Los voluntarios avanzaron en vehículos por Center Road hasta que el camino se hizo lo suficientemente estrecho como para que fuera imposible continuar. A partir de allí prosiguieron a pie. A las nueve y media se habían internado lo suficiente como para subdividirse. Se reunieron en un claro en el que formaron un círculo y muchos se sentaron a descansar. Todos sabían que el avance a través del bosque sería mucho más lento y dificultoso a partir de allí. En lo sucesivo, cada grupo marcharía en forma perpendicular a Center Road en sentido norte y sur respectivamente. Luego regresarían a Carnival Falls
,
desplazándose en dirección oeste.
Después de diez minutos de descanso
,
el grupo número uno partió hacia Lovell Road, al norte. Patty Dufresne encabezaba la comitiva, seguida por la hermana Ethel. Mike iba detrás de un hombre al que no conocía, cuyo nombre era Greg o Craig, que tenía el aspecto de un leñador capaz de tronchar un árbol con los puños. Allison caminaba junto a Mike, en silencio. Cerraba la marcha George Bennigans, el segundo policía a cargo.
Transcurrida media hora de avance hacia el norte, Greg o Craig tomó la iniciativa de llamar a Ben a viva voz. Y no es que esto no resultara sumamente útil —de hecho, lo era—, pero la falta de armonía en sus alaridos y el intervalo reducido de tiempo entre cada uno de ellos era capaz de crispar los nervios de cualquiera. Se detuvieron cuando el sendero se estrechó lo suficiente para dificultar el avance.
—Debemos internarnos en el bosque y regresar hacia la ciudad —dijo George Bennigans—. Hemos hecho un buen tiempo, pero volver por el bosque no será tan fácil como caminar por el sendero.
—¿No sería más conveniente separarnos? —preguntó Mike—. Podríamos recorrer la zona formando más de un frente.
Bennigans permaneció pensativo. Patty Dufresne negaba con la cabeza.
—Será sencillo guiarse —apoyó Greg o Craig—. Tendremos el sol sobre nuestras cabezas dentro de una hora; después será cuestión de seguirlo hasta la ciudad en dirección oeste.
Bennigans finalmente se mostró de acuerdo. Se dividirían en tres grupos.
Los subgrupos se conformaron casi instantáneamente. Patty Dufresne y George Bennigans encabezaron dos de ellos y Mike el tercero. Ethel Collins asió del brazo a un muchacho desgarbado y granujiento, que resultó llamarse Gary, y lo arrastró hacia donde estaba Mike. Allison se unió a ellos.
Bennigans hizo algunos comentarios rápidos y los tres grupos partieron en dirección oeste hacia Carnival Falls. Mike se sintió aliviado de librarse de los alaridos de Greg o Craig, aunque al principio siguió escuchándolos a distancia.
El avance a partir de ese momento se volvió más dificultoso, como había presagiado Bennigans. Ethel, que llevaba unos pantalones de franela, demostró suma destreza para esquivar la maleza, sortear los troncos caídos y zigzaguear entre las rocas que encontraban. La mujer explicó que en la iglesia habían montado un minigimnasio y que lo utilizaba a menudo para mantenerse en forma. Esto hizo que Mike riera y que Ethel no pudiera evitar sonrojarse.
El Vaticano está bañado en oro, hermana; no se avergüence por un par de aparatos de gimnasia.
Avanzaron durante más de dos horas. El calor no era de los más terribles de esa temporada, probablemente porque el sol estaba oculto tras una capa fina de nubes, pero aun así era intenso. Gary y Mike fueron los encargados de vocear el nombre de Ben alternativamente. Se cruzaron con mapaches, una serpiente, infinidad de aves y sobre todo, insectos. Pero no con Ben Green.
Ni siquiera una pisada, o restos de comida. Nada.
A las dos de la tarde se detuvieron para almorzar y descansar las piernas. Cada uno llevaba una pequeña ración de alimentos, pero fue Gary quien los sorprendió al extraer de su mochila bocadillos suficientes para abastecer a un ejército durante una semana. No sin sonrojarse, el joven explicó que su madre se los había preparado especialmente la noche anterior. Le había dicho que más de uno no tendría tiempo de preparar su propia comida y que él debería compartirlos. Además, concluyó Gary, los bocadillos de tocino y atún eran la especialidad de la señora Samuelson.
Ni Ethel ni Mike resistieron la tentación y probaron los bocadillos. Ciertamente eran buenos. Allison se mantuvo al margen y apenas dio cuenta de un único trozo de pastel que había llevado dentro de su bolso. Lo comió en silencio, recostada contra el tronco de un álamo, con la mirada extraviada. Evidentemente, la mujer no estaba bien, y Mike se dijo que buscaría la manera de hablar a solas con ella.
Poco tiempo después de reanudar la marcha, Ethel, que además de disponer de un minigimnasio en la iglesia era una mujer inteligente, entabló una conversación con Gary y se adelantó, arrastrando literalmente al joven consigo. Mike supo que la mujer lo había hecho de forma deliberada y procuró a su vez disminuir la marcha. En un momento tanto él como Allison se hallaron lo suficientemente alejados del resto como para hablar sin ser oídos.
