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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (44 page)

—Dirígete a la cocina —dijo Bloque con voz gruesa.

Mientras se ponía en pie, Matt alzó la vista en dirección a la salida lateral y pensó que quizás si se impulsaba con la suficiente fuerza podría eludir al hombre y escapar. Una mirada al rostro de Bloque, sin embargo, lo desanimó de inmediato. Un movimiento de uno de aquellos brazos gruesos como troncos sería suficiente para hacerlo volar como la
Enterprise
.

Se dirigió a la cocina con el andar de un niño castigado.

Mientras avanzaba, una serie de ideas cruzaron su mente. La primera fue que aquello no era más que una broma de Randy. Incluso consideró que Bloque podía ser un conocido del gimnasio con instrucciones de proporcionarle un susto de muerte. Resultaba la posibilidad más conveniente, el tipo de idea a la que nos aferramos cuando alguien nos sigue por la calle o un extraño golpea a nuestra puerta y nos muestra sus dientes blancos. Muchas de esas veces, en efecto, resulta que se trata simplemente de alguien que camina en nuestra dirección o un vendedor de pasta dental que nos visita, pero otras…

Otras, simplemente no.

Matt echó un vistazo a Bloque por encima del hombro. Seguía en la misma posición, con la vista fija en el frente, como si contemplara algo interesante en lugar de una simple pared desconchada.

Cuando franqueó la puerta de la cocina, imaginó a Randy saltando desde uno de los rincones, riéndose como loco y burlándose de él. Siguiendo con su fantasía, supuso que más tarde se reunirían con Bloque, su amigo del gimnasio, y los tres beberían unas cervezas y se reirían como adolescentes…

Sin embargo, al entrar, Randy no saltó desde un rincón ni nada parecido. A diferencia de lo ocurrido en su tonta visión, lo que vio hizo que se sintiera paralizado.

Un hombre ocupaba uno de los puestos de la mesa redonda. Matt no lo había visto en su vida; sin embargo, su rostro le reveló de inmediato todo lo que era necesario saber. Sus ojos eran lo peor. Matt sí había visto aquella expresión antes, y recordarlo no ayudó a que recuperara la calma.

Por su octavo cumpleaños, a Matt le hicieron el mejor regalo que un niño puede recibir, o al menos así lo consideró en ese momento. Se trató de un bóxer al que llamó
Alí.
Fue una lástima que sólo pudiera disfrutar de él apenas dos meses, hasta que un camión del tamaño de la muralla china se encargó de aplastarlo con la rueda delantera y literalmente partirlo por la mitad. El pequeño Matt presenció el momento en que su mejor regalo del mundo lanzó su último ladrido y permaneció tendido en el pavimento, o al menos la mitad de su cuerpo. Matt se acercó y observó el cuerpo destrozado de
Alí
y, sabiendo que no había nada más que pudiera hacerse, se despidió de él. Una tira de entrañas rojas chorreaba del medio cuerpo del perro, y aunque sus extremidades delanteras se movían ligeramente, Matt sabía que aquello no significaba absolutamente nada. Lo sabía porque sus ojos estaban
muertos
. No quedaba rastro de la vitalidad del cachorro inquieto que correteaba por el jardín delantero y que muchas veces se lanzaba hacia la calle desobedeciendo los gritos de Matt.

Muertos…

Desde aquel episodio, Matt había desarrollado una especial reticencia a asistir a entierros. No es que las personas en general se sientan eufóricas por concurrir a uno, pero en su caso la proximidad a un cadáver hacía que la visión de su perro atropellado se presentara de inmediato. El hecho de que alguien se ocupara de bajar los párpados de aquellos rostros fláccidos, incluso valiéndose de un pegamento si era necesario, no era suficiente para tranquilizarlo ni mucho menos. Seguían allí… tras la piel delgada de dos párpados que podían alzarse de un momento a otro como el telón de un diminuto teatro de muerte.

El calor en la cocina era sofocante. Un ventilador de pie giraba de un lado a otro desplazando el aire con pesadez. El zumbido del artefacto, traqueteando y quejándose cada vez que era necesario establecer un cambio de dirección, atrajo la atención de Matt. El aparato era digno de la decoración de la oficina de un oficial nazi, y Matt estaba seguro de no haberlo visto antes. Claro que ¿acaso tenía alguna importancia? Si se concentraba en el ventilador de pie era simplemente para no hacerlo en…

—Lo encontré detrás de la puerta —explicó el hombre de los ojos muertos.

Matt se vio obligado a volverse en dirección al hombre.

—Siéntate, por favor.

En otra ocasión no hubiese siquiera considerado la posibilidad de obedecer. Y no tenía sólo que ver con la presencia de Bloque en el patio trasero; era simplemente que seguir órdenes no era su estilo. Sin embargo, esta vez sí lo hizo y, mientras se acercaba a la mesa redonda de la cocina para tomar asiento, se detuvo en seco.

Resulta sorprendente cómo ciertas circunstancias nos impiden pensar con claridad.

