—No, no es necesario.
—Mike, Dios sabe lo mucho que quiero a Ben; realmente ha sido un niño adorable y me cuesta pensar que algo malo le sucedió para que actúe así… ¡pero lo he visto con un cuchillo!
Allison se puso en pie y caminó de un lado para otro. Otra vez parecía a punto de llorar, pero aun así Mike no supo si acercarse y abrazarla o permitir que se desahogara.
—Vimos la sangre allí arriba, por el amor de Dios —dijo ella procurando controlarse—. Luego se aparece en esta casa nada menos que con un cuchillo, manchado de rojo. Al menos que hayan adelantado Halloween dos meses, yo creo que hay razones para dar aviso a la policía de inmediato, y que se reactive la búsqueda de Ben.
—Yo también lo creo. Siéntate, por favor.
—Estoy bien así.
Mike se sintió dolido al escuchar aquello, pero no insistió. Procuró pensar con claridad. Lo que Allison acababa de decirle era cierto, e independientemente de las circunstancias oscuras que rodeaban al asunto, tenían razones más que suficientes para reiniciar una búsqueda.
Mike se puso en pie. Tomó a Allison por los hombros y con voz firme le dijo:
—Si estás de acuerdo, eso es lo que haremos…
Brandon Arlen era un abogado exitoso, capaz de intimidar a las personas sólo con alzar ligeramente el tono de voz o con el simple hecho de adoptar una postura amenazante. Era un don, una cualidad innata de la cual se había valido a lo largo de su vida para lograr lo que quería. Liderar su grupo de amigos, conquistar a una chica, convencer a un jurado…, lo mismo daba a la hora de hacer uso de su voz firme, sus ojos profundos y, si hacía falta, una sonrisa deslumbrante.
En este momento, sin embargo, mientras peinaba su cabello con los dedos, Brandon Arlen se preguntaba adónde se habían ido sus poderes de superhéroe.
Con treinta y ocho años y una carrera exitosa había alcanzado el futuro prometedor que las personas cercanas habían asegurado que lo esperaba. Tenía una esposa a la que amaba y a pesar de que aún no había sido padre, tanto él como Courteney eran fértiles y lo intentaban unas tres o cuatro veces por semana. El doctor Kinkdale había dicho que sería una cuestión de tiempo, y Brandon confiaba plenamente en él.
¿Danna, estás ahí?
Asistía a reuniones de trabajo casi a diario. Se enfrentaba a tipos duros, curtidos por la profesión y el tiempo, que en ciertas ocasiones representaban verdaderos desafíos incluso para él. En otras, discutía, cuestionaba, rebatía posturas casi sin darse cuenta, como si dedicar una mínima parte de su atención fuera suficiente.
¡Era el mismísimo Superman!
Y sin embargo allí estaba, de pie frente a la puerta de la habitación de invitados de su propia casa, convenciéndose a sí mismo de su capacidad asombrosa para avasallar a las personas, pero incapaz de mover su maldito brazo más que para acariciarse el cabello. ¿Cuánto tiempo llevaba así? ¿Cinco minutos? ¿Diez? No lo sabía, y no quería pensar en las razones tampoco.
Estiró su mano y asió el pomo de la puerta. La empujó despacio.
Lo primero que vio fue la cama hecha, lo cual no lo sorprendió, pues su hermana era una mujer ordenada. Luego vio parte del ventanal, que ofrecía una agradable vista aérea del jardín delantero. La habitación estaba vacía.
Brandon sintió el impulso de sonreír.
¡Claro que estaba vacía! Danna no lo había llamado por teléfono la noche anterior para decirle que iría de visita. Su hermana se hallaba en ese momento en Carnival Falls, con su familia, lejos de Brandon, tal y como había sucedido durante los últimos diez años. ¿Por qué lo visitaría después de tanto tiempo? No había razón. Ninguna en absoluto. Danna no se había presentado esa misma mañana sin dar mayores explicaciones, ni mucho menos se había instalado en la habitación de invitados. Brandon cerraría la puerta y bajaría a la cocina, donde lo esperaría Courteney con una amplia sonrisa. Luego se prepararían para jugar al golf con los Orlson; un nuevo desafío en el abultado historial de contiendas Arlen-Orlson. Seguramente él y Courteney saldrían victoriosos, como ocurría la mayoría de las veces, cenarían en el club o quizás en Marty’s, y de regreso a casa se burlarían de los intentos de Barry Orlson por ocultar su ira frente a la derrota. Sí señor, así serían las cosas.
Dio un paso vacilante hacia el interior de la habitación.
—Hola, hermano —dijo Danna.
—Hola. No te había visto.
—¿Te he asustado?
—No. Pensé que no estabas en la habitación, eso es todo.
Danna se puso en pie. Se alejó de la silla justo detrás de la puerta en la que había decidido pasar el rato y se encaminó hacia el ventanal que daba al frente. Brandon la siguió con la mirada.
—Tienes una bonita casa.
—Gracias.
—Pero así se suponía que debían de ser las cosas, ¿no? —Danna habló mientras parecía interesada en el árbol cuya copa se mecía frente al ventanal—. Desde que eras un crío y montabas tus rompecabezas en cuestión de segundos, todos sabíamos que Brandon lo lograría.
