—Danna, yo…
—Piénsalo.
Robert reflexionó un momento. ¿Era cierto? ¿Se había concentrado excesivamente en su dolor? Creía que no, pero la idea lo afectó; pensaba en Andrea, con quien no había mantenido aún una conversación respecto a lo ocurrido. Quizás su hija necesitaba alguna ayuda especial y él no lo sabía.
—Andrea quiere que conozcamos a su novio —dijo Robert, echando mano del primer comentario que le resultó apropiado.
Danna enarcó una ceja y estudió el rostro de su marido con la mirada prudente de un médico que analiza un posible caso peligroso.
—Ya conocemos al novio de Andrea —dictaminó.
—Sabemos quién es, pero no lo hemos conocido formalmente. Creo que es algo bueno.
—Sí, supongo que sí —respondió ella sin entusiasmo.
Robert asintió, conforme. Finalmente estaban hablando como dos personas civilizadas. Era el primer paso para dejar atrás las discusiones y volver a la normalidad.
Claro que había un pequeño detalle,
chilló una voz rasposa desde algún sitio de su mente. Nuestro amigo, el insignificante trozo de papel, por supuesto, con sus nueve palabras formadas por esqueléticas letras negras. La prueba que todavía descansaba en el bolsillo trasero de su pantalón.
Robert se repitió por enésima vez ese día que ese anónimo no era prueba de nada. Empezaba a creer realmente que era la obra de alguien que pretendía perjudicarlo y que había elegido la temática al azar. ¡Ni siquiera mencionaba a Danna! Decía simplemente… tu mujer. De no haber encontrado la hoja doblada dentro de su agenda electrónica hubiera incluso dudado si el mensaje estaba dirigido a él.
Danna lo observaba con atención. Él se acercó un paso y abrió los brazos para estrecharla en ellos. Por un momento creyó que Danna lo apartaría de un manotazo y saldría del estudio para dejarlo allí de pie, pero en su lugar se adelantó. Él recorrió la distancia necesaria para abrazarla y al cabo de unos segundos sintió que dos manos pequeñas se apoyaban en su espalda.
Ella le susurró algo al oído.
—Hagamos el viaje a Pleasant Bay —dijo—. Alejémonos de Carnival Falls.
El único desguace de Carnival Falls era un terreno mal conservado al sur de la ciudad, entre Union Lake Road y la carretera 16. Para acceder a él era necesario recorrer medio kilómetro por un camino de tierra de nombre desconocido, pero que Matt había transitado algunas veces. Entró en la propiedad atravesando un portón de doble hoja abierto de par en par. Avanzó despacio por un acceso de grava fina hasta una construcción que a duras penas se mantenía en pie.
A la izquierda, los restos retorcidos de carrocerías dispuestos en pilas resultaban llamativos; Matt pudo ver tres pasajes formados entre la chatarra de aquella ciudad oxidada. Costaba imaginar que todos aquellos hierros doblados habían formado parte de flamantes últimos modelos, quizás el orgullo de un padre que con los brazos en la cintura le daba una sorpresa a su familia.
Detuvo el motor de la furgoneta Ford de Randy, que comenzaba a asemejarse al de un avión en medio de la quietud reinante, se apeó y avanzó en dirección a una destartalada casita de madera de dos habitaciones. Cuando estuvo a pocos metros vio en un lateral una serie de cobertizos de chapa que ya conocía de sus visitas anteriores. Allí albergaban piezas menores y de relativo valor.
El sitio parecía abandonado. No era sólo la hierba amarilla que crecía por todas partes o el aspecto deteriorado de las carrocerías, había algo más…, una quietud desacostumbrada incluso para un desguace. A medida que Matt se acercaba a la casita y concentraba su atención en la puerta de entrada, le costaba más creer que alguien respondería a su llamada en cuanto golpeara con los nudillos.
Cuando aporreó la puerta, en efecto nadie respondió.
Regresó a la furgoneta rascándose la cabeza. Se apoyó en el lateral y encendió un Marlboro. El encargado evidentemente había salido. Mientras aspiraba el humo y lo dejaba escapar por la nariz en dos chorros, se dijo que no podía modificar sus planes. Tendría que rebuscar él mismo lo que necesitaba. Después podría pasar a pagarle si es que se sentía con ganas de hacerlo; después de todo, se suponía que Kallman debía estar allí para atenderlo. Además, cuantas menos personas supieran lo que iba a hacer, mejor sería. Randy tenía razón en eso. Lanzó la colilla al suelo y se encaminó a la parte trasera; empezaría por allí.
La furgoneta Ford F-150 Variant de Randy era un modelo popular. Aunque la suya era del año 1958 y el modelo había evolucionado desde entonces, Matt creía poder encontrar lo que buscaba. Le había dado vueltas a la idea desde la charla con su primo en Underearth. Creía poder construir un fondo falso para la caja trasera, separado del actual unos centímetros (siete o diez creía que serían suficientes). Podría ocultarlo modificando la compuerta trasera y la altura del parachoques.
