De cualquier modo, esa mañana Allison pensó por primera vez desde que había enviudado de George Gordon el 22 de marzo de 1991 —más de diez años antes— que quizás existía una posibilidad para ella de convivir con otro hombre y de formar un hogar, otra vez. Era una idea nueva, que su cabeza había dejado de explorar hacía tiempo. Había que recuperarla de algún sitio recóndito, redescubrirla y limpiarla como a un hallazgo arqueológico, pero valía la pena.
El edificio de la biblioteca municipal era de ladrillos y tenía forma de L. En el lado corto funcionaban las oficinas del
Carnival News;
era un lugar privilegiado porque ofrecía una agradable vista hacia los jardines de la biblioteca, pero sumamente reducido en cuanto a espacio. En la planta baja se encontraban la sala de recepción al público, una diminuta oficina administrativa y el archivo. Si bien la biblioteca era el sitio apropiado para consultar los periódicos antiguos, algunos de ellos incluso en microfilm, el
Carnival News
llevaba su propio archivo para uso interno. La señora Collar se jactaba de mantenerlo en condiciones desde hacía más de veinticinco años.
La redacción funcionaba en el primer piso. La imprenta, en el sótano.
Aquella mañana, Robert franqueó la puerta de doble hoja, que normalmente estaba abierta, y avanzó a gran velocidad por el vestíbulo balanceando su portafolios y agitando una mano en dirección a la señora Collar en señal de saludo. Por lo general intercambiaban unas palabras, pero esa mañana Robert se sentía incapaz de hacerlo.
Al final del vestíbulo había un pasillo estrecho (como todo en el
Carnival News)
que lo condujo a una escalera metálica en espiral. Ascendió por ella hasta ser recibido por una agradable mezcla de voces y ruidos de impresoras. Se encontró en un pequeño espacio alfombrado, con dos plantas de plástico y una banqueta de cuerpo, que hacía las veces de recepción. Había dos puertas: la primera era de cristal y servía de acceso al recinto en el que convivían la totalidad de los empleados; la segunda conducía a un pasillo con la misma alfombra color café.
Robert eligió la segunda puerta.
Su oficina estaba justo en la esquina del edificio. Dejó su portafolios junto al escritorio y miró de soslayo hacia la redacción. El doble acceso de su oficina le permitía salir a través de la redacción o por medio del pasillo que acababa de utilizar.
Liz se presentó unos segundos después. La mujer era delgada, tenía sesenta años y el rostro arrugado como si tuviera cien. Robert la apreciaba mucho; sabía que podía confiar en ella e incluso encargarle asuntos importantes sin estar pendiente de ellos. En el tiempo que una secretaria de veinte años con las uñas esculpidas y el culo respingón se preparaba para cambiar el filtro de la cafetera, ella podía ocuparse del cierre de una edición si se lo proponía. Llevaba veinte años en el
Carnival News
y Robert bien sabía que su presencia había sido fundamental en los últimos días para que las cosas salieran adelante.
—Edward te ha estado buscando —dijo antes de retirarse.
—Gracias. —Robert rodeó el escritorio y se sentó en el sillón de cuero. Edward Lerman era quien cubría las noticias policiales; Robert escribió su nombre en el bloc que tenía junto al teléfono.
Encendió el ordenador y mientras una serie de pitidos breves anunciaban que el proceso estaba en marcha, extrajo del portafolios la correspondencia de la casa y su agenda electrónica. Depositó la correspondencia en una bandeja de plástico para revisarla luego y la agenda junto al teclado, sin advertir que un trozo de papel sobresalía apenas un centímetro del costado.
En el monitor un cuadro de diálogo le pidió su clave de acceso y él la introdujo con presteza. Mientras la sesión daba inicio, giró el sillón ciento ochenta grados y permaneció de cara a la ventana… Su diversión predilecta últimamente. Observar algún vehículo, la copa agitada de un árbol o, como en este caso particular, un grupo de
boy
s
scouts
que se organizaban frente a la biblioteca. Lo cierto es que desde la muerte de Ben concentrarse en sus asuntos le resultaba sumamente difícil. Cuesta olvidar a un hijo cuando lo que se tiene entre manos es un artículo referente al daño provocado en las tierras por la soja transgénica, el lanzamiento del nuevo Windows o el romance de Athina Onassis.
Con el rabillo del ojo observó la fotografía de Ben sobre el mueble colocado debajo de la ventana. Antes había estado sobre su escritorio, pero había descubierto que tenerla allí le hacía imposible pensar en su trabajo, así que había decidido cambiarla de lugar. Deshacerse de ella le había resultado inaceptable.
El proceso que un padre atraviesa frente a la muerte de un hijo indudablemente ha de ser diferente según el individuo. Robert no se sorprendería si algunos enloquecieran o decidieran tomar decisiones drásticas. Él no había pensado en eso, pero él tenía a Danna y a Andrea… La perspectiva de haber continuado con su vida sin ellas le resultaba difícil de imaginar.
