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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (16 page)

—¿Qué diablos es eso? —preguntó.

—Imposible saberlo —respondió el policía—. No hemos podido moverla.

9

Ben comprendió que algo había sucedido, aunque no supo exactamente qué.

En el desván, el efecto acústico provocado por la lluvia era un gorjeo constante, similar al quejido de un televisor gigante que ha perdido la señal. Ben apenas pudo distinguir el sonido del timbre de la casa. Al acercarse a la rejilla, vio a Mike. Junto a él estaba Andrea. Había venido a recogerlas, tanto a ella como a Danna, pero no fue muy preciso respecto a qué había ocurrido en las últimas horas.

Danna anunció que se cambiaría la blusa y que estaría lista en un par de minutos. Mike asintió y permaneció con Andrea en la sala. Ben examinó sus rostros: el de Andrea, esperanzado; el de Mike, triste, como si estuviera sumido en un sueño.

Ben se apartó de la rejilla. Se dirigió a la habitación de Danna con rapidez; se desplazó por la parte baja del desván valiéndose de ágiles movimientos de las piernas y del apoyo ocasional de las manos. No supo por qué, pero buscó un orificio y la observó. La lámpara de su mesilla de noche proyectaba una luz naranja, similar a la de una buena cantidad de velas.

Cuando Danna comenzó a desabrocharse la blusa, Ben alzó la vista. Instintivamente buscó a su amiga, la rata XL que hasta hacía un momento lo había mantenido alerta, pero el roedor había desaparecido.

Obsérvala…

La voz habló dentro de su cabeza… y se sintió incapaz de desobedecerla. Colocó una vez más el ojo en el orificio y vio a Danna, esta vez con el torso desnudo, vistiendo únicamente un sujetador blanco. No pudo evitar evocar la imagen de Andrea, recostada en su cama. En aquella ocasión se había dicho que no volvería a espiarla; se había prometido no volver a hacer una cosa así nunca. Nunca más. Sin embargo, ahora, mientras Danna elegía una blusa y se la ponía, en comunión con aquella voz cerebral se dijo que había una diferencia con el episodio de Andrea. Esta vez no sintió remordimiento. Disfrutó el modo en que los pechos de Danna, más grandes que los de su hija, se abrían ligeramente hacia los lados y sus pezones oscuros se dibujaban a través de la tela traslúcida del sujetador.

Siguió observando…

Todo envuelto en aquella luz anaranjada. Como en un sueño.

10

Cuando Robert Green llegó a Union Lake acompañado por la oficial Patty Dufresne, tomó conciencia, quizás por primera vez, de la gravedad de la situación. Un camión de bomberos y aquel despliegue policial no constituían algo nuevo para él; su trabajo lo había arrastrado a presenciar situaciones como éstas infinidad de veces. Sabía, sin embargo, que cuando las cosas llegaban a este extremo, cuando había media docena de coches patrulla y hombres vociferando, era porque las cosas habían llegado lejos. Generalmente más de lo que uno quisiera.

Más tarde recordaría la instantánea que su mente tomó en ese momento como el inicio verdadero de una toma de conciencia profunda. Fue al adentrarse en la propiedad de la planta abandonada cuando por primera vez sopesó la aterradora idea de no volver a ver a su hijo con vida. El pensamiento resultó tan insoportable que supo que debía mantenerlo apartado si pretendía colaborar en lo que le fuera posible. Avanzó a la carrera por el camino de tierra, sorteó los coches patrulla y trepó los escalones de acceso seguido por Patty Dufresne.

Un policía los condujo hasta la sala de máquinas, donde Robert encontró algo parecido a lo que el ojo de su imaginación había creado. Su móvil estaba descargado, pero Harrison lo había mantenido al tanto de los acontecimientos a través de la radio policial del coche patrulla. En el extremo opuesto, encajada en la pared, vio la compuerta circular metálica de la que el comisario le había hablado. Tres policías y dos bomberos la observaban con detenimiento en ese momento. Era de aspecto macizo, de apertura similar a un ojo de buey. Estaba entreabierta, pero no como para que un adulto pudiera introducirse. Nadie lo había manifestado en voz alta, pero la abertura sí era suficiente para que un niño pudiera haber entrado…, en especial uno de diez años de complexión delgada.

Dos bomberos intentaban sin éxito mover la compuerta. Era evidente que sabían de antemano que no lo lograrían; sus rostros evidenciaban que no era la primera vez que lo intentaban. Probablemente habían decidido hacer un intento adicional al advertir la presencia de Robert, como si aquello evitara dar al padre ciertas explicaciones que no tenían.

