Courteney no le dio mayor importancia al hecho de que Mike se marchara, como más tarde harían Mandíbula Ancha y Dientes de Ratón.
Una vez fuera de la casa, Mike decidió que lo mejor sería largarse de Manchester cuanto antes. Creyó oír otras sirenas aproximándose y si había algo que no quería, era que lo retuvieran en el departamento de policía y ser sometido a un interrogatorio interminable que no haría más que hacerle perder el tiempo. Condujo en cualquier dirección hasta detenerse en una gasolinera y pidió al encargado que llenara el depósito de combustible.
—Oiga, no se ofenda, pero no puede utilizar eso aquí —dijo el encargado.
Mike asintió y volvió a colocar su móvil en el soporte de su cintura.
—Puede provocar un incendio —completó el encargado de la gasolinera—. Esos artefactos son pequeños detonadores…
Mike se despidió de Graham Bell con un ademán después de que éste le devolviera su tarjeta de crédito. Quería ordenar sus pensamientos antes de hablar con Allison; tomó aire, y cuando se disponía a marcar su número, observó que una gota impactaba en el parabrisas, justo delante de sus ojos. El primer relámpago estalló en el cielo inmediatamente después y una sucesión de golpecitos metálicos en la chapa del coche se hicieron audibles. En cuestión de segundos, las gotas aisladas se transformaron en un auténtico chaparrón y la visión se redujo a cero.
Trazó velozmente un plan mental.
La I-93 lo conduciría directamente a Maggie Mae. Mientras aún esperaba a que Allison respondiera, Mike ensayó las palabras con las que expondría la muerte de Danna y la presencia de Benjamin en casa de los Arlen. No sería sencillo, pero le sirvió para comprender una cosa: en su cabeza, se había referido por primera vez a Benjamin.
Era un alivio saber a quién se enfrentaba.
Domingo, 5 de agosto, 2001
Segunda parte
Andrea estaba sentada en uno de los escalones que daban acceso a Maggie Mae, el sitio perfecto para relajarse y poner la mente en blanco. Bebía zumo de manzana mientras observaba Depth Lake y abría y cerraba las piernas como una tijera, trazando un arco con los talones en la tierra reseca.
Mientras la casa era devorada por las sombras del atardecer, contempló cómo el sol se escondía tras nubes bajas y oscuras. El cielo fue perdiendo sus tonalidades purpúreas para convertirse en un manto plomizo e inquieto. Andrea, que vestía una camiseta blanca y unos pantalones cortos ajustados, sintió frío cuando una brisa comenzó a soplar, pero no pensó en abrigarse. Su mente estaba ocupada en otras cosas.
Hacía más de una hora y media que Robert había descendido por la suave pendiente tapizada de agujas de pino con intención de rodear el lago. Le había explicado que aquel camino conducía a un sitio al que se refirió como
la explanada,
desde el cual la vista era sumamente agradable. Podía verse el lago casi completo y parte del pueblo, dijo. Agregó que así al menos solían ser las cosas hacía unos años, cuando visitaba el lugar con Mike, y le propuso que lo acompañara y lo exploraran juntos. Fue uno de los discursos más elaborados que Robert pronunció desde que ambos habían abandonado Carnival Falls, y Andrea supuso que quizás aquel paseo era la oportunidad perfecta para intentar hablar con él; sin embargo, rechazó la invitación. Robert no insistió. Partió rumbo a
la explanada
con la cabeza gacha y el andar lento de alguien que no tiene prisa por llegar a ninguna parte.
Ahora Andrea tenía los ojos fijos en Depth Lake, cuya superficie palpitaba como si miles de criaturas reptantes se agitaran debajo de un desvaído manto azul. Se preguntó si debía ir tras los pasos de su padre o seguir esperándolo, pero fue apenas un pensamiento fugaz.
Primero debía hablar con Matt.
¿Por qué no lo había llamado todavía?
Durante el viaje en coche desde Carnival Falls, Andrea había mencionado que tenía intención de llamar a su novio (aunque no usó esta palabra) e incluso se había inclinado para coger su móvil y hacerlo. Fue entonces cuando Robert, visiblemente afectado, aferró el volante con fuerza y la miró, desatendiendo la carretera por más de cinco segundos.
—No lo llames —le dijo—. No llames a nadie.
—Pero… es Matt. No quiero que se preocupe.
Ella lo observaba, perpleja.
Robert no había dicho una sola palabra respecto al motivo del repentino viaje a Maggie Mae. Andrea suponía que sus padres habían tenido otra pelea y ahora ella se veía envuelta en una nueva versión de
Atracción fatal,
donde su papel era el del conejo que Glenn Close hervía vivo. Era la primera vez que una discusión llegaba tan lejos, ¿pero qué tenía que ver Matt en todo aquello?
—Andrea, no quiero que hables con nadie. Ni siquiera con Matt —volvió a decir Robert.
—Está bien.