Al principio, su forma particular de recorrer el camino posterior a la visión de Larry Holmes surgiendo de la tubería con la gorra azul de Ben en una mano, había sido la incredulidad, no la negación. Sabía que no aceptar los hechos no haría más que acentuar el dolor y perpetuarlo. Quizás negación era lo que tenía lugar en algún sitio profundo, y aquello se proyectaba en un nivel consciente como incredulidad, como si despertara de un sueño y no pudiera establecer si todo aquello había ocurrido realmente. Era sumamente confuso exponerlo en términos lógicos, y quizás el motivo era que no tenía nada de lógico. Había llegado a la conclusión, y conforme pasaban los días daba más crédito a la posibilidad, de que en cierta forma era una lucha entre la razón y la demencia. La razón, hablando con voz tranquila y docta, explicando que todos los días ocurren accidentes, cosas malas, y que es
lógico
que pueda tocarnos alguna vez; y la demencia, susurrante y diabólica, insistiendo en que Ben estaba vivo, escondido en alguna parte, y que de un momento a otro aparecería en la casa como si tal cosa.
Si Robert hubiera tenido que diseccionar el proceso en etapas, seguramente la de la incredulidad habría sido la primera. La siguiente, que había comenzado en algún momento de la semana siguiente a la
muerte
de Ben, era más sencilla de entender que la anterior, pero no por eso menos inquietante. Robert incluso creía que sería más duradera, si es que alguna vez acababa. Estaba relacionada con una nueva forma de ver las cosas: un filtro que tenía la particularidad de convertir una flor colorida en una marchita, árboles frondosos en secos y raquíticos, y que extraía la belleza de las cosas; si es que había belleza en un mundo donde los hijos morían dentro de tuberías.
Se había considerado siempre una persona optimista. A su modo de ver, una de las virtudes más grandes que alguien podía tener. Había creído que el optimismo podía superar casi cualquier cosa. Continuaba creyéndolo, pero con la salvedad de la palabra
casi
. Su matrimonio era un claro ejemplo. Pasaba por un periodo delicado, era cierto, ¿pero no había sido siempre así? ¿Por qué esta vez se empecinaba en volver a ello como un obseso? Resultaba difícil establecer si lo ocurrido con Ben le había quitado una venda de los ojos o si se trataba de otra manifestación de la segunda etapa en el doloroso proceso de salir de todo eso. Quería pensar que lo que ocurría con Danna no eran más que un par de días de enfado,
hasta que a ella se le pase;
que luego volverían a la normalidad. Pero entonces… ¿por qué volvía sobre el tema una y otra vez? ¿Por qué insistía en desempolvar los fantasmas de su matrimonio,
precisamente ahora?
Mientras observaba a través de la ventana cómo el grupo de
boy scouts
se ordenaba en filas, una voz cansada le lanzó la respuesta. Pero no fue el discurso de una voz cerebral, no señor; para qué limitar el poderío de nuestra mente a algo tan simple. La respuesta fue un recuerdo vívido que Robert había procurado mantener lo más alejado posible. Esta vez surgió y no pudo hacer más que recibirlo amargamente; eran las leyes del nuevo mundo rancio y desesperanzado de la segunda etapa.
¡Bienvenido!
Danna lee un libro en la cama. Corre el año 1991, poco después del nacimiento de Ben. Es de noche y hace calor.
Años más tarde, Danna perdería la costumbre de leer en la cama, pero ahora lo hace, y tratándose de una noche calurosa, se halla tendida en ropa interior, sin taparse, vuelta de costado hacia su mesilla y sosteniendo el libro con una mano más allá de los límites de la cama.
Robert entra en la habitación después de ducharse. Se recuesta junto a ella y contempla su cuerpo al tiempo que piensa que es notable lo rápido que ha recuperado su figura tras el embarazo. Se le acerca hasta que le es posible envolverla con su brazo derecho a la altura de la cintura. Mientras Danna sigue leyendo, Robert acaricia su estómago formando círculos con la palma de la mano.
Sin mediar palabra, él se encarga con suavidad de hacer que ella gire sobre sí misma y permanezca boca arriba, luego se inclina y la besa en la boca. Sigue con la barbilla, bajando hasta el cuello. Sus manos se encargan de quitarle el conjunto de ropa interior negro, que él mismo compró por sesenta dólares como regalo de cumpleaños. Danna presta colaboración flexionando las rodillas.
Él se coloca encima, con sus manos una a cada lado de su cuerpo. Alza la cabeza y fija la vista en el empapelado mientras experimenta la agradable resistencia inicial que ofrece el cuerpo de ella. Corcovea. Sus brazos se tensan, su corazón bombea aceleradamente y su respiración se torna espesa. Mantiene los ojos en el diseño florido de la pared, sigue sus formas aunque las conoce de memoria. Cree que podría reproducirlas en un papel si se lo propusiera.