—Todo esto resulta difícil de creer —ensayó Mike para iniciar conversación.
Ella asintió.
—Mi hijo, Tom, no lo está sobrellevando bien. Yo misma tengo un mal presentimiento y siento que no estoy manejando las cosas como corresponde.
—Ha sido buena idea colaborar en la búsqueda. Te sentirás útil, y de hecho lo eres.
—Gracias. —Por primera vez Allison alzó la vista y miró a Mike con una sonrisa—. Creo que podrían arreglárselas muy bien sin mí. —Esta vez levantó la barbilla señalando hacia delante. Las llamadas de Ethel eran suficientemente poderosas para que pudieran oírlas con suma claridad.
Se toparon con un arroyo pequeño. Se detuvieron en la orilla, donde crecían helechos verdes y fibrosos, y miraron al otro lado. No había rastro de Ethel ni de Gary.
El arroyo tenía tan sólo unos treinta o cuarenta centímetros de profundidad, pero desde luego era preferible atravesarlo pisando sobre las rocas que emergían aquí y allá antes que meterse dentro del agua. Mike avanzó hasta la mitad verificando cada roca antes de colocar todo su peso sobre ellas. Manteniendo el equilibrio con las piernas abiertas, tendió la mano hacia Allison, que la observó vacilante antes de aferrarse a ella. La mujer avanzó buscando el apoyo firme de una roca para su pie izquierdo, y cuando lo encontró, hizo lo propio con el derecho, siempre sujetándose con fuerza a Mike. Llegó al centro del curso de agua sin dificultad; sabía que si resbalaba podía sufrir una caída peligrosa. Mientras pensaba en eso, una roca puntiaguda cedió de repente ante su peso e hizo que instintivamente doblara su cuerpo en dos, agitando su brazo libre en un intento por recobrar el equilibrio. Mike tiró de ella y la atrajo hacia sí, y con eso fue suficiente para estabilizarla.
Allison vestía una blusa roja ajustada. En su fallida caída, la blusa se elevó lo suficiente para dejar al descubierto la parte baja de la espalda. Mientras Mike se concentraba en lograr que ella recobrara el equilibrio, advirtió el modo en que aquella parte de su cuerpo quedaba al descubierto. Una tira de piel suave y tersa.
Allison alcanzó la orilla opuesta y él la siguió, recorriendo la mitad del arroyo en dos grandes zancadas.
Una tira de piel suave y tersa.
—Supongo que no ha sido como cruzar el océano a nado, pero algo es algo —dijo ella, alzando los hombros y arrugando la nariz.
—Ha sido un trabajo en equipo.
Ambos se percataron de que aún seguían agarrados de la mano, y se apresuraron a soltarse.
Siguieron avanzando unos minutos hasta alcanzar a Ethel y Gary. Éste yacía recostado contra el tronco inclinado de un árbol. La mujer estaba de pie, con la vista fija en ellos. Cabría suponer que podría estar enfadada por el retraso de sus compañeros de búsqueda, pero bastaba escrutar su mirada para saber que no era así.
—¿Qué ocurre? —Mike avanzó un paso.
La mujer no respondió, pero advirtieron que su mirada no estaba puesta exactamente en ellos, sino
sobre
ellos.
Mike y Allison se volvieron.
Por encima de las copas recortadas de los árboles, una franja negra perfectamente delimitada señalaba el preludio de una tormenta.
Allison suspiró.
No contaban con ropa apropiada para la lluvia. El sol dejaría de prestarles ayuda y el avance se volvería todavía más dificultoso.
—Debimos prever que algo así podía suceder —dijo Ethel.
—No creo que tengamos dificultades en avanzar en la dirección correcta —se apresuró a decir Mike.
—Quizás las nubes se retiren —aventuró Gary.
Pero los acontecimientos no tardaron en contradecirlo. El frente de nubes oscuras avanzó a una velocidad arrasadora. Las primeras gotas cayeron pesadas, precipitándose en caída libre sobre las hojas de los árboles, inclinándolas bajo su peso. El golpeteo sobre la vegetación fue creciendo hasta que se transformó en música constante.
En poco tiempo una copiosa lluvia arreciaba sobre Carnival Falls.
Desde el inicio de aquella lluvia torrencial, Andrea permaneció en una de las sillas del comedor, mirando Warner Channel y comiendo palomitas de maíz para microondas. De no ser por el hecho de que Ben estaba allí fuera, perdido y probablemente asustado, la tarde hubiese resultado ideal para disfrutar de una película; quizás una de suspense, por las que Andrea sentía especial predilección.