Para hacer el trabajo debidamente tendría que poner mucha atención en cortar la chapa sin errores y en pintar ciertas partes. Necesitaría algunas herramientas con las que no contaba, pero se ocuparía de aquello más tarde; sabía dónde conseguirlas. Por el momento debía concentrarse en encontrar las piezas de la caja trasera que le hacían falta.
Debajo de los cobertizos el calor de la mañana era más intenso. En el primero encontró piezas menores, algunas estaban guardadas en cajas y otras colgaban de ganchos de los soportes de madera. Si bien no encontró allí lo que buscaba, no pudo resistirse a investigar un poco. Al adentrarse en la propiedad vio las piezas grandes, algunas de ellas a la intemperie y rodeadas de maleza: tubos de escape completos, algunos chasis, parachoques; en un sector encontró puertas colocadas unas junto a otras como un sándwich metálico. Las otras veces que había ido no había tenido oportunidad de visitar aquella zona, donde estaba claro que Kallman conservaba lo mejor de su material. Si llevaba allí a sus clientes, probablemente nadie se conformaría con las carrocerías que tenía en la parte delantera.
Evidentemente, alguien se dedicaba a mantener aquella zona en orden, y Matt dudaba de que fuera el propio Kallman. Hasta donde tenía entendido, Roger Kallman pasaba buena parte del día bebiendo y el resto durmiendo y recuperándose de la resaca. Se preguntó si el hombre estaría casado.
En el límite trasero de la propiedad creyó encontrar algo que podría servirle. Vio las carrocerías destrozadas de cuatro vehículos, pero se concentró en la perteneciente a una furgoneta Ford cuya parte frontal había quedado reducida al hocico de un bulldog. Matt dudó seriamente de que los ocupantes hubieran sobrevivido al accidente, pero desvió rápidamente su atención para estudiar la parte trasera. Si bien a primera vista pudo observar que no había sufrido grandes daños, debería acercarse más para cerciorarse de que efectivamente serviría para sus propósitos.
Se disponía a hacerlo cuando una voz lo detuvo en seco.
—¿Quién eres?
Matt comenzó a girar su cabeza, pero sintió algo metálico y duro clavándose en la nuca y desistió de la idea.
—Soy yo, Kallman, Matt Gerritsen —dijo con voz firme. No sabía si aquélla era la voz del viejo, pero prefirió arriesgarse.
—Esa furgoneta no es de Gerritsen.
—No. Me la han dado para repararla. Mi Honda está en casa.
La presión en la nuca disminuyó. Matt giró su cabeza con lentitud. Allí estaba Kallman apuntándole con una escopeta de doble cañón, con los ojos entrecerrados y un atuendo poco acorde con las altas temperaturas que se esperaban para ese día.
—¿Qué rayos haces aquí, Gerritsen? Ha faltado poco para que tu cerebro quedara esparcido entre la grava. Me hubieras obligado a limpiar.
—Llamé a la puerta y no obtuve respuesta.
—Lo sé. No estaba allí. Nadie viene a esta hora —dijo el hombre, bajando el arma.
Matt soltó el aire que sin querer había retenido en los pulmones. El viejo dio media vuelta y caminó hacia el frente. Matt lo siguió.
—Debí cerrar el portón —mascullaba Kallman—. ¿Qué buscas, Gerritsen?
—Busco algunas partes para la caja trasera.
—¿La caja trasera? —dijo sin mirarlo, todavía caminando unos pasos por delante—. ¿Para qué?
—Mi amigo quiere que reemplace algunos sectores. Será dificultoso, pero la paga es buena.
Roger Kallman se detuvo y Matt estuvo a punto de llevárselo por delante. Cuando el viejo habló, una nube alcohólica golpeó su rostro y le hizo tomar la decisión de respirar momentáneamente por la boca.
—Gerritsen, puedo tener cara de idiota, pero me dedico a esto desde hace cincuenta años. La caja de esa furgoneta está en buen estado.
—Está corroída en algunas partes —dijo Matt a la defensiva.
—No es cierto.
No tenía sentido seguir con eso. Matt era consciente de que su explicación podría convencer a… su madre, pero no a ese viejo que vivía entre trozos de coches desde que el mundo era mundo. A fin de cuentas, él no tenía por qué dar explicaciones.
—¿Tienes la pieza o no, Kallman?
—Puede ser —contestó el viejo, reanudando su camino con su escopeta cargada al hombro.
Por un momento Matt creyó que al llegar al portón le diría que se largara de allí de inmediato, que olvidara su furgoneta y se perdiera antes de que se le agotara la paciencia y tuviera que hacer uso de su escopeta. Pero Kallman torció a la derecha y se internó en uno de los amplios pasajes delimitados por montículos de carrocerías aplastadas. Avanzó hasta el final y señaló la caja trasera de una furgoneta Ford erguida sobre uno de sus laterales. Matt supo de inmediato que era lo que había ido a buscar.
