Voces.
La escena era la siguiente: Danna, de pie junto a la cama matrimonial, vestida con vaqueros y una camiseta holgada,
para viajar más cómoda
. Tenía los labios apretados y los ojos fijos en Robert, en el lado opuesto de la habitación.
—Mike está en la sala —dijo él—. Le diré que cancelaremos el viaje.
Robert se preparó para la consiguiente reacción. Recorrió instintivamente su entorno con la mirada y vio las dos maletas que descansaban sobre la cama. La de Danna, aún abierta, albergaba buena parte de su guardarropa en cuidadosos montoncitos. En los laterales estaban dispuestos sus cosméticos, el secador de pelo y las prendas pequeñas. A un lado, Robert observó el bolso a cuadros que habían previsto como equipaje de mano. Su propia maleta, un modelo Samsonite rígido, aguardaba sobre su lado de la cama, junto al estuche de la cámara de fotos.
Robert dejó de pensar por un instante en la ausencia de Ben. Hasta ese momento simplemente rotulaba los acontecimientos bajo el calificativo de
ausencia
. A Robert no se le había cruzado por la cabeza que la desaparición podía prolongarse durante
horas,
ni mucho menos
días
. Lo que estaba claro era que no podrían emprender un viaje si Ben no estaba en casa, aun con la convicción de que se presentaría de un momento a otro. En ese instante, cuando examinaba las maletas con nerviosismo, notó el modo en que el rostro de Danna se crispaba y comprendió que cancelar el viaje no sería tan sencillo como había pensado. Ni para Danna ni para él. El viaje había sido, en definitiva, idea
suya
. Aun sabiendo que no debían permitirse un gasto semejante, había sido él quien había propuesto hacerlo. Luego Danna se había encargado con entusiasmo creciente de la organización y los preparativos, pero había sido él quien la había convencido de que el viaje sería una buena idea. A estas alturas ninguno de los dos era tan ingenuo para pensar que un viaje haría retroceder el tiempo, ni mucho menos. Cuando un matrimonio se propone cruzar la carretera y es arrollado a medio camino, hay dos posibilidades: llegar al otro extremo a cualquier precio o esperar a que un centenar de vehículos le pasen por encima y acaben con él. El de ellos formaba parte del último grupo. Ninguno de los dos esperaba soluciones mágicas…, pero Pleasant Bay había sido un lugar especial, y quizás sí podía proporcionarles un respiro y un espacio para reflexionar. Así había funcionado en el pasado…
Dieciséis años antes, cuando contrajeron matrimonio en una ceremonia íntima, Danna estaba embarazada de Andrea y el empleo de cronista de Robert en el periódico local apenas les permitía pagar los gastos de la casa. Un viaje de luna de miel ni siquiera se les pasó por la cabeza. Eran jóvenes, se habían jurado amor eterno, y eso parecía ser suficiente.
Ninguno de los dos tenía conciencia de lo equivocados que estaban.
Cinco años más tarde, cuando los fantasmas de la vida en pareja aún eran lo suficientemente translúcidos como para advertir su presencia, se permitieron un viaje a Pleasant Bay, Massachusetts; un sitio del que se enamoraron al instante. Se hospedaron en un hotel construido a principios del siglo pasado, en una gigantesca construcción restaurada, con todas las comodidades imaginables. La pequeña Andrea pasó unos días con sus abuelos, mientras ellos disfrutaron de las bondades de una habitación con vistas al océano Atlántico, una playa privada, una piscina gigante en forma de plátano y hasta un campo de golf, que desde luego nunca utilizaron.
Desde el momento en que franquearon la puerta de la habitación 203 del Chatham Bars Inn, el rostro se les iluminó como a dos niños que visitan por primera vez Disney World. Robert llevó a Danna en brazos hasta el centro de la habitación, donde permanecieron cinco minutos observando aquel lujo desmesurado. Como dos niños que juegan, descubrieron juntos la nevera, echaron un vistazo en su interior a las bebidas alineadas y a una colección de alimentos en miniatura. Escrutaron con fascinación los mandos a distancia del televisor y el equipo de aire acondicionado. Sobre una mesita de madera había un mensaje de bienvenida y un ramo de rosas rojas. Danna se inclinó sobre ellas para percibir su aroma, al tiempo que Robert la tomaba por la espalda y la besaba en el cuello. Agarrados de la mano se dirigieron a la cama de dos plazas, y ella se sentó en el borde mientras él la estudiaba. Danna dejó caer su peso sobre el colchón, hundiéndose momentáneamente para luego rebotar y regresar a su posición original. Repitió la operación dos o tres veces, riendo con ganas. Aquella cama del tamaño de un transatlántico, más el efecto balsámico de un colchón de muelles, hacía que la vieja cama de Carnival Falls se asemejara a un elemento de tortura.
Por cierto, aquella cama fue uno de los sitios predilectos de aquel verano.
