Ralph no aceptaba que las cosas no se hicieran a su modo.
Fue entonces cuando el Chevrolet se detuvo con una sacudida. Debbie instantáneamente se replegó, apartando sus manos del rostro de Marcia, que seguía lanzando chillidos agudos. Todo su cuerpo estaba en ebullición, como un cohete a punto de despegar.
Ralph se volvió, y su rostro tenía el aspecto cansado de alguien que no ha dormido en días. Debbie abrió la boca para decir algo, pero no lo hizo; en su lugar dirigió una mirada rápida a Ben, dio media vuelta y permaneció en silencio, con la vista fija en el frente. Ralph se irguió por encima del asiento delantero y su cabeza tocó el techo del Chevrolet. Ben tembló ante aquella montaña humana que eclipsaba la luz de una farola que se filtraba por el parabrisas delantero.
Ralph lanzó dos golpes fulminantes en dirección a Marcia.
El primero la alcanzó en la sien derecha e hizo que su cabello se revolviera. El segundo impactó de lleno en su rostro, produciendo un chasquido seco y aterrador, como el de una rama al quebrarse.
Más tarde, Ben reconocería que fue en ese instante cuando ciertas determinaciones tomaron forma dentro de su cabeza. Era cierto que se sentía aterrado cuando su tía gritaba, y que apenas podía mantener la compostura cuando estaba cerca de ella, pero se odiaba por ello. A su modo, la amaba. No había en ella un solo gramo de maldad. Ni uno solo. No podía imaginar una sola razón que justificara el modo en que Ralph se había comportado. Difícilmente podría quitarse de la cabeza la imagen del rostro de Marcia al recibir el segundo golpe, deformándose ante la presión implacable de la manaza de su padre.
Cuando Marcia dejó de gritar, probablemente a causa de la conmoción, el silencio fue sepulcral. Ralph adoptó nuevamente su posición de conductor, como una serpiente que ha surgido de su cueva a la velocidad de un rayo para capturar su cena y regresa a ella victoriosa.
Debbie sollozaba cuando el Chevrolet rugió y se puso en movimiento otra vez.
Ben, que definitivamente creyó haber sobrepasado cierto límite interior, se recostó en su asiento y dejó caer la cabeza de lado, mientras lágrimas tibias humedecían sus mejillas.
Incapaz de hacer otra cosa, repasó los incidentes de ese día…
Avanzaba sacudiendo una revista enrollada, blandiéndola como una espada.
¿Cuál era el propósito de llevarla consigo?
Desde que salió de su casa, entrecerrando los ojos para atenuar el sol de la tarde, no había hecho otra cosa que agitar la revista hacia ambos lados. Era lo que cabría esperarse de un niño de su edad: con pantalones cortos y una camiseta de
La guerra de las galaxias,
caminando con paso alegre y despreocupado, como quien va silbando una canción. Sólo que él no sabía silbar. Ben no desentonaba en absoluto en Carnival Falls, una ciudad pequeña cuyo nombre aparecía en el mapa con trazo ligeramente más grueso que el resto de los pueblecitos cercanos, pero sólo lo suficiente como para que sus habitantes se desplazaran con indiferencia; los hombres arrastrando los pies y las mujeres empujando los carros de la compra con pesadez. ¿A quién le importaba la revista?
A nadie.
Si necesitaba una revista, o lo que fuera, para sentirse un poco mejor, estaba bien que la llevara consigo, y si agitarla como la jodida espada de Damocles lo ayudaba, también estaba bien. A la mierda la voz de su conciencia y su regimiento de reproches. La conocía de sobra. Sabía que podía iniciar su ataque con algo simple como una revista, pero ése sería el inicio, claro… La voz no era estúpida. Si le largaba el rollo de lleno y le decía las cosas importantes de buenas a primeras, él la alejaría y se negaría a seguir hablando con ella. La vocecita traicionera prefería, en cambio, iniciar un diálogo casual, como una vecina a la que nos encontramos fuera de casa, con la barbilla sobre una escoba, sin planes aparentes salvo esperarnos para lanzar sus dardos envenenados.
Oiga, vecino, hermoso día, ¿verdad? A propósito, se me ha ocurrido en este instante que las ramas de su árbol invaden mi propiedad, ¿lo había notado?
Pero no hemos aclarado el asunto de la revista. No del todo.
(A veces la vocecita era insistente).
En términos bélicos, traer la revista consigo no había sido más que un acto de rebeldía frente a una derrota evidente. En términos de Ben Green, una simple estupidez.
Todo empezó cuando su madre se presentó en el jardín trasero un par de horas después del almuerzo. Ben advirtió una sombra sobre el bate de béisbol que se proponía limpiar, y al alzar la vista, allí estaba Danna, con su brazo extendido y una sonrisa.
—Doce dólares —anunció—. El señor Patterson sabe lo que tiene que entregarte.