—Quiero que me des tu palabra.
—He dicho que está bien.
Pero no estaba nada bien. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más le costaba entender el misterio que rodeaba al dichoso viaje. Andrea se sintió agradecida cuando un letrero inclinado en el arcén de la I-93 les indicó que debían torcer a la derecha para dirigirse a Depth Lake. Robert hizo un comentario respecto a la antigüedad del letrero y condujo el Toyota por un camino de grava cuyo aspecto evidenciaba que era transitado regularmente. Algunas ramas se cernían sobre el coche, aunque sin tocarlo. Encontraron las primeras casas a unos cien metros: un grupo de construcciones de aspecto endeble vinculadas entre sí por un camino común. Robert dijo que una de aquellas casitas pertenecía a quien se encargaba del cuidado de la mayoría de las propiedades en aquella zona, un hombre llamado Charles Rippman. Le contó a una Andrea poco interesada que los recuerdos que guardaba de Rippman eran los de un hombre viejo, de modo que en la actualidad debía de ser casi centenario. Mike le había comentado esa misma mañana que Charles o Anne, su esposa, le telefoneaban regularmente para pasarle el parte correspondiente de Maggie Mae y que estos informes se habían tornado repetitivos con el tiempo, difiriendo sólo en la naturaleza de los arreglos necesarios y enumerando las tareas de mantenimiento de rutina. La llamada llevaba implícita recordar el envío del cheque trimestral.
El Toyota dejó atrás la entrada de los Rippman y unos trescientos metros más adelante el camino giró hacia la derecha. Las pruebas del paso de vehículos en aquella zona eran dos delgadas cintas marrones que surcaban una abundante maleza amarillenta. Se cruzaron con dos propiedades más, ambas de aspecto abandonado. La segunda exhibía un letrero de venta que rezaba: «Dirigirse a Charles Rippman».
—Aquí vivía una familia de apellido Farber-algo —anunció Robert—. Recuerdo que uno de los hijos se llamaba Ronie; y lo recuerdo porque nos tenía en jaque con su rifle de aire comprimido. Puede que estuviera loco.
A Andrea le importaban un rábano Ronie y su rifle de aire comprimido. Mientras echaba un vistazo rápido a aquellas casas de aspecto tenebroso, versiones simplificadas de la mansión de la familia Addams, ella se preguntaba qué rayos hacían allí. Estaba convencida de que sus padres habían discutido; no podía haber otra explicación para la mirada de Robert. Podía engañarse y pensar que era tristeza fruto de la muerte de Rosalía, pero sabía de sobra que aquella expresión asomaba cuando un enfrentamiento con Danna tenía lugar. La había visto antes, muchas veces; de hecho, más de las que hubiera querido. Allí había indefensión, abandono y desesperación. No obstante, le costaba imaginar un motivo de discusión entre sus padres que llevara a semejante desenlace. ¿Por qué iban cada uno por su lado? Durante sus dieciséis años de espectadora de lujo del matrimonio Green, Andrea había presenciado innumerables peleas, muchas de las cuales habían girado en torno a las típicas cuestiones de pareja como las vacaciones, el modelo del coche o el ruido
ensordecedor
causado por
esalavadorademierda
. Todas eran en realidad potencialmente peligrosas, porque podían desembocar en gritos histéricos por parte de Danna o incluso en el mayor de todos los milagros: la lluvia de objetos (preferiblemente de aquellos que se hacen añicos al estrellarse contra el suelo). Otro tipo diferente de discusiones eran las originadas por asuntos disparatados; aquellas que, de formar parte de una comedia romántica protagonizada por Meg Ryan y Tom Hanks, nos harían partirnos de risa, pero que adquirían un carácter penoso en la sala de nuestra casa. En este tipo de discusiones, las Ryan-Hanks, el tópico rozaba lo absurdo; podía ser sobre quién de los dos tenía el tipo de sangre más difícil de conseguir, cuál había sido el día más caluroso del año o el día más caluroso de un año
cualquiera
. Daba igual. Lo importante era que Robert hablaría con voz monocorde, diría que había leído en un artículo científico de su colección del
Reader’s Digest
que el tipo de sangre negativo era menos común, y Danna le lanzaría una mirada severa y le diría
sólo
dos cosas: la primera era que esas revistas no eran científicas, sino basura para leer en la consulta del dentista, y la segunda, que no la contradijera como hacía siempre. Alguien esperaría un tercer punto referido al tipo de sangre, pero no un espectador asiduo de la saga de discusiones del matrimonio Green. Cualquier seguidor de éstas, en especial de la categoría Ryan-Hanks, sabría de inmediato que el motivo de la discusión no importaba. No importaba en absoluto.
Pero nunca habían terminado cada uno por su lado. Andrea lo sabía. Podía ocurrir que Danna no accediera a hablar con Robert durante unos días, pero al final cedía.
Entonces, por primera vez, una posibilidad que no había considerado la asaltó.
