Se detuvo unos metros más adelante.
La habitación de Danna y Robert, finalmente.
Encontró la puerta cerrada, como había esperado. Abrirla sin hacer ruido le llevó casi un minuto completo. Accionó el picaporte con firmeza, lo mantuvo hacia abajo y probó ligeros movimientos hasta tener la certeza de que las bisagras estaban lo suficientemente aceitadas para no quejarse. La empujó un poco, luego otro poco más. Cuarenta centímetros serían suficientes para pasar, y tan pronto los alcanzó, volvió el picaporte lentamente a su posición original.
En la habitación hacía calor, aunque no tanto como en el desván. Robert y Danna estaban acostados con sus espaldas enfrentadas, cubiertos únicamente con una sábana. Benjamin observó el movimiento de ascenso y descenso de sus cuerpos. Si cualquiera de los dos encendía la luz en ese momento, se vería en serios problemas. Pensó en arrastrarse por el suelo, pero rápidamente descartó la idea. Lo que tenía que hacer no le exigiría más que un par de minutos.
Avanzó hasta el extremo opuesto de la habitación al tiempo que retiraba el papel aplastado entre su cuerpo y el elástico del calzoncillo. Se arrodilló frente a la mesilla de noche de Robert, junto a la cual vio su portafolio: un modelo de cuero con múltiples divisiones y un cierre corredizo en la parte superior. Deslizó el cierre con lentitud. Sus dedos se movieron por los diferentes compartimentos con presteza. Procuró no volverse hacia la derecha, donde sabía que estaba el rostro dormido de Robert. Los dedos de Benjamin se toparon finalmente con lo que buscaba: la agenda electrónica de Robert. Era un dispositivo plano del tamaño de una billetera. Colocó dentro de la agenda la hoja de papel doblada y la volvió a colocar en su sitio.
Sin perder tiempo emprendió el regreso. Se dirigió sigilosamente hasta la puerta con el convencimiento de que sería mejor dejarla abierta y evitar así ser oído. Era demasiado arriesgado repetir la operación que había llevado a cabo para abrirla, y no creyó que fuera un detalle que requiriera atención. Se escabulló por la abertura y se encontró una vez más en el pasillo. Se disponía a volver al baño cuando un sonido procedente de la habitación de Andrea lo alarmó.
Supo inmediatamente que se trataba de la puerta.
Durante un par de segundos no supo qué hacer, pero tan pronto como logró superar la reacción inicial, retrocedió y se introdujo de nuevo en la habitación de Danna y Robert.
Maldijo. Andrea despierta lo complicaba todo.
Los pasos de Andrea no tardaron en hacerse audibles desde el pasillo. Se dirigía al baño, no cabía duda. Benjamin se arrellanó detrás de la puerta e inició una espera que no tardó en resultarle eterna. Tenía puestos sus ojos en la cama matrimonial, en especial en Danna, quien se movía debajo de la sábana y tosía. Si escuchaba a su hija y despertaba, todo se iría al demonio. Por primera vez sintió temor, o algo parecido; una mezcla de incertidumbre e impaciencia que no le resultó para nada agradable.
Después de utilizar el retrete, Andrea oprimió el botón de la cisterna. Una vez que el estallido acuático pasó y los ocupantes de la cama matrimonial seguían durmiendo como hasta entonces, Benjamin se dijo que había pasado lo peor. Escuchó con atención a la espera de los pasos de Andrea de regreso a su habitación, pero…
Lo embargó una sensación de malestar. Algo revolviéndose en su interior. Ganas de vomitar. Sólo que no eran ganas de vomitar, y Benjamin lo sabía perfectamente. Era el niño. Podía
sentirlo
.
Si Andrea te ve ahora, todo habrá terminado. TODO.
Pensó rápido. Benjamin dejó que el niño
avanzara
. Sabía que por lo general nuestros planes presentan situaciones impredecibles, y el éxito de llevarlos adelante es muchas veces consecuencia de la búsqueda de soluciones rápidas. No había previsto que Andrea pudiera retrasar su vuelta al desván, y que eso le daría a su amiguito interior el tiempo suficiente para hacer de las suyas, pero no importaba. Lo dejaría avanzar un poco más.
Un poco más…, así. Muy bien.
Allí está Andrea, caminando por el pasillo, guiándose por la idea que conserva de la casa más que por lo que sus ojos entrecerrados le muestran de ella. Lleva el cabello despeinado, en parte por haberse levantado hace un momento y en parte por el reciente encuentro con Matt. Esto último le dibuja una incipiente sonrisa en el rostro. Avanza en dirección al baño, apresurando el paso; no ha sido realmente consciente de las ganas que tenía de orinar hasta que se encuentra frente a la puerta entreabierta y la empuja para pasar. Pero
algo llama su atención a la izquierda, en la habitación de sus padres. La puerta se abre de golpe y ¡su hermano sale de ella!
Éste no es Ben, piensa Andrea, tiene el aspecto de Ben, pero no es él.