—Sabes quién soy, ¿verdad, Matt?

—Usted es el… —empezó a responder, pero se detuvo.

El desconocido rió. Matt pensó que si los ojos muertos del individuo pudieran ser convertidos en risa, ésta hubiese sido tal y como la que acababa de escuchar. Una carcajada lenta y gris.

—Sé cómo ibas a llamarme —dijo el Zorro—. Puedes hacerlo si quieres.

Matt logró ordenarle a sus músculos que hicieran su trabajo y lo depositaran en la silla. Era un buen comienzo. Recordó lo que Randy le había dicho de aquel sujeto, lo difícil que resultaba acceder a él; y sin embargo allí estaban, frente a frente.

—¿Quieres una cerveza? —El Zorro atrajo hacia sí un
pack
de Bud. Le tendió una y se quedó con otra para él—. No están frías. Pero nunca hay que rechazar una cerveza, ¿no?

Y otra vez surgió la misma risa: el estertor grave de un gigante agonizando en un pozo de miles de metros de profundidad.

Matt agarró la Bud.

—Buen trabajo el de ahí fuera —dijo el Zorro al cabo de un rato.

Matt asintió.

—¿Te incomoda mi presencia?

—No.

—Bien. Lamento haberme presentado de esta manera. Espero que Barry no te haya incomodado.

Matt pensó en lo cerca que había estado de rebanarse un dedo cuando Barry Bloque había tenido la fantástica idea de aparecer como un jodido fantasma de etiqueta.

—¿Sabes, Matt? No suelo mostrarme mucho. De las cosas que se dicen por ahí, ésa es la única verdaderamente cierta. En cuanto a la razón… Muchos creen que un hijo de puta como yo prefiere manejar sus asuntos desde las sombras, sin involucrarse demasiado; e independientemente de que pueda haber algo de cierto en esto, no se trata de la verdadera razón.

El Zorro echó su cuerpo hacia atrás y desvió la vista hacia el techo, como si buscara allí alguna respuesta. Un puñado de arrugas se disparó como fuegos de artificio en su entrecejo cuando éste se frunció.

—La verdadera razón —dijo el Zorro— es sumamente simple, aunque muchos no sean capaces de verla. Con los años se aprenden cosas, y una de las cosas que he aprendido es que cuanto más te involucras con las personas, mayores son tus problemas. Existe maldad en cada uno de nosotros; en los que condenamos a morir en una silla electrificada porque matan a sangre fría o incendian una escuela, pero también en los que corren apresurados a la iglesia apretando contra el pecho sus biblias de tapas doradas. Todos, Matt. Todos hemos sido inyectados con nuestra cuota de maldad al nacer, y cuando alguien se dispone a destilar su cuota preciada, su veneno, entonces conviene estar lo más lejos posible. Tan simple como eso.

«Menuda perla de sabiduría mafiosa», pensó Matt. Lo que estaba claro es que en un certamen de cabras locas el sujeto que tenía delante obtendría una mención a la trayectoria. Sin ninguna duda. El vacío en sus ojos tenía ahora más sentido. Matt no habría imaginado palabras semejantes en alguien con ojos
cuerdos
.

—Te preguntarás a qué viene todo esto, ¿verdad?

Matt asintió.

—He sabido algunas cosas de ti. —El Zorro fijó las dos bolas de mierda seca que tenía como ojos directamente en Matt—. Sé dónde has decidido guardar
mi
heroína, y hay algo que me preocupa…

—Créame que no tiene de qué preocuparse —se apresuró a decir Matt—. No hay posibilidades de que nadie la encuentre. Yo he…

—Sé lo que has hecho. No te adelantes.

Matt volvió a asentir.

—¿Conoces a Danna Green? —preguntó de repente el

Zorro.

—Es la madre de mi novia.

Matt se preguntó adónde pretendía llegar aquel individuo. Primero hacía una descripción demoniaca de las personas y luego mencionaba su preocupación por la droga, que de por sí resultaba lo más sensato de todo aquello…, pero ¿Danna Green? ¿Cómo se relacionaba ella con la droga? Si es que tenía alguna relación. Hasta el momento, el modo en que el hombre hilvanaba las cosas no parecía ser precisamente un tributo a la lógica.

El Zorro extrajo algo del bolsillo delantero de su camisa. Al principio Matt no supo de qué se trataba; luego advirtió que no era más que un juego de cartas. El Zorro partió el mazo por el medio y cogió cada mitad con una mano. Valiéndose de sus dedos índice y pulgar, dobló cada porción del mazo hasta que ambas formaron una C. Las acercó una a otra y las soltó. El consiguiente
trrrrrrrrrrrrr
se hizo audible cuando las cartas se intercalaron unas con otras. Matt siguió la operación sin decir nada, incluso cuando ésta se repitió una vez, y luego otra vez.

—¿Has notado algo extraño, Matt? ¿Algo fuera de lo normal?