Robert, sin embargo, no era demasiado consciente del intento de los bomberos, ni al parecer de nada de lo que sucedía allí. Se encaminó en silencio hacia el trozo de tela que descansaba a un costado de la compuerta. Aún no había visto la bicicleta, desde luego, de modo que el hallazgo de aquel jirón de tela constituía el primer contacto que tenía con su hijo desaparecido hacía más de treinta horas. Si bien la tela no estaba extendida en su totalidad, lo estaba lo suficiente como para advertir la galera pintada con los colores de la bandera de Estados Unidos introducida en el extremo del bate de béisbol. Cuando la tomó entre sus manos, también pudo advertir la pelota de béisbol sobre la cual estaba superpuesta. Aquél era el banderín que su hijo solía llevar siempre en su bicicleta; y en caso de que hubiera alguna duda al respecto, las letras torpes de Ben en la parte inferior se encargaban de echarla por tierra:
New York Yankees
.

—Es de Ben. —Robert se volvió al resto aferrando el banderín.

—Estaba exactamente donde lo has encontrado. —Harrison colocó su mano sobre el hombro de Robert—. Pensamos que quizás Ben pudo introducirse por esa tubería. No sabemos aún adónde conduce. —El comisario no pudo levantar la vista mientras pronunciaba estas palabras.

Robert se arrodilló frente a la compuerta. Introdujo su rostro por la abertura y gritó el nombre de su hijo al menos media docena de veces. Lo recibió una atmósfera húmeda, y sólo obtuvo por respuesta el eco de sus palabras rebotando en las paredes de acero de lo que parecía ser un túnel de unos sesenta centímetros de diámetro.

Nadie dijo nada. Dos lámparas de pie de quinientos vatios proyectaban sombras quietas.

Finalmente, fue Harrison quien se acercó a Robert, lo cogió por los hombros y lo apartó del resto.

—¿Qué es eso, Thomas? —preguntó Robert.

—No lo sabemos —contestó Harrison—. Pero parece ser un conducto de agua. En cuanto logremos abrir la compuerta un poco más, tendremos una idea más acertada.

Robert asintió.

—Dean ha ido en busca de un ex empleado de la planta; el tío de uno de mis hombres. Hemos tenido suerte en encontrarlo. Llegará de un momento a otro y nos explicará hacia dónde conduce la tubería.

Por primera vez, Robert se detuvo a observar en detalle aquel sitio. El techo era altísimo, probablemente más de seis metros, calculó. A media altura, y en forma perimetral, una pasarela metálica servía de mirador. A unos metros de la compuerta, una tubería particularmente grande llamó su atención. Tenía más de un metro de diámetro y una serie de válvulas manuales dispuestas en distintos lugares. Sobre la superficie de acero, justo en un quiebro pronunciado, alguien había garabateado con pintura en aerosol:
¡Tan gruesa y dura como la mía!

—¡Ha cedido! ¡Vamos! —vociferó alguien.

Todos se volvieron instintivamente a la compuerta. Tres bomberos forcejeaban con ella. Aunque se hacía dificultoso que más de tres personas tiraran al mismo tiempo, un cuarto se las arregló para colaborar. En efecto, la compuerta se estaba moviendo: pequeños desplazamientos al principio, cuando los hombres aplicaban el máximo de fuerza, y más tarde un deslizamiento lento pero continuo hasta que finalmente se detuvo, casi a noventa grados de la pared. Los cuatro hombres cayeron rendidos.

Fue entonces cuando Myers, el jefe de bomberos, se presentó en la sala de máquinas por primera vez desde que Robert estaba allí.

—Acerquen la lámpara lo máximo posible a la compuerta—dijo.

Dos de sus hombres obedecieron inmediatamente. El cable que la alimentaba, conectado al vehículo aparcado fuera, apenas permitió acercarla tres metros, pero fue suficiente para iluminar el interior de la tubería. Todos se acercaron por turnos. Los primeros fueron Robert y Harrison, que se sumaron a Myers, quien intentó valerse de su poderosa linterna para iluminar más allá del alcance de la lámpara, pero sin mayores resultados. A primera vista no era más que un conducto de paredes de acero que salía desde la compuerta hacia abajo, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados. Hasta donde se les permitía ver, la conducción tendría unos diez metros, pero seguramente se extendía más allá de eso.

—¡Vamos a bajar! —anunció Myers.

Donald Myers, un hombre de unos sesenta años, lograba transmitir seguridad en momentos donde la lógica indicaba que era difícil tenerla. Ordenó a uno de sus hombres que fuera en busca de una soga, luego se volvió a uno de los artífices de poner en movimiento la compuerta y le indicó que sería él quien bajaría. El hombre, definitivamente apropiado por su complexión, asintió sin vacilar.

Los minutos siguientes fueron empleados por los bomberos de Carnival Falls para prepararse a realizar la maniobra. Los hombres de Harrison, Ian Sommer y Randy Cruegger, acompañados por Patty Dufresne, continuaban con la búsqueda dentro y fuera de la planta. Hasta el momento no habían encontrado nada, pero Harrison no quería dejar de lado ninguna posibilidad. Si bien lo más probable era que Ben se hubiera introducido por la compuerta —tal como hacía suponer el hallazgo del banderín junto a ella—, también existía la posibilidad de que la hubiera dejado olvidada. Harrison quería pensar que eso era lo que había sucedido, porque lo cierto es que pensar en la posibilidad de Ben introduciéndose por el conducto no le gustaba.

