—Gracias, Robert. Necesitaré dos helicópteros y esos equipos sofisticados del FBI…
—Perfecto, si te hace falta un equipo del SWAT cuenta con ello.
Edward se rió y se puso en pie. Ambos solían bromear con los recursos limitados del periódico. Se disponía a salir cuando Robert le habló.
—Ed, quiero estar al tanto de todo —dijo, ahora con seriedad—. No quiero interferir con Harrison y llegado el caso lo pondremos al corriente. Hablaremos de esto mañana.
Edward le dijo que contara con ello y se retiró.
Una vez que estuvo nuevamente solo, Robert resistió el impulso de volverse a mirar por la ventana. Esta vez concentró su atención en el escritorio, y al posar la vista en la agenda electrónica, advirtió el trozo de papel que sobresalía de uno de los lados.
Se inclinó y lo cogió.
Al desplegar la nota, nueve palabras formadas con torpes letras negras hicieron que su respiración se interrumpiera:
TU MUJER TE ENGAÑA
¡Todo el mundo lo sabe!
Robert aferraba el volante del Toyota con fuerza. Solía almorzar en la oficina o regresar a su casa, pero ese mediodía no haría ni lo uno ni lo otro. Permanecer en su oficina le había resultado una idea insoportable, e ir a su casa ni siquiera se le cruzó por la cabeza. Encendió la radio y sintonizó una emisora de noticias. Procuró seguir con atención la voz radial sin entender lo que decía, concentrándose en cada palabra y repitiéndola para sí. El truco funcionó… durante dos minutos; luego otra vez se alzó la voz anónima interior; el presentador de radio que todos llevamos dentro y que se encarga de traernos las malas noticias.
Cuando le hacías el amor a tu esposa, ¡ella marcaba el libro con el dedo! ¿No es asombroso?
Y además te engaña…
¡TODO EL MUNDO LO SABE!
Mientras el coche se desplazaba a una velocidad superior a la permitida, el mensaje hallado en el interior de su agenda electrónica retumbaba una y otra vez en su cabeza, como el latido de un corazón gigante, remarcando cada palabra, tal y como lo había hecho desde que sus dedos desdoblaron el papel y sus ojos recorrieron una a una las palabras, sin poder dar crédito a ellas. Aún no podía hacerlo.
Había guardado el mensaje en el bolsillo trasero de su pantalón. No lo había destruido, o quemado, simplemente lo había guardado allí mientras un centenar de preguntas estallaban en su cabeza. Lo primero que había hecho después de leerlo fue mirar en todas direcciones, como si el responsable estuviera allí, agazapado en algún lugar a la espera de su reacción. Ése es, después de todo, el objetivo de un bromista, ¿no? Observar la reacción de su víctima.
Aunque Robert tenía la horrorosa sensación de que ésta no era la obra de un bromista.
Lo primero que comprendió fue que su autor, quienquiera que fuese, no lo había colocado dentro de su agenda electrónica mientras él estaba en la redacción. Al menos no ese día. Había repasado sus movimientos de esa mañana, que se limitaban a una minuciosa observación del grupo de
boys scouts
desde la ventana, con lo cual no había posibilidad alguna de que alguien lo dejara allí sin que él lo notara. Las únicas personas que habían estado esa mañana en su oficina eran Liz y Ed, y ninguno de ellos se había acercado a su agenda. Estaba seguro. Además, la idea de cualquiera de ellos escribiendo un anónimo de ese tipo le daba risa. Por otro lado, suponer que alguien había logrado introducirse en su oficina mientras él miraba por la ventana de espaldas a la puerta, y que hubiera podido dejar el mensaje y luego salir sin que él se diera cuenta, también era difícil de creer.
El mensaje debió de haber sido colocado en otro momento. No recordaba haber utilizado su agenda desde hacía unos días, por lo que el anónimo podría llevar algún tiempo allí. Durante los últimos días había dejado la agenda sobre el escritorio más de una vez cuando salía de la oficina, con lo cual el abanico de sospechosos se ampliaba a casi cualquier persona; no tenía sentido detenerse en cada una de ellas. Incluso un extraño podría habérselas ingeniado para llegar hasta su oficina. Era improbable, pero posible.
¿En quién debía pensar? Estaba claro que el mensaje no era bienintencionado; su autor buscaba inquietarlo.
¡Todo el mundo lo sabe!
¿Quién lo sabía?
¿QUIÉN?
No importaba mucho. Al menos no importaba
tanto
como lo otro. Como el mensaje en sí.
El contenido
. Al diablo
quién
lo había escrito, lo verdaderamente importante era
qué
había escrito. Robert lo sabía, y era la razón por la que conducía como un poseso sin un rumbo fijo (aunque interiormente empezaba a entender adónde se dirigía).
Tu mujer te engaña
.
¿Era cierto?