Su afición por el género era reciente. Se había iniciado el año anterior, cuando había ido con Linda al cine a ver
Seven,
motivadas únicamente por el hecho de que Brad Pitt tenía uno de los papeles protagonistas. Linda se había autoproclamado
locaporBradPitt
desde que lo había visto por primera vez en
Leyendas de pasión,
y desde entonces no habían dejado de ver ninguna de sus películas. Las paredes de su habitación se habían convertido en un muestrario de rostros del señor Pitt; había pósteres para todos los gustos, y no había quedado un solo centímetro de empapelado sin cubrir. Linda decía que dormirse observando aquellos rostros sonrientes era la mejor manera de terminar el día.
Seven
se convirtió en una experiencia que ninguna de las dos olvidaría. Tan pronto como empezó la película, Linda lideró los suspiros y comentarios que fueron secundados por buena parte del público femenino. Sin embargo, a medida que transcurrieron los minutos, la película fue apoderándose paulatinamente de ellas y en poco tiempo olvidaron al bueno de Brad. Imágenes potentes, trama vertiginosa; Andrea y Linda pasaron dos horas aferradas con fuerza a los apoyabrazos, lanzando chillidos y cerrando los ojos ocasionalmente.
A partir de ese momento pusieron en práctica las
noches de vídeo
. Todos los viernes se reunían en casa de Linda (la única que tenía televisión en su propia habitación) y alquilaban una o dos películas. Al principio fueron las de suspense, que en poco tiempo dieron paso a las de terror. En rigor, las películas de terror eran en su mayoría una porquería; hubo incluso algunas que lejos de asustarlas les provocaron un buen ataque de risa.
Las reglas generales en las
noches de vídeo
eran claras: debían ponerse sus camisones, pero no les estaba permitido acostarse. Las luces tenían que permanecer apagadas y cada una debía sentarse en el centro de su cama. Disponían de dos recipientes con palomitas para microondas y cuatro latas de Pepsi, que previamente habrían colocado sobre la mesilla de noche. Levantarse a mear era considerado una falta grave y un signo de cobardía que convertía a la perpetradora en merecedora de un lanzamiento de almohadas.
Otra de las reglas era no gritar, pero jamás lograban cumplirla. La propia señora Harrison, al despedirse de ellas y pedirles que guardaran silencio, lo hacía con la expresión de quien no cree una sola palabra de lo que está diciendo. Alguien dijo alguna vez que no hay película capaz de asustar a aquel que no quiere ser asustado. Y así funcionaba para ellas. Sólo que Andrea y Linda sí querían ser asustadas.
Las primeras noches corrieron por cuenta de Freddy.
Pesadilla en Elm Street
las sorprendió en su primera entrega con un joven
Johnny Depp y una historia ciertamente terrorífica. Las siguientes no fueron gran cosa; en especial la segunda, en la que un Freddy poco amenazador se dedicaba a perseguir adolescentes en medio de fiestas nocturnas. Luego vinieron Jason, Mike Myers, Pinhead… y todo el séquito de asesinos en serie con la habilidad de resucitar.
Cuando los hombres de máscaras blanquecinas se acabaron, Andrea y Linda tenían una buena cantidad de gritos en su haber y una idea equivocada en la cabeza. Habían visto a muchachas como ellas perseguidas a través de bosques, casonas deshabitadas, desguaces de coches y tantos otros lugares, y habían aprendido a pensar como ellas. Las historias de asesinos de mirada torva se estaban volviendo previsibles, pero así eran las películas de terror, ¿no es cierto?
Una noche fría de enero descubrieron que no.
Ese día tomaban cereales en la cocina, mientras analizaban qué película verían por la noche. No tenían nada en mente, y Andrea sabía que si no encontraban algo pronto, probablemente Linda querría volver a ver
Thelma & Louise, Entrevista con el vampiro
o alguna otra de su novio hollywoodense.
Afortunadamente, Laura Harrison estaba en ese momento en la cocina con ellas, y fue a Andrea a quien se le ocurrió preguntarle cuál había sido la película de terror que más la había asustado…, a lo que Laura respondió de inmediato que había sido
El exorcista,
sin duda alguna.
Esa noche se animaron con la historia de Regan, y la experiencia resultó realmente aterradora. La atmósfera de la película fue, para empezar, sumamente diferente a lo que estaban acostumbradas a ver. De ritmo lento, la película introdujo una serie de elementos que las tomaron por sorpresa. El personaje diabólico, sin ir más lejos, era una niña, y la contrapartida era un sacerdote de mirada vulnerable. No era de esperar persecuciones apoteósicas, ni hachas desmembrando cuerpos, ni chorros de sangre semejantes a las aguas danzantes de Disney World.
Aquella noche se permitieron meterse cada una en su cama y mirar el resto de la película con las mantas a la altura de la barbilla.
—¿Vas a contestar?
Andrea dio un respingo. Estuvo a punto de lanzar el recipiente de palomitas por el aire. Su madre la observaba desde el umbral de la puerta, empapada de pies a cabeza. Hacía una hora que Danna había ido a casa de la familia Sbarge, donde había tenido lugar la fiesta a la que Ben había asistido la noche antes de marcharse.