—No —respondió él sin tener ni idea a qué se refería el hombre, pero suponiendo que la suya era la respuesta que esperaba.

—Sin embargo, algo no está bien. Presta atención.

Nuevamente, el Zorro mezcló las cartas, pero esta vez más lentamente. A medida que los pulgares se deslizaban hacia la parte superior, las cartas caían una sobre otra ahora con pesadez.

Tr tr tr tr tr tr tr…

—¡Allí! —exclamó Matt al tiempo que señalaba las manos del Zorro.

—¿Qué has visto?

—Una de las cartas está al revés.

—Exacto.

Con un movimiento rápido y que denotaba una evidente destreza, el Zorro conformó un abanico sobre la mesa desplazando las cartas con la palma de la mano. Todas estaban vueltas hacia arriba, salvo una. Se valió de sus dedos índice y anular extendidos para desplazar la carta vuelta hacia abajo fuera del abanico.

—¿Sabes?, las personas no se diferencian sustancialmente de estas cartas. Aunque efectivamente son diferentes entre sí, todas ellas tienen algo en común.

El Zorro tomó el abanico de cartas por uno de sus extremos y lo hizo girar. El efecto en cadena se extendió hasta el extremo opuesto, y la ilusión, digna de un mago experimentado, hizo que las cartas se hallaran ahora boca abajo. La trama del reverso era idéntica en todas ellas.

—Todas son iguales. Tal y como te he dicho…
Malvadas
.

El Zorro colocó un dedo sobre la carta que había apartado al principio.

—Todas —repitió—. ¿Me entiendes?

—Sí.

—En la vida, Matt, es necesario saber cuándo una carta no está en su sitio. Como tú lo has hecho hace un momento. Es
vital
identificarlas.

El Zorro dio vuelta a la carta que permanecía alejada del resto: la reina de corazones.

—Danna Green está metiendo las narices donde no le corresponde. En nuestro caso, es la carta que está fuera de su sitio.

Matt no supo qué decir. Se sintió incapaz de relacionar a Danna Green con ese hombre, salvo porque él, Matt, había escondido la heroína en casa de los Green. Pero, en tal caso, ¿por qué se refería a Danna y no a Robert? A fin de cuentas él era el director del periódico local, sin duda un peligro mayor en caso de que las cosas no salieran bien.

Quizás Randy tenía razón en cuanto al sitio que había escogido para esconder la heroína. Quizás no había sido una buena idea a fin de cuentas.

¡Claro que no ha sido una buena idea! Por algo estás frente a este tipo loco observando cómo mezcla sus estúpidas cartas. Si no te das cuenta de que estás en problemas, entonces deberías reconsiderar el término «problemas», porque, en lo que a mí respecta, sí estás metido en uno, amigo. Uno bien grande.

El Zorro juntó las cartas y las volvió a introducir en el bolsillo de su camisa.

—Creo que será preciso que hagas una visita a la casa de tu novia —dijo.

Matt observó al hombre con intenciones de decir algo, pero un pitido electrónico lo interrumpió. En la pantalla de su móvil advirtió que se trataba de Andrea. Alzó la vista en dirección al Zorro, quien lo observaba sonriendo.

3

¿Por qué debía devolver un regalo?, se preguntaba Andrea mientras seguía cegada por la presión que la almohada ejercía sobre su rostro húmedo. No era justo. Mucho menos cuando todo se debía al capricho de su madre. Andrea sabía que nada tenía que ver la familia de Matt en todo el asunto. De hecho, Matt podría haber sido un estudiante modelo, que asistía regularmente a la iglesia, y de todos modos su madre habría encontrado la manera de cuestionarlo.

Lentamente, alzó su rostro. El sol se había escondido parcialmente, pero aun así la luz que se filtraba por la ventana hizo que se cubriera los ojos con el antebrazo. Cambió de posición en la cama, eligiendo para apoyar su rostro una parte seca de la almohada, y observó su habitación tendida de lado.

El altavoz del equipo de música, único indicio de la confrontación con Danna, yacía a pocos metros de la cama. Aquel elemento de plástico constituía el único recordatorio de lo que había tenido lugar en la habitación unos minutos atrás, y Andrea sintió la necesidad de ponerse en pie y devolverlo a su sitio. Pero por el momento no lo hizo; y la razón, supuso, era que, si lo hacía, empezaría a olvidar lo que le había dicho a su madre hacía un momento. Y no quería.

—Quiero que lo devuelvas. Y es una orden.

—¡
TE ODIOOO!

¿Por qué su madre se empecinaba en echarlo todo a perder?

Andrea no era estúpida, sabía que la familia de Matt no eran los Ingalls. Cualquiera sabía eso. El propio Matt debía enderezar más de un aspecto en su vida; Andrea tenía previsto hablarlo con él cuando fuera el momento oportuno, pero ¿por qué traerlo a colación ahora? Su novio le había hecho un regalo. Posiblemente había invertido buena parte de sus ahorros en él. Alguien que veía
problemas
en un gesto como ése no estaba pensando con claridad.

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