Conocía a Danna. Sabía de su carácter fuerte, su ego del tamaño de un rascacielos; sabía que perdía los estribos con facilidad, a veces pasaban días sin hablarse…, podía enumerar defectos a montones, una jodida lista de la compra con dos mil artículos…, pero no lo engañaba. Estaba seguro. En los años que llevaban de casados no había habido un solo incidente que a Robert le despertara sospechas de que Danna veía a otro hombre. Ni uno solo. Quienquiera que hubiera escrito el mensaje sin duda no conocía ese hecho; podría haber utilizado cualquier argumento para atacarlo. Cualquiera.
Pero no ése.
Robert estaba tranquilo al respecto. Muy tranquilo.
Por eso conduces como un chiflado, ¿eh? Por eso no destruiste el mensaje en la trituradora para papel. Ha sido por eso, ¿verdad? Estás taaaan seguro que has guardado el
mensaje en tu bolsillo trasero y ahora te lanzas en tu coche a meditar sobre un asunto del que estás MUY seguro. ¿Así es la historia?
Sí, así era precisamente.
Mierda. No estás seguro de nada. ¿Qué está haciendo Danna AHORA, por ejemplo?
Robert sintió un escalofrío. Nunca había pensado en la infidelidad de su esposa como una posibilidad. Ahora la idea lo sorprendía como a un científico que súbitamente descubre que la gravedad ha cambiado de dirección. Una válvula que siempre había creído cerrada se abrió y viejos recuerdos fueron bañados por un líquido nuevo, un líquido que los hacía ver diferentes. Danna era una mujer independiente, siempre lo había sido; iba al gimnasio dos o tres veces por semana, asistía a clases de pintura, tenía su vida. Robert no conocía a todas las personas con las que se relacionaba. De hecho no conocía a casi ninguna.
Observa cómo su dedo índice marca la página en que interrumpió la lectura, para retomarla tan pronto termine… aquello.
—¿Quién es, Danna? —le preguntó a la cabina del Toyota.
El sonido de su propia voz lo alarmó. Hablar solo no era precisamente un signo de cordura. Debía tranquilizarse. El mensaje lo había alterado, era cierto, y hasta lógico;
entendía
que era lógico. Pero también debía entender que ese mensaje anónimo no probaba nada. No había recibido una foto comprometedora, ni un nombre; nada. Sólo un mensaje de alguien que probablemente no tenía otra intención más que fastidiarlo.
Y que por cierto lo había logrado.
Lo que debía hacer era pensar con calma las cosas. Debía dar crédito a los años de convivencia con Danna, al hecho de que nunca le había dado motivos para que sospechara una cosa así. Debía partir de allí, y si lo deseaba podía utilizar el incidente para estar más atento en el futuro. No debía volverse paranoico, porque eso era seguramente lo que pretendía el lunático que le había dejado aquel mensaje. Actuar con naturalidad (no como lo estaba haciendo ahora), eso era lo que debía hacer. Ser inteligente.
Ordenar sus ideas lo ayudó. No mitigó por completo la voz de radio dentro de su cabeza, que se empecinaba en dar crédito a la noticia de último momento, pero logró convencerse de que no había motivos reales para volverse loco. Lo comprendió en el preciso instante en que su Toyota se detenía en el camino de acceso de la vieja planta de distribución de agua en Union Lake.
La planta de agua abandonada parecía poco amenazante aquella tarde soleada. Robert abandonó el Toyota en el sitio que una semana atrás había ocupado un camión de bomberos y recorrió el camino de acceso dejándose impregnar por el canto de los pájaros y el suave susurrar del lago pendiente abajo.
Durante las jornadas de trabajo de los buzos siempre había permanecido fuera del edificio, y lo cierto es que no había encontrado ninguna razón para volver a entrar. Ahora tampoco la tenía; sin embargo, ascendía por la escalinata principal, concentrándose por primera vez en el estado de abandono de la construcción.
Franqueó el umbral de la puerta y se detuvo a observar el suelo faltante, los restos de revestimiento de la madera arrancada de las paredes, los marcos sin puertas. Todo aquello que podía ser tomado
prestado,
había desaparecido. Avanzó hacia la izquierda, atraído por la presencia de un boquete en el techo. Costaba entender cómo alguien había sido capaz de llegar hasta allí para robar los tirantes de madera, pero alguien debió de tener el coraje suficiente para hacerlo, porque tampoco estaban. Vio una planta trepadora, que se las había arreglado para crecer en los laterales del boquete, y el sol filtrándose por él, formando un cono en el que flotaban partículas de polvo.
Mientras se dirigía hacia el cono de luz, estudió los ventanales de la fachada. Los marcos metálicos reticulados estaban intactos; no así los cristales que otrora debieron de servir de contención a la brisa que ahora se colaba hacia el interior. El lugar poseía las características ideales para que un grupo de niños armados con algunas piedras los hicieran estallar. Vagamente se preguntó si Ben habría ido allí con sus amigos en algún momento, y al instante siguiente se dijo que no tenía importancia.