—Me he esforzado mucho.
—No he dicho que no —dijo ella, y se volvió.
Brandon bajó la vista.
¿Dónde estaban en ese momento su fuerza, su mirada aguda e impenetrable, su voz intimidatoria? ¿Por qué el exitoso abogado Brandon Arlen, seguro de sí mismo, futuro padre y eterno vencedor en los memorables encuentros Arlen-Orlson, de pronto decidía ir a dar un paseo por el tercer subsuelo de su mente? ¿Por qué huía y dejaba detrás al sujeto timorato que ahora se acercaba con sigilo hacia Danna? Era otra vez el muchachito inteligente, que de pequeño resolvía los rompecabezas difíciles con facilidad. La joven promesa. El jodido Einstein de la casa…
El que sentía un miedo reverencial por su hermana mayor.
—Danna… yo… —La versión endeble de Brandon titubeó—. Yo… sentí lo de Ben… Sé que no nos hemos visto mucho, pero de veras que lo lamenté. Llamé, pero debí haber ido…, sé que debí haber ido a Carnival Falls…, me siento…
—Sé que has llamado.
Danna lo fulminó con la mirada. Aquella frase daba por zanjado el tema, y Brandon lo supo de inmediato. No importaba que en los últimos diez años hubiera visto a su hermana menos de cinco veces; había convivido con ella lo suficiente. Salvo su apellido, su hermana no había cambiado en nada.
La copa del árbol se mecía con más fuerza. Brandon advirtió por primera vez que una línea de nubes renegridas se dibujaba en el horizonte.
—¿Quieres hablar? —preguntó él.
Brandon temió una reacción explosiva, pero su hermana lo observó con incredulidad, como si despertara de un sueño.
—Supongo que debería darte alguna explicación —reflexionó.
—Si quieres.
—Aparezco así, de repente, sin motivo. Tienes el derecho de exigir una explicación.
—Danna, por favor, sabes que tienes las puertas de mi casa abiertas —se apresuró a decir Brandon—, pero has venido a Manchester por una razón y quizás hablarme de ello sirva de algo, aunque no sea más que para ordenar tus ideas.
Danna retrocedió y se sentó en la cama. Inclinó su cuerpo y lo mantuvo en ángulo mediante sus dos brazos anclados detrás. Brandon permaneció de pie donde estaba.
—Robert y yo hemos tenido ciertas diferencias últimamente.
—Entiendo —se limitó a decir Brandon, que había imaginado algo semejante.
—No hay mucho más que decir respecto a eso.
—¿Tú estás bien?
—¿Tú cómo me ves?
—No lo sé. Bien.
—Estoy perfectamente bien. Si he venido aquí es porque necesitaba alejarme de Carnival Falls; si algo has hecho bien en tu vida es marcharte de allí.
—Si tienes deseos de hablar…, sabes que puedes contar conmigo.
—Está bien. Por el momento prefiero no hablar con nadie. Quisiera evitar incluso las llamadas telefónicas.
—Claro. Se lo diré a Courteney.
Brandon se sintió medianamente satisfecho. La que acababan de tener podía considerarse una conversación
extensa
en su limitado historial.
Quizás las cosas con su hermana no fueran tan malas como había previsto.
—¿Quieres jugar al golf? —dijo en tono alegre.
Danna se puso en pie resoplando cuando sus piernas recibieron el peso de su cuerpo. Esta vez avanzó hacia el escritorio situado a la derecha, lo examinó y pareció interesarse en los pocos elementos que descansaban sobre él: un portalápices, dos adornos baratos de porcelana y unos cuantos papeles. Danna rodeó con sus dedos uno de los adornos. Un cerdo regordete y mal pintado.
Brandon retrocedió un paso sin darse cuenta ni siquiera de que lo hacía. «¡Me lo lanzará!», pensó mientras su rostro debía dar muestras claras del miedo irracional que súbitamente se apoderó de él. Cualquiera que hubiera convivido con Danna bajo el mismo techo (y Brandon integraba el grupo selecto de personas que lo había hecho) sabía que las posibilidades de ser alcanzado por una lluvia de objetos no era descabellada. Un recuerdo lo asaltó. Una colección de imágenes desvaídas provenientes de un sitio lejano.
Una Danna aniñada se presenta en su habitación; Brandon está leyendo un libro y alza la vista justo a tiempo para verla de pie en el umbral. Tiene las manos en el pecho y lo que aferra no es otra cosa que su diario íntimo. Lo extiende como una ofrenda, sólo que no es nada parecido a una ofrenda… «Has metido las narices donde no te corresponde», le dice. No es una pregunta, sino una afirmación, y Brandon intenta responder, pero no puede. Quiere decirle a su hermana que ninguna idea le resultaría más irracional que entrar en su habitación y leer su diario; pretende defenderse, pero al ponerse en pie sus piernas tiemblan y vuelve a caer sobre la cama en la que ha estado tendido.