—No sé qué te propones Gerritsen, y lo cierto es que no me importa. Esa caja corresponde al modelo anterior al que has traído, pero no hubo modificaciones en la carrocería. Te servirá igual.
Matt lo sabía; serviría a la perfección. Procuró ocultar su entusiasmo ante el hallazgo.
—No está completa. Falta uno de los laterales —dijo Matt.
—Claro, chico. Mira a tu alrededor. Aquí
nada
está completo. Si todo estuviera completo, entonces el maldito letrero de la entrada diría
Concesionario Kallman, compre su último modelo y salga como un cohete… —
El viejo rió—. Y bien, Gerritsen —siguió diciendo Kallman tras su breve ataque de risa—, ¿te sirve? Quiero ir a sacarme algo de ropa…, estoy sintiendo calor.
—Creo que sí. ¿Cuánto quieres?
—Hummm…, ochenta estaría bien.
—¡Ochenta dólares por ese trozo de hierro inútil! Kallman… treinta sería una exageración.
—Aquí todo es inútil, Gerritsen, hasta que alguien viene en su busca.
—Mierda, Kallman, ni siquiera creo tener aquí ochenta dólares. Te daré sesenta y cinco.
—Puedes venir después. El trozo de hierro inútil no se irá, te lo aseguro. Ochenta es el precio.
El viejo podía estar medio borracho, pero había que reconocer que sabía negociar. Matt evocó la imagen de su BMW y el dinero que en poco tiempo recibirían por el traslado de la droga, pero pagar semejante suma por esa chatarra lo irritaba. Aunque creía poder conseguir el resto de lo que necesitaba sin pagar un centavo, no dejaba de ser excesivo. Hablaría con Randy para compartir gastos; era lo que correspondía.
—Está bien, Kallman, me ganas en ésta, estoy apurado.
Roger Kallman sonrió.
—¿Tienes un cigarrillo? Iré por unas cuerdas con las que podremos subir esto. Tú puedes ir acercando la furgoneta. Hazlo por aquel lado.
Matt le tendió su paquete de Marlboro y asintió. Él también comenzaba a sentir calor y quería marcharse cuanto antes.
Veinte minutos después, la pieza descansaba inclinada en la parte trasera de la furgoneta. Kallman utilizó su propio coche desvencijado para tirar de las cuerdas y facilitar la operación. Matt se preguntó cómo haría él para bajar aquello en casa de la abuela de Randy, pero ya se le ocurriría algo. Para empezar, le pidió a Kallman que le diera dos de las cuerdas que habían utilizado, a lo que el viejo no se negó.
Matt salió del desguace con la Ford bramando como un animal enfurecido. Había completado una parte importante de lo que tenía programado para ese día.
El llavero de la casa de la difunta señora Doorman tenía tres llaves. Una de ellas, la más pequeña, giró con suavidad en el candado del portón de madera, lo cual fue un alivio para Matt, que no creía que fuera una buena idea que la furgoneta Ford de Randy permaneciera mucho tiempo a la vista de todo el mundo, en especial con la chatarra ocupando la caja trasera. Se sintió aliviado cuando condujo la furgoneta hasta el jardín trasero por un pasaje estrecho que rodeaba la casa.
Se aseguró de volver a colocar el candado en su sitio y se permitió encender un cigarrillo. Se recostó contra el tronco de un árbol, mientras hacía formas con el humo y trazaba círculos en la tierra con una rama. Había sido un día provechoso. Su propia abuela solía decir que no había cosa más agradable que aprovechar cada día, y quizás por primera vez en su vida comprendió el verdadero alcance de la idea. Normalmente se hubiera despertado cerca del mediodía, para compartir un somnoliento almuerzo con parte de su familia, gruñendo las respuestas que fueran necesarias. El día se hubiera deslizado con pesadez, como un mastodonte prehistórico, olfateando aquí y allá a la espera de los acontecimientos de una jornada estadísticamente similar a las anteriores. Analizó su vida como un observador pasivo. Había aprovechado el día, pero por encima de todo, había
tomado el control
de su vida aunque no fuera más que por unas horas. Si su abuela estuviera viva, le diría que la diferencia de aquellos cuyas vidas transcurren como ballenas varadas en la costa, y las de aquellos que avanzan a toda velocidad sin importar lo que encuentren delante, era
monstruosamente
diferente, pero aun así la mayoría no se daba cuenta de ello. Era una idea simple, si se pensaba detenidamente en ella, pero golpeó a Matt con una fuerza desconcertante. No se consideraba un genio; de hecho, a sus diecisiete años tenía dificultades con las divisiones decimales y se sentía paralizado con la sola mención de la palabra
química.
Sin embargo, esa mañana comprendió una cosa que a su entender era más importante que despejar una estúpida equis o calcular el sitio exacto en que chocarán dos trenes imaginarios que tienen el poco tino de viajar por la misma vía férrea. Su valioso hallazgo de esos días, y que su abuela había sintetizado en
la importancia de aprovechar el día,
residía en sentir la tensión de llevar las riendas de su vida.