¿Y si se trataba de otro hombre?
De pronto la idea le resultó sumamente plausible, lógica, y adquirió un peso sorprendente. Andrea se convenció con tanta rapidez que se sintió perturbada. El inesperado viaje a Depth Lake y la petición expresa de Robert de no comunicarse telefónicamente con nadie reforzaba su razonamiento.
Tan pronto organizó sus ideas, una última se presentó para dar cierre al asunto. No fue exactamente una revelación como las anteriores, sino un convencimiento acerca de cómo procedería. Cuando llegara, haría algunas llamadas; primero a Matt, luego posiblemente a Linda. Ella debía de saber algo. Era la ventaja de ser amiga de la hija del comisario. Además podrían hablar acerca de…
El Toyota se había detenido, probablemente hacía tiempo.
Andrea sacudió la cabeza. La visión de Robert apeándose del coche y avanzando hacia la casa parecía producto de un sueño; ahora regresaba y acercaba su rostro a la ventanilla. Le preguntó si pensaba quedarse allí sentada por mucho tiempo y luego sonrió.
Andrea sintió un enorme alivio al ver que Maggie Mae parecía un lugar agradable y bien cuidado. Evidentemente, el señor
Rippman y su esposa se ocupaban de mantener el sitio en condiciones. Junto al Toyota, dos puntales de madera clavados en la tierra servían de sustento a un pedazo de tronco en el que unas letras de hierro despintadas formaban el nombre de la casa. Andrea se limitó a observarlo y a apreciar las pequeñas improntas en la madera causadas seguramente por Ronie Farber-algo y su rifle de aire comprimido.
Estaban frente a una modesta casa de dos pisos construida de piedra y troncos, erguida en medio de una vasta extensión de césped bien cortado, delimitada por sendas hileras de pinos que divergían hacia el norte. Más atrás había un establo y, mucho más atrás, otra hilera de árboles que probablemente constituirían el límite de la propiedad.
La visita guiada estuvo lógicamente a cargo de Robert, quien debió hacer varios intentos antes de encontrar la llave correcta entre el manojo que Mike le había entregado esa mañana. La estancia principal era espaciosa, estaba dividida por tres columnas de madera en el centro y por un desnivel de apenas dos escalones en forma de L. En la parte más alta, junto a la entrada, una cocina integrada contaba con una mesita acompañada por tres taburetes altos.
—Hace años que no piso esta casa —dijo Robert, de pie en el umbral. Paseaba la vista por la pared trasera, donde había una serie de fotografías. Una de ellas, colocada en un marco ovalado, mostraba a Margaret Dawson en blanco y negro con un recatado bañador muy alejado de los diminutos bikinis de nuestros tiempos, pero que aun así revelaba una figura envidiable. La mujer, que parecía haber sido sorprendida por el fotógrafo, procuraba cubrirse mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa.
Junto a la fotografía del bañador, Margaret sonreía desde un marco cuadrado, esta vez con un gorro de Santa Claus. El pompón blanco situado en el extremo caía sobre su rostro.
En el centro de la estancia había dos sillones, un aparador para el televisor y una biblioteca. Una mesa baja de vidrio resultó una novedad para Robert. Sobre ella vio una serie de adornos, entre ellos un juego de ajedrez.
Las seis ventanas distribuidas en el perímetro, todas ellas con cortinas blancas estampadas, ofrecían una vista sumamente agradable de los alrededores. Andrea reparó en que tenían barrotes y le pareció un buen detalle teniendo en cuenta que pasarían la noche allí.
—¿Qué te parece?
—Es bonita.
—Veamos el piso superior. —El entusiasmo de Robert por un momento ocultó su verdadero estado de ánimo.
Debajo de la escalera, una puerta de madera daba acceso a lo que Andrea supuso que sería un sótano, aunque quizás únicamente se tratara de una despensa. Pensó en preguntarle a Robert adónde conducía aquella puerta, pero no lo hizo. Quería dar por terminado el recorrido por la casa lo antes posible.
Afortunadamente, arriba no había mucho que ver: apenas un baño y dos habitaciones preparadas para recibirlos. La vista que una de ellas ofrecía al lago era asombrosa, y ambos se permitieron admirarla durante un buen rato. Luego regresaron a la planta baja en silencio, acostumbrándose a la quietud de Maggie Mae.
Robert comenzó a decir que se ocuparía de entrar sus pertenencias, pero Andrea lo interrumpió.
—Han dejado una nota —dijo ella, observando un trozo de papel sujeto a la nevera mediante un imán en forma de pez.
Robert se detuvo en seco.
Tu mujer te engaña.
¡Todo el mundo lo sabe!
—¿Qué dice? —logró articular Robert con voz nasal.
—El señor Rippman nos dice que no nos molestemos en ir al pueblo, que él se encargará de traer provisiones. También nos da la bienvenida a Maggie Mae.