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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (10 page)

Estaba a punto de rendirse cuando uno de sus dedos tocó apenas la superficie fría del lavabo. Faltaba un poco, sólo un poco. Comprendió que el problema estaba en que no se había aferrado al extremo del boquete, lo cual, en realidad, no servía para nada en ese momento. Intentó alcanzar de nuevo el lavabo, esta vez haciendo su máximo esfuerzo para balancearse, pero con la misma suerte. Lo único que logró fue que el deseo de orinar se intensificara.

¿Y si alguien entraba en ese momento?

¡Nadie iba a entrar!
Lo que menos necesitaba era asustarse más de lo que lo estaba. Permaneció un instante en aquella posición, advirtiendo cómo sus dedos amenazaban con dejar de sostenerlo. Tenía que pensar. Dejarse caer podía ser una solución rápida, y bien sabía que no era precisamente tiempo lo que le sobraba, pero no podía correr el riesgo de llamar la atención con una caída desde esa altura. Debía balancearse con más fuerza.

Flexionó las piernas y corcoveó hasta darse el máximo impulso de que fue capaz. Sus pies se lanzaron en pos del lavabo, y esta vez lo logró. Valiéndose de los dedos de sus pies, Ben se aferró a la superficie redondeada de loza.
¡Perfecto!
Sin embargo, aún era prematuro cantar victoria. Sus manos estaban a punto de soltarse de los laterales del boquete, y si tal cosa ocurría precisamente en este momento, no tendría oportunidad de amortiguar la caída con sus piernas. Con sumo cuidado, fue desplazando las manos, primero una, luego la otra, hasta alcanzar el extremo del boquete, y justo cuando completó la operación, pudo soltarse y permanecer de pie sobre el lavabo.

Se permitió quince segundos para reponerse de la maniobra.

Creyó conveniente volver a poner la placa en su sitio, y lo hizo.

En su plan original, concebido en el desván, había pensado que cerrar la puerta con llave sería una buena idea, pero ahora que se hallaba a unos centímetros del retrete comprendió que no había tiempo ni para eso ni para encender la luz. No había tiempo para nada. Ben se bajó del lavabo y salió disparado hacia el retrete. Verificó si la tapa estaba levantada e hizo lo que su cuerpo le pedía a gritos desde hacía horas. Sus piernas estaban rígidas formando una V invertida, y Ben intercambiaba frenéticamente el peso de una a otra. Mientras aferraba su pequeño miembro, un chorro con la potencia de un rayo láser se proyectó primero contra el agua acumulada en el fondo y luego contra uno de los laterales.

Sintió un alivio inmenso. Dejó caer la cabeza hacia atrás, al tiempo que la presión en la vejiga disminuía. No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que sacudió las últimas gotas, pero fue bastante.

Estiró el brazo para alcanzar el botón de la cisterna, pero se detuvo. Lo que menos necesitaba era llamar la atención; aunque tampoco era buena idea dejar su orina allí. Lo pensó un segundo y luego presionó el botón apenas lo suficiente para que un hilo de agua emergiera de cada uno de los orificios. Al cabo de un minuto supuso que sería suficiente y soltó el botón. Dio media vuelta y abrió la puerta con cuidado.

La casa seguía en silencio. Ante él se extendió el pasillo iluminado desde el otro extremo. Ben se cubrió el rostro con el antebrazo y pestañeó hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz.

Sonrió y avanzó por el pasillo.

9

—¿Habéis hablado con todos sus amigos? —preguntó Mike.

Seguían en el porche. Hacía por lo menos una hora que no habían visto un solo vehículo circular por la calle Madison.

—Sí. —Robert habló sin apartar los ojos de su lata de cerveza vacía. La sostenía con ambas manos en el regazo y la hacía girar.

Mike meditó unos segundos sus siguientes palabras.

—Si sigue enfadado con Danna es probable que haya decidido esconderse unos días.

—¿Crees que Ben puede estar escondido en casa de algún amigo? —preguntó Robert.

—Es una posibilidad. Ben es inteligente, no creo que haya decidido pasar la noche en el bosque sabiendo los peligros que lo esperan allí.

—Es cierto.

¿Lo era? Robert había perdido la capacidad de determinar qué era posible y qué no. La idea de que Ben se hubiera marchado de casa constituía un punto de partida que hacía que el resto careciera de lógica.

—¿Cómo están Danna y Andrea? —preguntó Mike.

—Andrea ha ido a pasar la noche a casa de Linda, la hija de Harrison. He hablado con ella hace unas horas. Está bien. Danna ha permanecido en su estudio casi todo el día. Prácticamente no he hablado con ella.

—¿Le has dicho que Ben estuvo conmigo?

—Estaba presente cuando hablé de eso con la policía.

Mike asintió y luego dijo:

—He hablado con el oficial Timbert hoy por la tarde. Me pidió que fuera a la comisaría a darle algunas precisiones acerca de la visita de Ben: horarios y esas cosas. No creo haber sido demasiado útil.

