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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (8 page)

—La distribuiremos hoy mismo —dijo Timbert—. El cincuenta por ciento de estos casos se resuelven en las primeras veinticuatro horas gracias a informaciones de terceros.

Robert no estaba interesado en conocer el cincuenta por ciento restante de la estadística.

Timbert siguió lanzando sus datos de película durante un rato. Dijo, entre otras cosas, que desde 1982, la ley obligaba a cada departamento de policía local a informar de la desaparición de un niño al Centro Nacional de Información Criminal, que dependía del FBI. De esta manera, explicó, el asunto adquiría tratamiento nacional, informando a los centros fronterizos y otras comisarías. Su rostro se iluminó al mencionar al FBI, como si el estar relacionados con ellos, aunque fuera remotamente, lo convirtiera en Jack Ryan.

Timbert les encomendó que mantuvieran las líneas libres y que hicieran las llamadas desde otra parte. Dijo que si Ben quería ponerse en contacto telefónicamente con ellos lo haría desde luego a su casa, pero Robert comprendió que aquél no era el sentido de la advertencia del policía. Timbert les decía aquello en caso de que su hijo estuviese secuestrado y alguien llamara para pedirles un rescate. Era una tontería, porque ellos no tenían dinero para pagar un rescate, pero ¿lo sabrían los secuestradores? La idea de que su hijo estuviera en aquellos momentos en manos de secuestradores le resultó insoportable; procuró apartarla, pero le fue imposible. Había trabajado buena parte de su carrera como cronista policial y sabía que incluso muchos niños eran capturados por personas enfermas, no precisamente con la intención de pedir dinero a cambio.

Timbert se puso en pie para despedirse.

—Si no tenemos suerte durante el resto del día —puntualizó el policía—, dispondremos de un grupo de voluntarios para hacer un rastreo del bosque mañana a primera hora.

—No creo que sea necesario llegar a esos extremos, pero se lo agradezco.

—Claro que no, pero conviene estar preparados. Adiós, señora Green.

Danna volvió a obsequiar al policía con una inclinación de cabeza.

Los dos hombres salieron juntos. Se detuvieron en el porche, antes de bajar los tres escalones de madera.

—El comisario está fuera de la ciudad, señor Green, pero me ha dicho que volverá hoy mismo. Dijo que tenía intenciones de ponerse en contacto con usted, no sé si lo ha hecho.

—Sí, sí lo hizo. He hablado con él hace un rato. Gracias.

Thomas Harrison llevaba más de diez años como comisario de Carnival Falls. Él y Robert mantenían una estrecha amistad, que se remontaba hasta poco después de que Harrison ocupara su cargo. Sus respectivas ocupaciones hacían que colaboraran frecuentemente, y fue de esa manera como se conocieron. El caso que los unió fue el de la desaparición de una niña llamada Lisa Carlson. En aquella época, Robert era cronista del
Carnival News.
La niña fue secuestrada en la guardería a la que asistía y el caso se transformó en la prueba de fuego para Harrison. La colaboración de Robert resultó fundamental a la hora de recuperar a Lisa, y desde entonces se mantuvieron en contacto hasta desarrollar un vínculo de amistad. Con el tiempo, sus hijas se hicieron buenas amigas.

Robert se movió inquieto. El recuerdo de Lisa Carlson no le resultó nada agradable. Deseaba que Timbert se alejara en su coche patrulla de una vez por todas.

—Estaremos en contacto —dijo Timbert al tiempo que guardaba su libreta en el bolsillo trasero del pantalón y luego estrechaba la mano de Robert—. Que tenga un buen día.

El saludo fue tan inoportuno que el propio Timbert se sonrojó. Evidentemente, tenía tan incorporadas aquellas palabras de despedida policial que ni siquiera fue consciente al pronunciarlas.

—Adiós, oficial, gracias por todo.

Dean Timbert bajó los tres escalones saltándose el central y se encaminó hacia su coche patrulla. Robert presenció cómo el vehículo se ponía en marcha y se perdía al torcer en la calle Stark. Permaneció allí un rato, sin moverse.

Luego entró.

5

Ben pasó la tarde recostado, esta vez con la cabeza apoyada sobre su ropa.

Descubrió que la zona donde el techo inclinado del desván adquiría mayor altura era ligeramente más fresca que el resto, de modo que se tendió allí, justo debajo de la rejilla de ventilación en la pared, y el tiempo se desdibujó. Perdió consciencia del paso de las horas, preguntándose de vez en cuando cuántas habrían pasado desde que despertara. ¿Cuál era el significado del tiempo allí arriba? Por unos momentos se imaginó a sí mismo tendido en medio del bosque, en una noche sin luna y a merced del acecho de predadores desconocidos. Su respiración pesada era quizás la única prueba del paso del tiempo, pero no servía definitivamente para medirlo.

Sus pensamientos tampoco ayudaban. Sus pensamientos eran lo peor de todo.