Sin decir nada, Ben apartó el bate y cogió el dinero. ¿Había fantaseado con que su madre olvidaría a Patterson? En realidad, no. Sabía lo importante que era para sus padres (y en especial para Danna) el viaje a Pleasant Bay que tenían planeado para el día siguiente, pero eso no lo convertía en algo
milagroso
. Danna no olvidaba las cosas fácilmente, en especial si éstas tenían la facultad de importunar a sus hijos. En el fondo, Ben no había dado mayor crédito a la idea de pasar la tarde en el jardín trasero de su casa, limpiando su bate especial sin molestar a nadie ni ser molestado.
Se puso en pie sin ocultar su enojo y caminó hacia el frente de la casa por el sendero lateral. Procuró desplazarse con indiferencia, pero sus movimientos fueron enérgicos. Dejó el bate abandonado detrás de sí, lo cual normalmente hubiera originado un concierto de reproches a cargo de su madre, quien sin embargo esta vez no dijo nada. Lo siguió de cerca, eso sí, sin dejar de sonreír. Aunque no la veía, Ben sabía que así era.
—¿Adónde vas, jovencito? —disparó ella mientras él se alejaba con el andar decidido del soldadito más insignificante del mundo.
Ben se volvió.
—¡Debo buscar algo! —rugió—. ¿Es que acaso no puedo?
—Sí puedes. Lo que no puedes es hablarle así a tu madre.
Ben apenas escuchó las últimas palabras, pero las hubiera adivinado en menos de tres intentos. Se marchó, y la revista fue lo primero que encontró en su habitación: un ejemplar de
Spiderman
. Al salir por el sendero del frente sintió los ojos de Danna siguiéndolo, y ya no se preocupó por ocultar su malestar. Antes de girar al final del sendero, dio con la revista dos golpecitos al buzón de la correspondencia en su versión particular de:
Hago lo que quiero
.
No pasó mucho tiempo hasta que sintió deseos de deshacerse de la revista. Al fin y al cabo había cumplido su propósito, ¿no? Una papelera desfiló a su lado y Ben se acercó, pero en el último momento decidió que aquel ejemplar le había costado suficiente dinero para sacrificarlo sin pensárselo dos veces. Además, tenía cosas más importantes en que pensar, y Patterson era sólo el preámbulo de todas ellas.
¿Y si tenía la suerte de que Patterson no estuviera en su casa?
En la media docena de veces anteriores en que lo había visitado, nunca había visto a nadie más que a él. Se había hecho a la idea de que vivía solo, y sabía que no tendría esta vez la suerte de descubrir que vivía con alguien más; por ejemplo, su madre, una anciana amable amante del chocolate caliente y de contar historias. No señor. Era preferible pensar que todo sería como había sido siempre. Encuentros casi calcados. Patterson abriría la puerta principal al instante, como si lo hubiese estado esperando justo detrás. Luego lo invitaría a pasar; él trataría de negarse, pero el hombre entraría en la casa sin escucharlo, con sus pantalones cortos azules y su abdomen del tamaño de una bola de demolición.
Adelante, niño, ¿o piensas quedarte ahí para siempre?
No tenía sentido fantasear con ancianitas amables. Sería así porque…
Porque así era siempre.
Y porque ella lo sabe.
Ben asesinó a un enemigo imaginario mediante una doble estocada con su espada de papel. Una mujer de unos cincuenta años lo miró con desaprobación y negó con la cabeza en dirección al cielo.
Otro enemigo. ¡Cuidado!
Muerto.
Ella lo sabe.
¡Claro que su madre lo sabía! No se necesitaba ser un genio para darse cuenta de que Danna sabía que a él no le agradaba el señor Patterson. Probablemente ella sentía la misma repulsión hacia él, de modo que al enviar a Ben a recoger las benditas pinturas mataba dos pájaros de un tiro, ¿no?
Y a propósito del señor Patterson, parecía sentir una simpatía especial por su madre, ¿verdad? ¿Por qué si no le vendería esas pinturas a menor precio? A fin de cuentas era el dueño de la única tienda en el centro comercial, no tenía por qué hacerlo. Danna le había explicado a Ben más de una vez que el señor Patterson tenía la amabilidad de guardar para ella ciertos materiales con pequeños defectos, como pinturas, pinceles y esas cosas. Pero aun suponiendo que eso fuera cierto, suponiendo que al sapo repugnante de Patterson le daba de buenas a primeras por la caridad, ¿por qué no le entregaba los materiales a Danna en la propia tienda? Ben se lo había preguntado a su madre, y ella había permanecido en silencio un rato para luego soltarle un rollo acerca de que probablemente el hombre no querría establecer diferencias con el resto de sus clientes y bla, bla, bla.
Lo cierto es que Ben no le había contado a su madre lo aterradora que le resultaba la experiencia. ¿Pero acaso hacía falta? Ella lo sabía de todas maneras. No tenía sentido decir nada; en cierto modo no había nada que decir. El hombre no le había hecho nada durante los encuentros anteriores…, ni siquiera lo había tocado. Y bien sabía Ben que éstas serían las primeras preguntas que Danna le formularía, para luego concluir que su hijo estaba exagerando. Entonces sería peor. Las visitas a casa de Patterson se harían más frecuentes.
Esa tarde, cuando le tendió los doce dólares, Danna sabía perfectamente lo que hacía.