—Espero que no te haya quitado demasiado tiempo.

Mike miró a su amigo como si acabara de decir la estupidez más grande de la historia.

Robert se recostó contra el respaldo de su silla y clavó la vista en el techo del porche. Allí vio el tubo fluorescente circular que por alguna razón fascinaba a los insectos. En aquel momento, al menos una docena de ellos se arremolinaban alrededor, proyectando sombras monstruosas.

—He notado a Rosalía muy nerviosa hoy —comentó Mike en un intento de seguir adelante con la conversación—. Casi derrama el café al servírmelo.

—También lo noté. Incluso he tenido la sensación de que quería decirme algo.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, antes de la discusión con Danna.

—Quizás sabe algo. Quizás oyó a Ben cuando salía.

—¿Tú crees? Si supiera algo me lo habría dicho. No creo que sea eso.

—¿Qué crees entonces?

Robert apartó la vista del techo. Miró en dirección a Mike, pero por un momento no vio más que una espiral oscura. Paulatinamente, el rostro de su amigo fue ocupando su lugar.

—Creo que Rosalía está simplemente preocupada por Ben —dijo Robert—. Supongo que querría decírmelo y no ha podido hacerlo.

—No sé. No la he visto comportarse así antes.

—Ella quiere mucho a Ben. Tiene un hijo casi de la misma edad…

—¿Rosalía? Pensé que no tenía hijos.

—No habla mucho de él. Se llama Miguel. Vive con sus tíos, en una ciudad pequeña cerca de Boston; no recuerdo cuál. Rosalía se queda con ellos los fines de semana. El nombre del padre del niño se me ha quedado grabado: un tal Félix Hernández.

—¿Por alguna razón?

—Rosalía huyó de él… No quise preguntarlo nunca, pero suponemos que la sometía a algún maltrato. Probablemente también al niño.

—Dios mío, ¿cuánto hace que no lo ve?

—No me lo ha dicho, pero Rosalía está con nosotros desde hace seis años. Debió de ser antes de eso.

—Pobre mujer.

Mike permaneció en silencio. La conversación acerca de Rosalía no había sido más que una excusa para evitar hablar de algo que había rondado su mente durante la última hora.

—Hay algo que no me he atrevido a preguntarte —anunció Mike de repente.

Robert lo observó.

—Hace años que hablamos de todo. ¡Dispara!

—Sé que no hay secretos entre nosotros —reflexionó Mike en voz alta—, pero esto es algo que he querido preguntarte desde hace tiempo. Al principio no me pareció correcto hacerlo, luego creo que lo olvidé, y hoy, a raíz de lo que ha ocurrido…

—Pues no sé qué puede ser, pero has despertado mi curiosidad.

Mike se incorporó en su asiento. Sabía que se arrepentiría en cuanto formulara la pregunta que tenía en mente. Analizó la posibilidad de suavizarla, o abordar el tema indirectamente, pero decidió que no tenía sentido.

Habló despacio, sin mirar a Robert:

—¿Recuerdas cuando tú mismo te marchaste de esta casa?

Robert abrió los ojos como platos. Era evidente que no sabía a qué se refería Mike, pero éste en el fondo había sabido que eso ocurriría.

¿Recuerdas cuando tú mismo te marchaste de esta casa?

10

Ben no tenía modo de saber que la excursión a la casa se transformaría en un viaje de horror.

Había logrado mear, lo cual no era poco, y ahora su mente se catapultaba hacia la nevera. Caminó frenéticamente por el pasillo sintiendo el suave contacto de la alfombra en la planta de los pies. Advirtió que las puertas de las habitaciones estaban cerradas. La garganta le pedía a gritos algo de beber, su estómago protestaba. Sin embargo, por alguna razón se detuvo frente al estudio de Danna, examinó las estanterías con cajas rotuladas, el atril de madera que en la penumbra se asemejaba a un esqueleto y, por último, la inmensa pecera rectangular en la que una docena de peces de colores se movían con parsimonia.

Entró. Sabía que cada instante que permaneciera allí era un suicidio; no obstante, no pudo evitar desplazarse hasta la pecera, sin quitar los ojos de ella. Se detuvo muy cerca, con la cara prácticamente en contacto con el vidrio. Escuchó con atención el burbujeo tranquilizador del sistema de aireación. Sus pupilas se movieron siguiendo el movimiento de los peces, lento al principio, luego acelerado durante un trecho, y más tarde lento otra vez. Vio un pez payaso, luego uno alargado, luego otro, y otro…

Junto a la pecera había un estante en el que Danna guardaba una red pequeña, plantas decorativas adicionales y el alimento para peces Quick Grow. Ben se puso de puntillas y se estiró hasta asir el envase. En la parte trasera vio un cuadro con la cantidad diaria de alimento recomendada. Una leyenda en letras rojas rezaba que una sobrealimentación podía causar a los peces serios problemas, e incluso la muerte.

Pero cualquiera sabía eso.