Danna versión niña se acerca hecha una furia, dando patadas a los juguetes que encuentra a su paso. No quiere escuchar ninguna explicación, y sea cual sea la razón que la llevó a acusar a su hermano de haber leído su diario íntimo, era un caso cerrado. Danna se acerca a la pequeña estantería de Brandon, allí donde guarda sus libros de ciencia, historia y su colección de cómics. En menos de dos segundos los transforma en pesados proyectiles, lanzándolos a la velocidad de la luz en todas direcciones, priorizando la del aterrorizado Brandon, que ni siquiera se siente en condiciones de gritar.
«¡
Mira lo que le ocurre a tus cosas de marica cuando pierdo la paciencia!». La lluvia de libros dura casi un minuto completo y el resultado es un cementerio de ejemplares despanzurrados, muchos despojados de sus tapas. Danna lanza una maldición y una advertencia y se marcha con paso decidido. Brandon siente dolor en varios lugares de su cuerpo, pero apenas piensa en eso.
Procuró apartar el recuerdo. Las cosas estaban saliendo medianamente bien con Danna y no tenía por qué pensar que se echarían a perder.
Ella sopesó el cerdo de porcelana, lo sostuvo frente a sí como si se tratara de una pieza valiosa y luego lo volvió a colocar en el escritorio.
—Debes mejorar tu gusto, querido hermano.
—¿Mi gusto?
Danna agarró una vez más el cerdo y se lo mostró al tiempo que alzaba las cejas.
—Ah, eso —se excusó él—. Es la primera vez que lo veo, no sé de dónde ha salido. Me desharé de él…
—¿Me has preguntado si quería jugar golf? —Danna se alejó del escritorio dejando detrás los animalitos de porcelana y se encaminó en dirección a Brandon. Se detuvo apenas a un metro de él y lo miró a los ojos.
—Courteney y yo jugamos de vez en cuando, con amigos.
—Ajá.
—Pensé que querrías venir con nosotros, despejarte un poco.
Danna lo observó durante diez largos segundos; luego estalló en una carcajada histérica. Se dobló por el medio agarrándose las rodillas con las manos. A intervalos regulares lo observaba mientras la risa fluía en ráfagas violentas.
—¿He dicho algo gracioso? —Brandon se obligó a armarse de valor.
Danna se incorporó.
—No, Brandon, es simplemente que a veces pienso que quizás en Princeton cometieron un error… —Danna volvió a reír—. Esas salidas que tienes, tan estúpidas; tan propias de ti.
¡Mira lo que le ocurre a tus cosas de marica cuando pierdo la paciencia!
—Ve con tu esposa a jugar al golf —dijo Danna ahora con seriedad—. He venido aquí porque necesito tranquilidad, no me siento de humor para jugar a ser Tiger Woods; me vendrá bien estar sola. Dile a tus
amistades del golf
que las veré otro día.
Brandon pensaba en salir de allí cuanto antes. Escapar de aquella expresión esculpida en roca, de pómulos petrificados y mirada dura.
—Está bien —susurró—. Avísame si cambias de opinión. Saldremos dentro de media hora.
—No cambiaré de opinión.
Max Farbergrass criaba caballos y luego los vendía. Ése era su negocio. Le brindaba buen dinero y una enorme satisfacción. A veces no entendía por qué todo el mundo no se dedicaba a la cría de caballos.
Transportarlos casi nunca era parte del trato. Sólo en circunstancias especiales accedía a hacerlo, generalmente de mala gana. Ese día tenía casi trescientos kilómetros por delante y un caballo odioso en el remolque adosado a su furgoneta. Sin embargo, estaba de buen humor, porque finalmente se libraría del jodido
Blackskin.
A Max le habían gustado los caballos desde pequeño. Creía entenderse con ellos, incluso con los más rebeldes. Les hablaba y ellos a su modo le respondían. Así había sido hasta la aparición de
Blackskin.
Al principio, Max se había preguntado si el comportamiento del animal era una forma de protesta frente a su estúpido nombre, pero con el tiempo dejó de buscarle razones. Las épocas de hacer las paces con el caballo quedaron rápidamente en el pasado. Incluso había llegado al punto de sopesar la idea de sacrificarlo.
En los cincuenta años que llevaba conviviendo con caballos día a día, se había topado con algunos de mal carácter
(difíciles,
le gustaba llamarlos) y otros dóciles como corderos. Sin embargo,
Blackskin
no encajaba en ninguna de las categorías anteriores. En primer lugar, el muy hijo de puta no parecía tener inconvenientes con nadie, salvo con Max. Cualquiera podía acercarse y acariciarlo, montarlo o incluso darle de comer en la boca. Se comportaba como
Lassie.
Sin embargo, si era Max quien se acercaba, las cosas eran diferentes. A veces permanecía quieto, observándolo mientras se aproximaba, ensayando su mirada de caballo bueno para indicarle que esta vez las cosas serían diferentes. Y Max había caído innumerables veces en la trampa: intentaba tocarlo, y entonces
Blackskin
se movía de pronto o relinchaba dándole un susto de muerte. Luego parecía reírse de él, mostrándole sus dientes grandes. El animal lo odiaba, y Max con el tiempo empezó a sentir lo mismo.