Quedaron fascinados con Pleasant Bay y juraron regresar algún día. Se lo prometieron en el balcón de la habitación 203 del Chatham Bars Inn, una tarde de julio en la que el crepúsculo daba comienzo y el cielo cobrizo era surcado por aves que volaban alineadas. Se besaron, creyendo que sus labios fundidos servirían para sellar aquella promesa y que después de cinco años de matrimonio todo era como al principio.
Otra vez se equivocaban.
Los años siguientes, diez en total, trajeron consigo infinidad de cambios. El nacimiento del pequeño Ben (probablemente concebido en el transatlántico de la habitación 203 del Chatham Bars Inn) fue sólo uno de ellos, y quizás el único agradable. Los otros marcaron la caída estrepitosa de un matrimonio que sucumbió ante la monotonía y las discusiones cada vez más frecuentes. Una vida compartida dejó de ser una elección diaria para convertirse en una imposición.
Lo cierto es que los años cambiaron a Danna. O así prefería suponer Robert que había sido. Quizás porque esto dejaba abierta la posibilidad de revertir dicho cambio; de que todo fuera como cuando se besaron en la habitación 203 sintiéndose Ali MacGraw y Ryan O’Neal en
Love Story
. Pero en el fondo Robert sabía que su esposa siempre había sido igual y que su personalidad no había hecho más que acentuarse con el tiempo. La promesa de regresar a Pleasant Bay quedó enterrada como un fósil.
Una tarde, Robert revisaba un artículo que saldría en la edición del día siguiente del
Carnival News
. Era una simple reseña del comportamiento turístico de los habitantes de New Hampshire; mencionaba estadísticas y algunos datos de interés de los destinos más elegidos. Robert pensó que podrían permitirse hacer un viaje; y tan pronto como esta idea se presentó, el recuerdo del imponente Chatham Bars Inn surgió de las profundidades de su mente y se lanzó hacia la superficie como un torpedo. Sabía que un simple viaje no haría que las cosas cambiaran; no era estúpido. La época en que se permitía creer que todo tenía remedio y que podría volver a mirar a Danna y decirle que la amaba sin sentirse un tonto había quedado atrás. Tan lejana como el fósil que pretendía desenterrar.
Antes de proponérselo a Danna lo pensó una semana; una parte de él insistía en que no era una buena idea.
Pero sí lo fue. Cuando habló con ella, al principio lo observó como si acabara de escuchar la cosa más ridícula del mundo. Aquello lo hubiera incomodado en otro contexto, pero él había estado tan convencido de que tal sería la expresión con la que se encontraría, que en realidad no le importó. Además, ¿no era la idea más ridícula del mundo después de todo?
Danna dijo que lo pensaría, y eso significaba que Robert no volvería a tocar el tema hasta que ella lo trajera a colación, lo cual ocurrió tan sólo dos días más tarde.
Desde el momento en que Danna comenzó a ocuparse de la organización del viaje, las cosas mejoraron. Normalmente, ella era una mujer ocupada, iba a clases de gimnasia dos o tres veces por semana y asistía a cursos de pintura, de modo que ultimar los detalles del viaje se sumó a sus tareas de rutina. Danna no lo manifestó, no era su estilo, pero Robert supo que a su modo estaba feliz, y ciertamente se alegró por ello.
Ninguno de los dos podía saber que, semanas más tarde, el viaje a Pleasant Bay debería ser cancelado.
Mike Dawson se había ofrecido a trasladarlos al aeropuerto, pero por más rápido que su amigo condujera su Saab, no podrían llegar en menos de cuarenta y cinco minutos, y eso si tenían suerte. El vuelo salía dentro de una hora.
Adiós viaje.
—¿No ha regresado? —El tono de Danna fue inflexible.
—No. Le he pedido a Andrea que hable con los amigos de Ben, quizás sepan algo —respondió Robert.
La primera señal de alerta destelló en ese momento, cuando Danna comenzó a desplazarse de un lado a otro de la habitación.
—El muy desgraciado estaba al tanto del viaje. Lo he organizado durante semanas…
—Danna, no creo que esto tenga que ver…
—¡Silencio! —lo interrumpió ella—. Claro que tiene que ver. Tiene que ver porque ayer se lo expliqué especialmente. Le dije que tenía que despedirse, y ahora probablemente esté lanzando su estúpida bola en el bosque.
Robert permaneció en silencio. Quince años de entrenamiento le habían servido para saber cuándo convenía mantener la boca cerrada. Se limitó a permanecer de pie, agradeciendo la presencia de la cama matrimonial, la cual podía ser considerada un elemento de tortura en comparación con la de la habitación 203 del Chatham Bars Inn
,
pero que aun así servía para mantenerlo a prudente distancia de su esposa.
—Te diré una cosa —siguió diciendo Danna, apuntando a Robert con un índice acusador—. Haremos ese viaje. Puede que no hoy, pero lo haremos. ¿Sabes por qué?
Danna parecía esperar una respuesta, sus ojos lanzaban fuego.
—Danna, por favor…
—¡No voy a permitir que eche por la borda el esfuerzo que he puesto en esto! ¡Me he dedicado días enteros a este viaje!
