía concederse que lo supo. No supo en cambio qué quiso decir al referirse a
ciertas formas;
le importaban un rábano las
formas,
los comentarios de terceros o todo lo accesorio a la desaparición de Ben. Sí creía en el respeto a su hijo y en el dolor enloquecedor de algo tan difícil de aceptar como el hecho de no poder estrecharlo entre sus brazos nunca más. Sí creía en ser respetuoso con la memoria de Ben, y pasearse por la playa privada de un hotel de lujo en estos momentos distaba bastante de eso. De hecho, lo consideraba literalmente una aberración.
—¡CIERTAS
FORMAS!
—bramó ella, poniéndose en pie y estrellando las palmas sobre la mesa.
Robert se sobresaltó e instintivamente también se puso en pie. La escena hubiera resultado cómica de haber sido otro el contexto.
—Hoy en el gimnasio he tenido que soportar los comentarios de todo el mundo, y ha sido así en todas partes. —Danna hablaba con el labio superior levantado, subrayando cada palabra con un nuevo golpe en la mesa.
—Yo no quise…
—Todos observando a la pobre madre y haciendo sus conjeturas. Si así van a ser el resto de los días aquí, entonces prefiero irme.
Robert retrocedió un paso.
Danna caminó de un lado a otro como días atrás lo había hecho en su habitación, después de lanzar las maletas por los aires. En aquella ocasión la cama matrimonial se había interpuesto entre ellos, ahora era la mesa en que cenaban cada noche.
De pronto ella se detuvo, giró sobre sí misma y agarró uno de los platos decorativos de la pared. Lo sostuvo en alto. Robert siguió sus movimientos con horror, con la imagen aún presente de las maletas atravesando la habitación. Desde el plato, la figura de un ave pintada a mano lo observaba en silencio.
Danna lanzó el plato con un movimiento acelerado. El ave se precipitó al suelo a la velocidad de la luz, e impactó con una explosión metálica, haciendo que cientos de fragmentos de porcelana viajaran en direcciones radiales.
Robert observó horrorizado los otros tres platos que aún colgaban de la pared.
—¡No voy a soportar que cada estúpido habitante de esta estúpida ciudad me juzgue! Nos iremos.
—Pero el trabajo…
—Lo hemos planificado una vez, podemos hacerlo de nuevo. Haré los preparativos.
Danna seguía moviéndose, apartando las sillas a medida que avanzaba, a pesar de que no le estorbaban. Robert desviaba la vista de su esposa a los platos que aún se mantenían en pie, luego de nuevo a Danna. Hasta ese momento el enfrentamiento habría podido ser encuadrado como típico; un breve diálogo en el inicio para desembocar en la ira de Danna, sazonada con algún lanzamiento violento, en este caso uno de los platos decorativos del comedor. Nada fuera de lo común. Siguiendo los patrones normales, cabría esperar que Robert continuara inmóvil, arrepintiéndose por no haber evitado aquello (aunque sabía que tal cosa era imposible), y Danna se saldría con la suya. Apostar en contra de ese desenlace hubiera sido un suicidio.
Sin embargo, las palabras que Danna pronunció a continuación tuvieron la potencia suficiente para torcer el curso de los acontecimientos. Ensanchando las fosas nasales, dijo:
—No tengo la culpa de que nuestro hijo haya sido tan estúpido como para introducirse en esa tubería.
Y Robert se quedó helado.
Se consideraba un hombre inteligente. Más de una vez había intentado bucear dentro de sí para llegar a la raíz de su comportamiento en situaciones como ésta. No era necesario ser Freud para comprender que la relación con su padre tenía mucho que ver, pero un razonamiento tan básico no le había ayudado gran cosa. Ante un enfrentamiento sentía la mente vacía, se mareaba y las piernas se le aflojaban; su primera reacción era terminar la discusión e irse. Más tarde podía arrepentirse, pero en el momento no le era posible hacer otra cosa.
Esa noche fue diferente.
Ben no había sido estúpido —nunca lo había sido— y si Robert se sentía orgulloso de algo en la vida, era de sus hijos.
—Danna, no permitiré que hables así de Ben. —Robert no gritó. No golpeó la mesa. Pronunció la frase en un tono pausado, que le dio más gravedad que una reacción violenta.
—¡Voy a hablar como me dé la gana!
—No de Ben.
Robert rodeó la mesa y avanzó al encuentro de Danna. No sabía qué haría cuando llegara a ella, ¿abrazarla?, ¿abofetearla?, ¿detenerse? No tenía manera de saberlo. Nunca antes le había hecho frente de esa forma en una discusión.
Ella retrocedió un paso, observándolo con actitud amenazante; le clavó una mirada punzante, mientras balanceaba su cuerpo como un animal en el instante previo a atacar. Derribó de un manotazo rápido dos de los platos de la pared, que se estrellaron ante los pies de Robert haciendo que su inusual arrojo se desvaneciera como por arte de magia.
—No sé en qué estás pensando, Robert Green. Realmente no sé en qué
mierda
estás pensando.
Danna rodeó la mesa en sentido contrario al que se encontraba su esposo. Mientras caminaba, arrastrando los pies y acariciando los respaldos de las sillas con su mano derecha, fijó sus ojos en los de Robert, que la observaba sin poder articular palabra, de pie como un niño gigante al que acaban de regañar.