Los pensamientos de Andrea se interrumpen cuando siente un dolor fuerte en la comisura de la boca, un círculo ardiente y húmedo. Gritando, intenta desprenderse de su atacante, pero al retroceder no hace más que caer de espaldas. Siente un dolor insoportable en las piernas, que se doblan en ángulos imposibles, pero aun así lo peor es el rostro; un río caliente corre desde su boca y chorrea pesado por el cuello. La caída ha hecho que su cabeza golpee contra el zócalo con un sonido sordo. Cree que ha perdido el conocimiento, o al menos la noción que tiene de lo que está pasando es distante, como si lo viera todo a través de una tela
apenas translúcida. Siente la presión de una dentadura poderosa desgarrando su cuello, luego el pecho…
El cuerpo de Andrea pronto permanece inmóvil. Su rostro desfigurado es una masa informe que alberga restos desprendidos de carne y huesos astillados.
Cuando Benjamin consideró que el visitante estaba lo suficientemente cerca de la superficie y, por ende, vulnerable, proyectó sus pensamientos con todas sus fuerzas. Los lanzó con violencia, sólo que antes los pobló con algunos condimentos
personalizados
. Un truco simple, pero que tomaría al insurrecto por sorpresa en cuanto asomara las narices y vislumbrara lo que tenía preparado para él.
Mientras el ataque a Andrea tenía lugar en algún cúmulo de neuronas que hacían las conexiones apropiadas, Andrea, la real, regresó a su habitación ajena a la proyección que la había tenido como protagonista.
Benjamin sonrió, conforme con sus resultados cinematográficos, y experimentando cómo el niño retrocedía, alejándose de la superficie para regresar a las profundidades. El sitio donde se debilitaría lentamente hasta dejar de existir.
Satisfecho, Benjamin regresó al desván.
Martes, 31 de julio, 2001
Mike despertó a las seis en punto, como lo había hecho cada mañana durante los últimos diez años de su vida. Abrió los ojos e instintivamente estiró un brazo para apagar el despertador.
Normalmente, se pondría en pie y se desperezaría junto a la cama, para luego ir al baño a cepillarse los dientes y darse una ducha. Después volvería a la habitación, se colocaría su reloj de pulsera, que dejaba cada noche en la mesilla, y a continuación elegiría su ropa para el resto del día. Mientras realizaba esta actividad, a la que no prestaba mayor importancia, se ocuparía de repasar asuntos pendientes del trabajo.
Pero esa mañana el proceso se detuvo en la primera etapa. Sentado al borde de la cama, estiró los brazos hacia atrás y bostezó. Su espalda se quejó y se apresuró a erguirse; el bostezo se prolongó unos segundos.
Sus primeros pensamientos se encauzaron hacia Allison como un río tumultuoso. Evocar la velada en The Oysterhouse hizo que esbozara una sonrisa dormida. Imaginó qué estaría haciendo ella en ese momento…
Allison se despertaba cada mañana a las siete, lo que le daba treinta minutos para ducharse, vestirse y desayunar antes de salir hacia la comisaría. El ritual matutino tenía normalmente aristas trágicas. Muchas veces se saltaba el desayuno, o lo tomaba de pie, mientras se desplazaba por la casa con una taza de café humeante. La parte final del proceso se completaba, con suerte, al recoger el periódico del jardín delantero para leer rápidamente los titulares; pero muy pocas veces el tiempo le permitía semejante lujo. Por lo general salía con el coche y echaba una mirada desdeñosa al periódico enrollado que aún descansaba sobre el césped. «Tendrás que esperar hoy, amiguito», pensaba.
Pero ese martes, último día del mes de julio, no sería como el resto.
Abrió los ojos a las seis. Se levantó como un resorte, se sentó al borde de la cama y lanzó una mirada furtiva al despertador. Observó expectante los números digitales. Era una tontería, pues si podía leer en el visor era porque el reloj funcionaba correctamente. Se sentía atontada. Comprendió que se había despertado por sí misma una hora antes de ser fulminada por los pitidos eléctricos del aparato. El hecho se encuadraba en la categoría de «milagro doméstico».
Desconectó la alarma con un golpe delicado. Sentía una inusitada felicidad que le resultó nueva. Lo primero que se le cruzó por la cabeza fue la cena con Mike Dawson en The Oysterhouse, y la primera reacción de su cerebro dormido fue preguntarse si lo había soñado. La respuesta era que no, lógicamente, aunque sí era cierto que se le parecía bastante a un sueño.
Caminó en dirección al baño sintiéndose extraña. Ella —al igual que su madre y su abuela— tenía el sueño pesado y era miembro honorario del club de los individuos a los que les es imposible pensar con claridad en el estado de ensoñación que sigue al sueño. Normalmente, la dificultad de vencer la inercia matinal para los miembros del club es equivalente a la de un alcohólico en recuperación al que se le ofrece una copa. Los axiomas que sirven de pilar para la razón desaparecen al despertar, y con ellos, la razón misma.