Desenroscó la tapa con lentitud. Lo hizo sin dejar de observar los ejemplares multicolores desplazándose de un lado a otro; dos o tres lo observaban a través del vidrio. Introdujo un dedo en el alimento Quick Grow, y sintió la suavidad de aquellas hojitas similares a finas virutas de madera. Revolvió el alimento en círculos, experimentando cómo su mirada se enturbiaba y de algún modo misterioso su mente comenzaba a desprenderse de su cuerpo. Su necesidad de beber quedó atrás; incluso su visita al desván quedó relegada a un lugar distante. Pronto no sintió más que su mente, desprovista de necesidades físicas.

Desprovista de cuerpo.

Y entonces su mente se eclipsó. No sabría cómo describirlo de otro modo.

¡MÁTALOS!

La voz apareció dentro de su cabeza, surgiendo de miles de lugares al mismo tiempo. Ben no pudo evitar girar sobre sí mismo y verificar que estaba solo en el estudio. El poder de aquella voz lo arrancó del letargo en que estaba sumido e hizo que su corazón se acelerara. El envase de comida para peces resbaló de sus manos y cayó al suelo, haciendo que el contenido se esparciera en un reguero irregular. Retrocedió dos pasos, tambaleante. Aún sentía el eco de aquella voz poderosa retumbando en su cabeza.
¡Mátalos!

Abandonó el trance con una fuerte sacudida. Se acercó a la pecera, pero esta vez apenas pudo soportar la visión de los peces. Se agachó y con el canto de la mano derecha empujó el alimento derramado dentro del envase. Colocó la tapa y lo devolvió a su sitio.

Salió del estudio sintiéndose vulnerable. Mientras se dirigía a la cocina, lo sorprendió la visión de Andrea de la noche anterior, desnuda en su habitación. La voz que se había alzado dentro de su cabeza, acusándolo de haber disfrutado al espiarla, había sido la misma que la del estudio un instante atrás. Se sintió indefenso, confundido, pero, por encima de todo, profundamente asustado. Tenía sed, cierto; sentía incluso la garganta seca como papel de lija, pero la razón principal por la que se lanzó hacia la cocina fue porque debía dejar de pensar y hacer
algo
. Lo que fuese.

Contrariamente a lo que cabría suponer, avanzar por el comedor bien iluminado para luego internarse en la cocina no le inquietó. Todo lo contrario, se sintió agradecido de dejar atrás el estudio en penumbra y la amenaza que aquello había representado unos segundos atrás. Se detuvo un instante antes de entrar en la cocina. Permaneció inmóvil mientras llegaban a sus oídos voces provenientes del porche. No alcanzó a distinguir qué decían, pero supo de inmediato que se trataba de Mike y de Robert. De pronto, las voces se acallaron; Ben aguzó el oído y prestó atención, y entonces Mike dijo algo y las palabras se formaron en su cabeza con suma claridad:

¿Recuerdas cuando tú mismo te marchaste de esta casa?

La frase lo sacudió. No supo en ese momento a qué se refería Mike, pero escuchar a los dos hombres conversando hizo que tomara conciencia del peligro de permanecer allí. Debía darse prisa. Además, estaba a metros de la nevera, lo cual avivó como por arte de magia sus deseos de beber.

Abrió la puerta de la nevera y el olor a pollo frito lo golpeó en el rostro. En uno de los estantes vio un plato con tres trozos que seguramente habían sobrado de ese día. Por un momento se sintió incapaz de apartar los ojos de ellos, pero finalmente tomó una botella de agua de uno de los estantes laterales y la destapó con vehemencia. Hubiera preferido zumo, pero el agua aplacaría la sed más rápidamente y dilataría la próxima visita al retrete. Agarró la botella con ambas manos y envolvió la boca con sus labios, inclinándola sin ningún miramiento.

La sensación del agua inundando su garganta fue gloriosa. Permitió que fluyera con libertad, manteniendo la botella casi en posición vertical. Globos de aire ascendieron por el líquido y explotaron en la parte superior de la botella. Ben bebió hasta que se sintió saciado, para lo cual fue necesario acabar casi con las tres cuartas partes del contenido. Cuando sintió que si un sorbo más entraba en su organismo no tendría más remedio que expulsarlo por falta de espacio, quitó la botella de sus labios y la volvió a colocar en su sitio. Sentir la boca húmeda lo reconfortó. Retrocedió y se acercó a uno de los compartimentos bajo el fregadero. Extrajo una bolsa del supermercado y colocó dentro uno de los trozos de pollo. Luego se estiró para alcanzar los estantes superiores de la alacena y se apropió de una botella de zumo de naranja, dos tabletas de chocolate y galletas. Creyó que con aquello sería suficiente, pero en el último momento decidió añadir tres barras de cereal al contenido de la bolsa. No se preocupó de que alguien pudiera notar la ausencia de su botín, ni siquiera por el descenso en el nivel de la botella de agua. Nadie en la casa llevaba semejante control sobre la comida.

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