Sabía
que la experiencia lo aterrorizaba. Quizás no tenía idea de cuánto, pero no importaba mucho. Y Ben, a decir verdad, lo había estado esperando. Ben conocía la razón por la que su madre había escogido aquel momento preciso, después del almuerzo.
Algunas horas antes, se había acercado a Danna para pedirle autorización para asistir a la fiesta de Will Sbarge, un niño que no era precisamente su mejor amigo, pero cuya casa era del tamaño del
Titanic
.
—Es la tercera vez que me vienes con eso, Ben. —El tono de Danna fue inflexible—. Sabes que tu padre y yo viajaremos mañana temprano. Debemos hacer los preparativos y no podemos estar pendientes de ti.
Ben insistió, pero supo que había sido un error volver sobre el tema. Un error cuya consecuencia llegaría pocas horas después.
Doce dólares. El señor Patterson sabe lo que tiene que entregarte.
Sí, el señor Patterson sabía lo que tenía que entregarle, pero se las arreglaba para que no estuviera a mano cuando Ben llegaba. De ese modo podía invitarlo a pasar y sumergirse en su casa antes de que él pudiera negarse.
La versión de Patterson de ese día llevaba sus clásicos pantalones cortos azules, visibles parcialmente bajo el adiposo torso desnudo. Al ver a Ben de pie en el umbral, sonrió con su sonrisa de cerdo, masajeándose el lateral de la panza, cerca del sitio en que una cicatriz horrible lo recorría hasta perderse en su espalda. La idea de que el hombre se alimentaba por ahí ya no le resultaba en absoluto novedosa. Lo había asaltado la primera vez que vio el cuerpo blanquecino de Patterson y a su amiga inseparable
la cicatriz,
rodeada de puntos semejantes a dientes puntiagudos. Incluso un par de veces había soñado que durante alguno de sus encuentros la cicatriz se abría y una lengua rechoncha relamía el cuerpo grasiento del hombre, todo sin que Patterson dejara de reír y de sacudir sus tetas gelatinosas.
El detalle distintivo en esta ocasión no fue la cicatriz, sino el hecho de que Patterson lo recibiera fumando. No sabía que el hombre fumara, aunque debió haberlo supuesto… Tenía el cigarrillo colocado en el centro de la boca y no a los lados, rodeado por sus labios en forma de morcilla circular. Patterson masticaba el humo mientras la punta enardecida de su cigarrillo oscilaba, y pequeñas nubecillas emergían por las ventanas ensanchadas de su nariz. Sus ojos, que en cierta medida eran lo peor, se abrían como platos con cada calada. Ni siquiera pestañeaba.
¡Qué ojos más grandes tienes…!
—¡Son para verte mejor! —graznó Patterson.
Ben retrocedió, aturdido. La revista de
Spiderman
estuvo a punto de deslizarse de su mano.
—Oye, niño, ¿qué ocurre? ¿Tanto alboroto por invitarte a pasar?
Al hablar, el cigarrillo dejó de oscilar en su boca y describió enredados garabatos. Sus labios se movieron desparejos (como si eructara) para luego volver a abrazar el filtro igual que antes.
Como si besara…
Mierda.
No querías pensarlo, ¿verdad?
¡COMO SI PATTERSON BESARA!
Después de invitarlo a entrar, Patterson dio media vuelta y avanzó por la casa farfullando cosas incomprensibles. Probablemente le decía que ya conocía el camino o algo así. Ben permaneció de pie en el umbral, observando cómo la boca cosida en la espalda se empequeñecía mientras el hombre se alejaba y atravesaba una puerta en el extremo opuesto de la sala. Alimentando la idea de que cuanto más tiempo permaneciera allí menos pasaría dentro de la casa, Ben finalmente siguió los pasos de Patterson. Conocía el camino. Más allá de la puerta lo esperaba un oscuro pasillo en L, que desembocaba en dos nuevas puertas. Ben no sabía adónde conducía la primera, aunque suponía que a un sótano o algo así. La segunda servía de acceso a un gran espacio al que Patterson denominaba «el almacén».
El almacén constituía en realidad una construcción con entrada por el lado opuesto de la manzana. Ben lo había comprobado en sus visitas anteriores y supuso que el hombre había construido por su cuenta el acceso independiente desde su casa. No se lo había preguntado y no lo haría. Desde la casa se accedía a una especie de sector privado, delimitado por un tabique de madera de unos dos metros de alto. El techo, sin embargo, era mucho más alto; Ben no podía calcular cuánto.
—Aguárdame aquí —chilló Patterson.
¡Como si hiciera falta que se lo dijera! Ben había esperado allí las otras veces mientras Patterson pasaba al otro lado del tabique de madera y buscaba el material en el almacén, fuera de su vista. A su derecha, un segundo tabique formaba una T con el primero, dejando espacio suficiente para acceder a lo que parecía ser la oficina de Patterson, o quizás su taller. En el extremo opuesto podía verse parcialmente un escritorio y a veces parte del respaldo de una silla. Ese día la silla no estaba a la vista, aunque sí desde luego la pared trasera. Pero Ben no deseaba detenerse en ella.