Se detuvo frente a la proyección circular del cono en el suelo irregular. En las paredes vio una serie de pintadas que hacían referencia a algo llamado
Korn,
pero no tenía la más remota idea de qué podía ser. Dirigió su atención al círculo amarillo, que por alguna razón se sintió incapaz de pisar, y recordó la escena de una película en la que un hombre era absorbido por una nave espacial a través de un cono lumínico similar al que tenía delante. Alzó la cabeza en dirección al techo y examinó la planta trepadora cuyas ramas colgaban como lianas. Tenía hojas verdes con forma de oreja de duende. Se detuvo a contemplar el modo en que la luz solar que las bañaba dibujaba ribetes amarillos y las volvía translúcidas.
La imagen disparó un recuerdo. Parecía ser que aquél era un día destinado a rememorar hechos del pasado, pero se alegró al descubrir que en esta ocasión se trataba de uno sumamente grato.
El recuerdo trajo a Ben, apenas un crío de dos años y medio que correteaba por el jardín trasero sorbiéndose los mocos y sosteniéndose el pañal. Andrea y Danna habían salido, y Robert había dado crédito a la posibilidad de leer una novela mientras su hijo se divertía con sus muñecos de plástico. No recordaba cuál era la novela que pretendía leer, y poco importaba realmente, pues lo que menos pudo hacer esa mañana fue echarle un vistazo. En cuanto Ben advirtió (valiéndose de ese talento natural del que gozan los niños pequeños) que su padre pretendía hacer algo que requería concentración, se abalanzó sobre él, disparándole un cargamento de frases en su media lengua.
A Robert no le importó suspender sus planes de lectura. Juntos se tendieron en el césped y rodaron. Luego Robert, con los brazos extendidos, sostuvo a Ben contra el cielo celeste mientras él reía y agitaba sus manos, como si nadara.
—¿Quieres que te enseñe un juego, Ben?
—… eñe ego, En…
Ben estaba en la etapa en que repetía todo lo que uno le decía. Había desarrollado además un especial talento para vocablos como
culo
y
tetas,
entre otros, producto de horas de entrenamiento por parte de su hermana, quien se deleitaba con cada avance de su pequeño alumno.
El Robert de treinta años, y no uno diez años mayor que guardaba un mensaje en el bolsillo trasero que afirmaba que su mujer lo engañaba y que todo el mundo lo sabía; el Robert con el torso desnudo que sostenía a su hijo con los brazos estirados, y no uno que lo había perdido por culpa de una tubería auxiliar abandonada ese Robert se puso en pie sin soltar el cuerpecito de Ben rebosante de felicidad y lo condujo a través del jardín trasero mientras emulaba el sonido de la turbina de un avión.
—¡Ffffrrrruuuuuuuuu!
Ben abría los brazos. No dejaba de reír.
Se acercaban a la empalizada de madera que marcaba el inicio de la propiedad de los Turpin. Tenía un metro ochenta de altura, y estaba tapizada por una variedad de hiedra cuyas hojas presentaban un contorno similar al que reconocería tiempo después en la enredadera colgante de Union Lake. Danna había dicho que un día quemaría las malditas plantas, que era su pared y que se suponía que Amanda Turpin tenía que controlar que su jodida hiedra no invadiera la propiedad ajena, pero nunca lo llevó a cabo.
El Robert feliz depositó a Ben sobre el césped y cortó una ramita del tronco de un abeto; la estudió y luego la partió por la mitad. Ben siguió la operación con atención, sin saber adónde conducía aquello, pero intuyendo que era importante.
Robert le entregó una de las ramitas a Ben y se quedó con la otra.
—No la tires.
—No iress.
Se acercaron a la hiedra. Ben agitaba el bracito regordete con el que sostenía la ramita como un mago diminuto, todo sin desviar su atención de las acciones de su padre. Robert desplazó algunas hojas de la planta y no tardó en detectar nidos de araña entre las juntas gastadas. Sostuvo la ramita en alto, sabiendo que contaba con toda la atención que es posible recibir de un niño que no ha cumplido los tres años, y lentamente la introdujo en uno de los cilindros de tela pertenecientes al pobre arácnido que la pareja padre-hijo se proponía importunar.
—Fuera bicho —susurró Robert. Ben permaneció en silencio, observando absorto el modo en que Robert movía suavemente la ramita para que la araña saliera en busca de su supuesta presa. Ben no tenía modo de conocer las intenciones de su padre, pero por alguna razón la operación le resultaba sumamente interesante.
¡Fuera bicho!
Y de pronto ocurrió. Una araña del tamaño de una moneda de diez centavos, que Robert sabía inofensiva, salió de su guarida a la velocidad de un rayo. Ben se sorprendió y retrocedió, asustado, pero cuando vio que la araña sólo se limitaba a examinar el exterior de su casa para luego introducirse de nuevo en el orificio, aplaudió con torpeza mientras daba pequeños saltitos.