Danna llegó a la embocadura del pasillo y le lanzó una última mirada fulminante.
—Espero que una noche en el sillón aclare tus ideas —dijo, y desapareció.
Unos segundos después el estruendo de la puerta de la habitación al cerrarse se hizo audible en la quietud de la casa.
Recoger los fragmentos le llevó unos diez minutos.
Cuando terminó, apagó las luces del comedor y se dejó caer en una de las sillas. Envuelto en una oscuridad a la que sus ojos tardaron en acostumbrarse, enlazó las manos y apoyó los codos sobre la mesa. Luego posó el mentón sobre sus dedos, como si rezara.
Su mente se empecinó en repasar la discusión.
No tengo la culpa de que nuestro hijo haya sido tan estúpido como para introducirse en esa tubería
.
Las imágenes de Danna lanzando los platos dieron paso indefectiblemente a un conglomerado de situaciones acaecidas en los últimos días. La espera en Union Lake mientras los buzos hacían su trabajo de búsqueda, la bicicleta Ranger de Ben con el escudo de los Yankees en el frente y, por último, Larry Holmes, sacudiendo la gorra azul en su mano izquierda.
Envuelto como estaba en el silencio y la oscuridad de la casa, fue sencillo que aquellas imágenes humedecieran sus ojos. En respuesta, extrajo el móvil del bolsillo de su pantalón. Marcó el número de Mike.
Su amigo respondió de inmediato. Le habló de la discusión con Danna y, aunque fue esquivo con algunos detalles, no lo hizo porque Mike no pudiera entenderlos, sino para no agobiarlo ni agobiarse a sí mismo. Necesitaba desahogarse y ser escuchado, y contaba con Mike para ello. Su amigo incluso se ofreció a ir a verlo, pero Robert le dijo que no era necesario.
Hablaron durante un rato y convinieron en reunirse al día siguiente, en el porche. El solo hecho de pensar en pasar unas horas con Mike hizo que Robert se sintiera mejor. La soledad de la casa no era buena compañía.
Robert no sabía que a pocos metros sobre su cabeza, desde una rejilla de ventilación que no había advertido (y que no advertiría nunca), dos ojos lo estudiaban con atención.
Benjamin se sentía ansioso. Allí abajo los acontecimientos marchaban en la dirección correcta.
Marchaban incluso más deprisa de lo que él había previsto.
Lunes, 30 de julio, 2001
Mike Dawson vivía en una casita austera pero acogedora. Podía permitirse algo más grande, y de hecho la casa que había pertenecido a su familia lo era, pero haberla vendido ocho años antes había sido una decisión acertada. Después de la muerte de sus padres, permanecer en aquel monstruo desproporcionado de seis habitaciones se había tornado insoportable. Lo hizo mientras pudo, hasta que comprendió que cada día que pasaba allí su existencia se asemejaba más a la de un fantasma.
Su padre murió trabajando. La secretaria lo encontró durmiendo sobre el escritorio y decidió no molestarlo; a las dos horas se acercó y lo sacudió, pero lógicamente aquello no hizo que Ronald recuperara la vida que lo había abandonado producto de lo que los médicos catalogaron como un ataque cardiaco
fulminante
. Margaret Dawson lo siguió un año después. Al dolor ocasionado por la muerte de su esposo, se sumó un cáncer diagnosticado tardíamente, que avanzó con velocidad arrolladora. Mike vivió la enfermedad de su madre de un modo particularmente doloroso, mezclada con los sinsabores de su vida personal.
Aquéllos fueron tiempos difíciles, y la casa de tres pisos en la que había vivido toda su vida se convirtió en testigo de sus miserias.
Cuando el cáncer de pulmón concedió finalmente a Margaret su lugar en el cielo, Mike sabía que su relación con Rachel Delany tenía los días contados. Durante el funeral de su madre, Rachel se mantuvo cerca de Mike; se puso un vestido negro con encajes, gafas oscuras y aceptó con mesura las palabras de condolencia de los deudos. Lo hizo bien. También se comportó correctamente los días siguientes, acompañando a Mike en su dolor. Habiendo apenas cumplido los treinta años y siendo hijo único, la ausencia de sus padres convertía a su familia en algo minúsculo. Rachel le dio palabras de apoyo y lo consoló… durante una semana.
Quizás fue lo máximo que pudo tolerar, o fue lo que le pareció correcto. Una semana. Mike sabía que las cosas entre ellos no iban bien, que había que ajustar algunos tornillos en la relación, y suponía que la enfermedad de su madre le había impedido ver ciertas cosas, pero ahora que ella no estaba, sin duda podría ocuparse de ellas.
Él y Rachel saldrían adelante. Iban a casarse dentro de seis meses, ¿no?
No.
Los planes de Rachel Delany no incluían una boda, al menos no con Mike. Se lo dijo tras una cena en la gigantesca casa que Mike empezaba a odiar. Una pizza grande con jamón y cebolla, vino tinto y helado para el postre conformaron el menú. Mike se dispuso a escuchar lo que Rachel tenía que decirle; algo importante, le había adelantado. Ella habló en un falso tono casual, como si se dispusiera a hacer un comentario intrascendente y no a poner fin a la relación.