Una serie de ideas se enredaban en su cabeza, como un parásito estomacal interminable. Allí estaba Danna, gritando a los cuatro vientos en su propia habitación, refiriéndose a Ben como
el
mierda
… Pero también había otras líneas. Entrecruzándose con los recuerdos fragmentados de Danna, había un recuerdo nuevo, mucho más simple: una única imagen congelada y subtitulada. La de Andrea de pie en el principio del pasillo de la casa, con sus vaqueros gastados y la camiseta rosa con la palabra
LOVE
parcialmente oculta.

Ben aprecia a la perfección cada detalle, incluso el palillo que lleva su hermana incrustado en el cabello para mantenerlo recogido. Ella mueve la boca para decir algo, pero Ben escucha únicamente la voz de Mike, el hombre al que considera su tío y una de las pocas personas en quien confía.

Es toda una mujer… Y definitivamente ha heredado el cuerpo de Danna.

Le horrorizaba haberse introducido en la cabeza de Mike. Procuró no pensar en ello, pero reconoció que había perdido el control completo sobre sus pensamientos. Lo peor de todo es que sabía la razón por la que se sentía de ese modo. Para empezar, el vacío en su estómago; y la sed. La necesidad de beber llevaba horas hostigándolo. Tragar su propia saliva había servido al principio, pero ahora incluso eso se había transformado en un proceso doloroso. La poca que le quedaba era caliente y espesa como la savia de un cactus, y el solo hecho de hacer que aquella sustancia se deslizara por su garganta se había convertido en una experiencia insoportable. Mientras yacía tendido de costado, encogido en posición fetal y presionando una de sus mejillas contra su pantalón del pijama, una visión lo aquejó…

Es Patterson. Sólo que es un nuevo Patterson; igual de monstruoso, pero ahora convertido en un ser con el cuerpo rollizo de un hombre y la cabeza desproporcionada de un cerdo de ojos grandes. Lleva un cigarrillo colgado de la comisura de la boca, y cuando observa a su pequeño interlocutor, sonríe; y es quizás su sonrisa el único rastro humano que queda en su rostro porcino. El nuevo Patterson le tiende a Ben un vaso de zumo de naranja lleno hasta el borde. El líquido resplandece como una aparición mágica, y mientras Ben estira su brazo para agarrarlo, imagina la sensación de aquel líquido humedeciendo su garganta. Evoca la imagen de una válvula oxidada que lentamente se desplaza con un chirrido para dejar pasar una corriente de agua. Cuando está a punto de asir el vaso…, Patterson hace un movimiento rápido y lo retira de su alcance. Luego, siempre con la sonrisa de cerdo feliz en su rostro, hace que el contenido se derrame. Un hilo amarillento pende del vaso inclinado hasta alcanzar la tierra reseca… Ben quiere gritar, pero no puede, porque recuerda que está tendido en el desván, escondido, pero que además tiene la garganta seca como papel de lija. Patterson ríe con ganas. Su cuerpo se sacude con la explosión de cada carcajada. Ben intenta apartar la vista de él y del zumo de naranja, pero le resulta imposible, porque así suceden las cosas cuando la imaginación nos juega una mala pasada, ¿no es cierto? Ben no se sorprende cuando Patterson se encoge y cambia de forma, y ya no es él quien ríe, sino Danna. Su cuerpo sigue sacudiéndose, en especial sus pechos, que rebotan al ritmo de su risa histérica. Casi no queda
zumo de naranja en el vaso. Ben advierte este detalle con el ojo de su mente, pero se ve obligado a apartar la vista. El sonido que produce
el líquido al formar un pequeño charco en la tierra le recuerda sus propias ganas de mear y hace que la hinchazón en su vejiga le advierta que es precisamente eso lo que ocurrirá de un momento a otro…

Tenía que mear si es que no quería enloquecer. Los intentos por contener la orina caliente lo llevaban a sacudirse y a contorsionarse, pero aun así tenía la sensación de que el instante contra el que luchaba era siempre el mismo, y que cada vez le costaba más esfuerzo vencerlo.

Tenía dos alternativas. La primera era desembarazarse allí arriba de aquel líquido hirviente. Sería peligroso porque podría filtrarse hacia abajo o generar mal olor (o ambas cosas), pero al mismo tiempo era la salida más rápida. ¿Pero qué vendría después? La sed y el hambre acuciante no tardarían en convertirse en enemigos tan poderosos como su actual rival.

En realidad no tenía dos alternativas. Tenía una.

Debía bajar, y evitar ser descubierto.

6

Robert y Mike bebían cerveza en el porche. Observaban el jardín frontal y la entrada privada para vehículos sin decir nada, de espaldas a la casa. La estructura de madera que los cobijaba, soportada por dos únicas columnas en los extremos, tenía al frente una viga rectangular de cuyo centro pendía un carillón. La deformación de la viga, fruto del paso del tiempo, generaba la ilusión de haber cedido ante el peso insignificante del pequeño elemento de cobre. En ese momento, las placas metálicas eran agitadas por una brisa que bien podía ser preludio de lluvia.