Una vez en el baño, se encontró con los restos de la mujer radiante que había sido la noche anterior.
¿Ves lo que ocurre cuando no te quitas el maquillaje, Gordon?, ahí tienes… Bela Lugosi en persona.
Guardaba el recuerdo de haberse dejado caer en la cama tras despojarse de su ropa, y hundir la cabeza en la almohada mientras repasaba la velada con Mike. Todo había sido grandioso. Pero había un detalle que le había llamado particularmente la atención, y era la facilidad con que las frases entre ellos se habían entrelazado de un modo natural, casi premeditado. Se había dormido finalmente con una sonrisa en el rostro, evocando la anécdota de Gary y la inusitada reacción del sujeto engañado por su mujer.
Ahora, mientras veía su imagen reflejada en el espejo, también sonrió ante la visión de la excavadora atravesando la pared de la casa a toda potencia. Era otra prueba de que la cena no había sido un sueño. Se suponía que uno no recordaba los sueños, o si lo hacía era sólo fragmentariamente; sin embargo, ella recordaba todo a la perfección.
Se permitió el lujo de ampliar el tiempo habitual bajo la ducha de siete minutos a quince. Una verdadera eternidad. Abandonó la bañera sintiéndose renovada, descubriendo a la mujer del espejo a medida que el vapor se condensaba en la atmósfera húmeda del baño. Esta nueva versión mejorada llevaba el cabello mojado y gotitas esparcidas por el rostro, pero por encima de todo tenía mucho mejor aspecto que la que había estado allí hacía un momento.
Se vistió mecánicamente, incapaz de dejar de lado su habitual velocidad, aunque contara con una hora más que de costumbre. Repasó mentalmente su archivo de recuerdos en busca de alguna ocasión en la que hubiera dispuesto de tanto tiempo antes de salir de casa, pero su mente le devolvió un gran signo de interrogación. No recordaba ninguna.
Un momento después comenzó a prepararse el desayuno, ahora sí con lentitud, y mientras el café daba vueltas en el microondas decidió ir en busca del periódico. Al volver lo extendió sobre la mesa de la cocina y ocupó uno de los taburetes. Mientras leía los titulares, incapaz de abandonar el hábito adquirido durante años de no concentrarse en el contenido de las noticias, ocurrió el segundo hecho fuera de lo común de esa mañana. Éste incluso más inesperado que su inusitado horario para despertar.
Tom bajó la escalera.
—Hola, mamá. —Tom llevaba el cabello revuelto.
—Hola, querido… ¿Has dormido bien?
—Muy bien.
—Entonces hoy estamos asistiendo a un milagro. Dos Gordon madrugando.
Tom rió.
—Te he oído cuando te levantabas —dijo él—. No tenía más sueño.
—Te prepararé unos huevos, ¿o prefieres cereales?
—Huevos está bien.
Allison se lo quedó mirando hasta que dos tostadas saltarinas rompieron el encantamiento. Colocó dos más en el aparato y agregó más huevos en la sartén. Sacó de la nevera zumo de naranja y leche, y al depositarlos sobre la mesa vio a Tom, con el rostro sonriente, con la vista fija en ella y balanceando sus pies calzados en las pantuflas del ratón Mickey, su gran secreto
(Es que son cómodas. Nadie debe saber que las uso. Nadie, mamá).
¿Se estaba perdiendo algo? Creía que sí.
No ocurre nada. Tu hijo está contento. Ha dormido bien y está feliz de poder compartir un desayuno con su madre. No seas paranoica.
Una vez que los huevos revueltos estuvieron listos, los sirvió en recipientes individuales y los llevó a la mesa junto con las tostadas.
—Tom, hazme el favor de traer a la mesa los dulces y la mantequilla.
Él obedeció.
Segundos después, madre e hijo disfrutaban con entusiasmo pero en silencio de un copioso desayuno. Normalmente, Allison a esa hora se estaría debatiendo entre la idea de permanecer en la cama y mandar al cuerno sus responsabilidades, o levantarse y hacer frente a ellas como hacía día tras día. Sin embargo, hoy había superado todo eso.
—¿Cómo te fue ayer? —preguntó de repente Tom.
—Muy bien —respondió Allison mientras mantenía la vista fija en una tostada en la que untaba mantequilla. Cuando estuvo lista, se la entregó a Tom.
—Qué bien. Me gusta Mike —dijo él.
«A mí también, tesoro», pensó Allison. Pero no lo dijo. Allí estaba probablemente la razón por la que Tom se había levantado. Su hijo sentía interés por saber cómo había pasado la cena en compañía de Mike, nada más, y por la sonrisa que mostraba en el rostro cabía suponer que conocía perfectamente la respuesta. O bien el semblante de Allison lo hacía suficientemente evidente, lo cual era probable, o Tom había espiado la noche anterior desde la ventana de su habitación, lo cual era aún más probable.