—Se solucionará. Ben regresará pronto.
—Le convendría no hacerlo, créeme.
Robert observó con horror cómo ella se movía cada vez con más frenesí. Supo lo que ocurriría a continuación incluso antes de que Danna se detuviera y clavara sus ojos en él. Luego se inclinó y agarró con ambas manos el bolso a cuadros que constituiría su equipaje de mano. Robert intentó decir algo, pero no se le ocurrió nada apropiado. Retrocedió un paso. Ella no pareció advertir la maniobra y sostuvo el bolso a la altura de la cintura para luego alzarlo más allá de su cabeza; lo hizo en dos movimientos, como un levantador de pesas. Sólo que no se limitaría a bajar la carga a su posición original, no señor. Lanzando un grito de furia, arrojó con todas sus fuerzas el bolso a cuadros contra uno de los rincones de la habitación. Parte del contenido se esparció en el camino, dejando una estela de cremas para el rostro, dentífrico y envoltorios de pañuelos desechables. Robert observó el reguero de objetos con creciente horror.
El siguiente turno correspondió a la maleta. Cuando Danna la asió con fuerza, Robert no creyó que fuera capaz de moverla, mucho menos arrojarla. Sin embargo, ella se las arregló para arrastrarla fuera de la cama, donde buena parte del contenido cayó al suelo.
—¡¡¡El mierda lo hace a propósito!!! —El final de la frase se fundió en un grito de furia prolongado, que le proporcionó a Danna la energía necesaria para girar sobre sí misma y lanzar la maleta con toda la fuerza de que fue capaz, que no fue poca precisamente.
Esta vez, Robert tuvo que retroceder para no ser alcanzado por la maleta, que finalmente se estrelló contra su mesilla de noche derribando la lámpara, que se contorsionó y aterrizó en la alfombra. Una decena de prendas voló por la habitación junto con el secador de pelo. Los gritos histéricos de Danna resonaron en la quietud de la casa. Nada parecía ser capaz de interrumpirlos.
—¡No se saldrá con la suya! —graznó una y otra vez.
Robert se sentía paralizado, como un roedor sorprendido en medio de la carretera por un camión con remolque que va directo hacia él.
—Danna, tranquilízate, por favor —dijo, pero su voz fue apenas un susurro.
Ella pareció hacerlo, pero no por las palabras de Robert. Probablemente ni siquiera las oyó. Danna observó la ropa diseminada por toda la habitación sin dejar de moverse y con la respiración acelerada. Se desplazaba describiendo círculos, pisoteando su propia ropa, pero sin que esto pareciera importarle. De haber habido cien maletas sobre la cama, las hubiera lanzado todas sin vacilar.
—Quiero estar sola —anunció por fin.
—Está bien. —Robert pensó en decir que le pediría a Rosalía que se ocupara de aquel desparramo, pero prefirió no hacerlo. Agachó la cabeza y se limitó a salir de la habitación sin agregar nada más.
¡El mierda lo hace a propósito!
Ben se alejó de la habitación de sus padres. Se desplazó cuidando de colocar las rodillas sobre los tirantes principales. Las seis palabras pronunciadas por Danna reverberaban en su cabeza como el golpeteo rítmico de un tambor. Cuando se topó con la pared trasera del desván, apoyó la espalda en ella y se dejó caer hasta sentarse, rodeó sus piernas con los brazos y cerró los ojos. Aunque el sentido de la vista no servía de mucho allí arriba, sintió la necesidad de oprimir los párpados con fuerza. Sus pestañas no tardaron en humedecerse, y sus labios, en temblar. Una primera lágrima pesada se formó en el rabillo del ojo, se desplazó por su mejilla sucia trazando una línea gris e irregular y pendió en la barbilla durante un segundo antes de caer.
A aquella primera lágrima le siguieron otras. Brotaban silenciosas, humedeciendo su rostro enrojecido. Sollozaba, pero apenas era consciente de sus intentos por no hacer ruido.
En ese instante, Ben Green supo una cosa. No fue un pensamiento demasiado claro: la idea se formó poco a poco, como una silueta que surge en la bruma de la mañana. Fue tomando forma en su cabeza de un modo lento, similar al desplazamiento de las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Supo que permanecería en el desván más tiempo del que tenía previsto. No sabía cuánto, y no le importó. Tampoco le importó pensar en cómo se las arreglaría para subsistir sin agua ni comida, o algo básico como atender su necesidad de orinar.
Se desabrochó la camisa del pijama y la dejó a un lado. No se preocupó en doblarla. Luego se quitó el pantalón y lo arrojó sobre la camisa, formando un montículo que se le antojó perfecto para utilizar de almohada de ahí en adelante. El calor era opresivo; hacía por lo menos tres o cuatro grados más que fuera de la casa. Suspiró e hizo crujir las articulaciones de la espalda arqueándose hacia atrás. Un dolor espantoso lo atenazó en la parte baja.