Entre los dos hombres había un recipiente con hielo y dos latas de cerveza en el interior. Esa noche habían bebido más y hablado menos que de costumbre. El semblante de Robert se había ensombrecido durante la tarde, adquiriendo la fragilidad que ahora evidenciaban sus ojos. Había pasado por los dos estados por los que atraviesa cualquier persona al recibir una mala noticia: la negación, primero, y la aceptación lenta y dolorosa, después. Robert comprendía poco a poco que Ben, en efecto, se había marchado de casa y que aquélla sería su segunda noche fuera. Pensar en esto era suficiente para que la simple idea de dormir le resultara insoportable; quizás, le había dicho a Mike hacía un rato, se echara en uno de los sillones de la sala, pero no creía posible conciliar el sueño.

La búsqueda de Ben se iniciaría al día siguiente. Esa misma tarde, Robert había hablado con su secretaria en el
Carnival News
para que una fotografía de Ben fuera incluida en la edición del día siguiente. La policía no había recibido ninguna llamada relacionada con un niño perdido, pero confiaba que en las próximas horas tal cosa cambiara. La fotografía en el periódico, más las que ellos mismos distribuirían, serían de gran utilidad.

Robert se inclinó hacia el recipiente, tomó las dos últimas latas de cerveza y entregó una a su amigo. Luego abrió la suya.

—No entiendo cómo puede suceder una cosa así —dijo.

Mike apartó la vista del dispositivo eléctrico para ahuyentar mosquitos que estaba colocado en el suelo, al que observaba desde hacía quién sabe cuánto tiempo.

—Mañana todo se solucionará —fue lo único que se le ocurrió decir.

Aquellas reuniones se habían transformado en un placentero ritual. Envueltos en el silencio de la noche, interrumpido esporádicamente por algún coche en la calle Madison, habían transitado a lo largo de los años por temas agradables y otros no tanto. Allí habían compartido alegrías, hablado de sus problemas y manifestado sus preocupaciones. Robert no tenía un hermano mayor, pero Mike siempre había ocupado ese lugar. El recuerdo del día en que se conocieron, que traía consigo la intensidad de algo mágico, se alzó dentro de su cabeza, y por primera vez en el día, sonrió…

7

A los diez años, Robert Green ya había creado las Reglas de Oro de Ralph. No existía una versión escrita de las ROR, porque llevarlas al papel sería el equivalente a un suicidio; como convivir con una bomba sin detonar enterrada en el jardín trasero. Era más seguro y efectivo mantenerlas en la cabeza. Después de todo, no eran más que un puñado de frases fáciles de memorizar.

La primera de las ROR era muy simple:
Nunca contradecir a Ralph
.

Era sencilla, y quizás era esto lo que llevaba en ocasiones a pasarla por alto. Por ejemplo, si Ralph comentaba en voz alta que ese día llovería, convenía decir que tendríamos la precaución de salir con impermeable, y no recordarle que las tres últimas veces que había dicho aquello habían resultado días soleados y completamente despejados.

Había algunos casos interesantes de aplicación de la primera regla. Uno de ellos era cuando Ralph formulaba una pregunta que traía implícita una respuesta. Ejemplo: «Bobby, ¿quieres más de esta verdura que tanto te gusta?». Un caso difícil para un principiante. Era importante no perder de vista el final de la frase: «… que tanto te gusta». Esto significaba que la respuesta debía ser desde luego que sí, que nos fascinaba la idea de otro plato de esa exquisita verdura con gusto a excremento de reptil.

El caso más difícil de aplicación de la primera regla era sin duda cuando las preguntas se presentaban en forma de aseveración. Para comprender el funcionamiento bien vale como ejemplo lo que ocurrió durante una mañana calurosa, hacía casi treinta y cinco años, cuando Ralph Green revolvió el cabello de su hijo Robert y con voz alegre le preguntó:

—Bobby, estaba pensando que quizás te apetecería acompañarme a resolver unos asuntos de trabajo.

Robert tenía diez años, pero identificó la primera regla al instante.
Nunca contradecir a Ralph.
La respuesta afloró a sus labios con suma facilidad.

—Sí, claro. ¡Me encantaría!

Ralph condujo su furgoneta Chevrolet C25 con la concentración de un piloto de un F-16 y la mirada orgullosa. Se la había comprado de segunda mano a Tim Bateman, quien, según palabras del propio Ralph, lo había timado suficientes veces para que le diera de su propia medicina. Robert suponía que Bateman se había deshecho de la furgoneta sólo por no verse obligado a soportar la insistencia de Ralph en comprársela. Durante un tiempo todas las conversaciones de la familia Green habían rondado en torno a las bondades de aquel vehículo: el color celeste único, su amplia caja de carga, el claxon doble en el techo, etcétera. En aquella ocasión, cuando Bateman no tuvo más remedio que deshacerse de la furgoneta, Ralph aparcó con ella frente a la casa y luego entró anunciando a viva voz que tenía una sorpresa. Una sorpresa descomunal, según sus propias palabras. Debbie y Robert salieron y fingieron sorpresa, como si el mismísimo acorazado
Potemkin
estuviese varado en la calle Madison. Ralph los esperó de pie a un lado de su adquisición, con la mirada del Dios de las Furgonetas, y luego, con tono ominoso, los invitó a dar una vuelta.

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