No le gustaba en absoluto.

Fueron necesarios dos bomberos para transportar un ovillo de casi un metro de diámetro, formado por una soga de una pulgada de grosor. Lo colocaron junto a la compuerta y, mientras uno de ellos sostenía uno de los extremos de la soga, el otro se encargó de arrastrar el ovillo hasta el extremo opuesto de la sala de máquinas.

El hombre encargado de bajar se dispuso a quitarse su impermeable y su casco, y los dejó junto a sus objetos personales formando un montículo cerca de la compuerta.

—Larry —dijo Myers—, quiero que bajes arrastrándote. Mantendremos tensa la cuerda, pero sólo será por si resulta necesario. Si no respondes a nuestra llamada, tiraremos de ti. Si das dos tirones a la cuerda, también tiraremos de ti, ¿entendido?

Larry Holmes asintió. Los otros tres bomberos se colocaron frente a la compuerta y agarraron la cuerda como si se tratara de esas competiciones de grupos para determinar cuál es el equipo que puede arrastrar al otro. Myers se acercó a Larry y le dijo algo al oído, pero ninguno de los presentes pudo escuchar qué. Larry asintió mientras confeccionaba un nudo fijo alrededor de su cintura y cogió una de las linternas.

—Estoy listo —anunció.

Myers se proponía a dar la orden para bajarlo cuando el oficial Timbert se presentó en la sala de máquinas. Al verlo, Harrison pidió que se detuviera la operación. Myers observó al comisario y luego a Timbert. Junto a éste se encontraba un hombre mayor. Detrás de ellos, Mike, Danna y Andrea también aguardaban con mirada expectante.

Harrison se acercó a Myers y ambos mantuvieron una conversación breve.

—Esperaremos un momento —dijo el jefe de bomberos.

Quien acompañaba a Timbert era Ernest Banner, un hombre cuya edad podía pasar de los ochenta y cinco años, y que había pasado una buena parte de ellos como encargado en la planta de distribución de agua. Su entusiasmo por estar de nuevo allí fue evidente; sus ojos recorrieron la sala de máquinas, concentrándose en los cubículos metálicos y en la tubería inmensa que surgía de uno de ellos. Posiblemente aquel hombre no había imaginado que iba a regresar a su antiguo lugar de trabajo en los años de vida que tenía por delante, si es que acaso eran años. El hecho de que prácticamente lo hubieran arrancado de su casa con el tiempo necesario para ponerse su albornoz constituía un detalle que decoraba una historia que seguramente contaría a sus nietos.

A pesar de todo, Banner se las arregló para ocultar su entusiasmo tras un rostro sereno y centrado, lo cual denotaba que a su edad aún ejercía cierto control sobre los duendes del ático. Lo que menos necesitaban en ese momento era a un anciano senil que asegurara que aquella tubería era el conducto rectal del caballo de Troya o algo por el estilo.

Robert se unió a Danna y a Andrea y las saludó. Ninguno de los tres dijo nada, pero Mike advirtió algo en la mirada de Danna que hizo que sintiera deseos de gritarle que por una puta vez dejara su ego de lado y considerara que era Ben quien estaba perdido, y probablemente dentro de una tubería que no sabían adónde conducía.

Harrison hizo un rápido interrogatorio a Banner, quien fue sumamente claro y sintético a la hora de dar sus respuestas. Evidentemente, comprendía a la perfección que aquello no era una conferencia, sino una emergencia.

—Ésta es una de las tomas de agua —dijo Banner sin rodeos. Se acercó a la tubería metálica ubicada a unos metros de la compuerta y apoyó su mano nudosa cerca de la pintada con aerosol—. Lo que hay tras esa compuerta que han abierto es una toma de reserva para futuras ampliaciones, que nunca se ha utilizado. Es idéntica a la otra, incluso corren paralelas, sólo que nunca se ha instalado el sistema de bombeo. —Banner dio dos golpecitos a la tubería para indicar que aquello constituía el sistema al que hacía referencia.

—¿Qué profundidad tiene? —preguntó Harrison.

—El primer tramo unos veinticinco metros, con un ángulo de cuarenta y cinco grados. Luego hay una cámara y un recodo. El segundo tramo tiene unos veinte metros y corre horizontal al fondo del lago.

Los ojos de Banner se iluminaban mientras hablaba, como si soñara despierto.

—¿Qué hay en el extremo del conducto?

Banner pensó la respuesta.

—No lo sé —respondió.

Harrison supo que Banner sí lo sabía, y que no había querido decirlo, probablemente debido a la presencia de Robert y su familia.

—Señor Banner, será de gran utilidad si permanece con nosotros.

—Claro.

Myers ordenó a sus hombres que prosiguieran con el operativo. Si las precisiones de Banner eran correctas, el conducto tendría unos cincuenta metros en total, por lo que la soga no sería suficiente para alcanzar el extremo opuesto. Sin embargo, de ser necesario, Larry podría soltarse en el tramo recto, o Ben podría acercarse a él.

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