Un minuto después desvía la vista en dirección al rostro de Danna. Advierte que sus ojos están cerrados; pero hay algo más…, la forma de su boca, ¿una mueca de desagrado? No, no de desagrado, pero definitivamente tampoco de placer. Vamos, es una mueca; se supone que las muecas pueden significar cientos de cosas, pero…
No placer.
Robert siente un cosquilleo en la espalda y el ritmo acompasado de su cuerpo se enreda con sus pensamientos. Aparta la mirada del rostro de Danna y sus ojos caen en sus hombros, luego viajan por su brazo extendido, recorriéndolo como la llama que avanza por una mecha. Lo hace sabiendo que no desea llegar al extremo de aquel brazo, pero no puede evitarlo. No desea encontrarse con el libro que su esposa ha estado leyendo, pero no tiene más remedio que hacerlo…
Y entonces observa cómo el dedo índice de su mujer marca la página en que interrumpió la lectura, para retomarla tan pronto termine… aquello.
Robert clava los ojos en el libro, un ejemplar en rústica de Bentley Little. Aparta la vista y regresa al rostro de Danna, cuyos ojos cerrados siguen ajenos a lo que ocurre en la habitación. Robert descubre ahora una expresión con la calidez de un témpano. La boca de Danna definitivamente se tuerce en una mueca de desagrado; ahora puede verlo. Puede verlo con toda claridad. La mueca que haría un niño al que le obligan a tomar su medicina…
Tómala, Danna…, será sólo un segundo, ya verás…, pero tómala de una vez.
Robert siente que la tensión de sus músculos se diluye y su excitación se apaga como una colilla de cigarrillo lanzada a la nieve. Comprende que ahora permanece inmóvil, incapaz de moverse. Sabe que aunque quisiera seguir con el espectáculo circense, no podría hacerlo. Su erección ha desaparecido como si hubiera introducido el pene en la nieve, junto a la colilla del cigarrillo de su excitación.
Se deja caer de lado con pesadez. Mira hacia el techo y siente la necesidad imperiosa de taparse, apagar la luz y ser tragado por la oscuridad de la habitación. Advierte que unos segundos después Danna se tiende de costado y prosigue con la lectura.
—¿Puedo pasar?
En la biblioteca, más allá del ventanal del
Carnival News,
no quedaba ni rastro de los
boy scouts
. O bien habían entrado en el edificio o se los había tragado la tierra. Robert se reclinó en el sillón con intención de volverse hacia el escritorio. No había hecho nada desde… ¿Cuánto hacía que había llegado?
La voz a sus espaldas se repitió.
—¿Puedo pasar?
Robert hizo girar el sillón. Vio un rostro asomando por el lateral de la puerta.
—Adelante, Ed —se apresuró a decir, mientras desviaba la vista hacia el bloc y leía el nombre que había escrito en alguna vida anterior.
Edward era el mejor cronista del
Carnival News,
además de amigo personal de Robert. Tenía cuarenta y dos años, y era probable que si Robert no hubiera aceptado el cargo de director, Edward Lerman hubiese recibido el mismo ofrecimiento. Pero no había rencor entre ellos ni mucho menos; Ed era una persona sumamente talentosa, perspicaz e inquisidora, pero que disfrutaba de trabajar de forma independiente.
—Siéntate.
—Gracias. —Edward ocupó una de las dos sillas frente al escritorio.
—¿Ha ocurrido algo?
—En realidad, sí, pero primero déjame preguntarte si estás bien. No tienes buen aspecto.
—Estoy bien. Dime de qué se trata.
Edward cambió de posición en la silla.
—Ayer volví a mi casa a las siete —dijo—. Tenía tres mensajes en mi contestador. Los dos primeros eran idénticos. La voz no me dijo gran cosa en ese momento, pero me pareció la de una persona joven. Dijo: «¿Conoce al Zorro? Apuesto a que sí».
Robert no pudo ocultar su sorpresa.
—El Zorro…, nuestro mitológico amigo —dijo—. Si realmente existe, el sujeto ha de ser un anciano. Es probable que más de uno haya adquirido esa identidad con el paso del tiempo.
—Así es. Pero el tercer mensaje ha sido más sugestivo —explicó Edward.
—Adelante.
—Textualmente: «¿Quiere desbaratar algo importante, periodista listillo? Lo llamaré mañana a las cinco». Eso ha sido ayer.
—¿Tu contestador registró los números entrantes?
—Sí. Números locales. Cabinas telefónicas, diferentes cada vez. Lo he verificado.
—Ed, si lo que quieres es hablar con ese sujeto y seguir adelante con la historia, no lo dudes.