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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (13 page)

Ben nunca había visto en su vida una rata tan grande. Si es que eso es lo que era, desde luego. A esas alturas convenía mantener el abanico de posibilidades lo más abierto posible. El animal, que podría haber pasado por un gato de no ser por la cola delgada como una cuerda y el hocico afilado, caminó con lentitud en dirección a él. Los ojos de la rata, negros y brillantes por la luz que se reflejaba en ellos, estaban fijos en los suyos.

La luz la atrae, pensó Ben.
Debo…

¿Apagar la linterna?

Claro, buena idea, así será más emocionante esperar a que Mickey te toque en la oscuridad con su hocico duro y frío.

Su única experiencia con una rata de tamaño considerable había tenido lugar un día de verano, antes de su séptimo cumpleaños. Ese día ayudaba al señor Spitteri con los trabajos de jardinería en la parte trasera de la casa. Utilizaba su carretilla de madera para trasladar tierra y ramas secas. El señor Spitteri era el jardinero de casi todas las casas de la zona y no parecía importarle que Ben le echara una mano. Era un hombre de unos sesenta y cinco años, de tez bronceada y bigote tupido bajo una nariz grande y unos ojos pequeños.

A pesar de haber vivido fuera de su Italia natal los últimos cuarenta años de su vida, el señor Spitteri no había perdido su acento. A Ben le resultaba gracioso oírle hablar, e incluso había aprendido algunas palabras que repetía cuantas veces podía hasta que descubría una nueva. La última era
cugino
. El señor Spitteri hablaba mucho de su
cugino;
al parecer era algo importante para él.

Ese día, el hombre recibió una llamada en la casa mientras hacía su trabajo. Cuando regresó al jardín trasero, anunció a Ben que debía marcharse; había surgido una emergencia en casa de la señora Eldridge, explicó. Ben no pudo evitar sentir cierta decepción, y mientras sostenía las asas de su carretilla de madera, le preguntó si tenía pensado regresar más tarde, pero él respondió que probablemente no lo haría. Quizás al día siguiente, le dijo mientras le revolvía el cabello.

La señora Eldridge vivía sola desde hacía quince años. Su marido le había dejado una casa enorme y una cuenta bancaria abultada, que posibilitaban que sus únicas preocupaciones se circunscribieran a organizar sus reuniones de lectura y los quehaceres domésticos.

Tenía dos hijos, pero ambos vivían lejos, probablemente para visitar a su madre lo menos posible valiéndose de una excusa sólida.

Días atrás había llamado por teléfono al señor Spitteri para pedirle que se presentara en su casa en forma urgente. Eran pasadas las siete y había anochecido, pero el señor Spitteri prefirió no hacer preguntas. Sabía que debería ir a casa de la señora Eldridge de una manera u otra, porque, cuando algo se le metía en la cabeza, la mujer siempre se salía con la suya.

Se presentó en su furgoneta media hora después, y la encontró en la puerta de la calle. Cuando se acercó, ella lo recibió con el rostro compungido de alguien que acaba de recibir una pésima noticia y lo condujo a través de la casa hasta el jardín trasero. En el porche había una mecedora con una manta y, en la mesa junto a ésta, un libro y un vaso de té por la mitad.

La señora Eldridge, a quien sus amigas del club de lectura llamaban Eldy, explicó que había estado leyendo allí mismo esa tarde, sentada en su mecedora. Se trataba de
Carolina Moon,
de Nora Roberts, señaló, como si hiciera falta. Mientras el señor Spitteri la observaba en silencio, pensando que en ese momento debía estar en su casa con Deb, y no allí, advirtió que la mujer buscaba la forma de decirle algo que la incomodaba, pero no encontraba modo de hacerlo.

Diez minutos después la mujer logró completar la historia. Había estado leyendo durante media hora, cuando sintió que refrescaba y decidió ir en busca de un pantalón abrigado y una manta para cubrirse. El señor Spitteri advirtió que la mujer no llevaba puestos pantalones, pero no tardaría en conocer la razón. La cuestión es que al poco tiempo de retomar la lectura, el sueño se apoderó de Eldy. No era algo extraño que decidiera descansar la vista un momento, aclaró.

Cuando despertó, lo hizo con una sacudida. Algo se había introducido por su pantalón.
Una rata,
dijo como si se tratara de una palabra prohibida. Estaba segura de que había sido una rata. Antes de que el señor Spitteri tuviera oportunidad de preguntárselo, aclaró que no había podido verla, pero sí la sintió. La rata trepó por su pierna, y cuando ella despertó y se puso en pie con un grito, el animal no salió inmediatamente. La señora Eldridge no pudo hacer más que cerrar los ojos y gritar, mientras sacudía las manos y daba saltos en el lugar. Si alguien la hubiera observado en aquel momento, habría pensado que la mujer había perdido definitivamente la chaveta.

La rata debió de ser realmente grande, aseguró la señora Eldridge, porque no le fue sencillo dar media vuelta y escapar. Mientras hablaba, sus manos temblaban y sus ojos se humedecieron. Antes de llamar a Spitteri, se había quitado el pantalón (que no volvería a usar en su vida, por cierto) y se había dado una ducha prolongada. Nunca olvidaría la sensación de aquel animal peludo sujeto a su pierna. Nunca.

Cuando el señor Spitteri empezaba a preguntarse qué era exactamente lo que la mujer pretendía de él, ella se lo dijo: debía atrapar a la maldita rata. Si tal cosa no ocurría, ella no podría vivir en paz en su casa. Había que capturarla a cualquier precio.

Tras varios minutos, el señor Spitteri logró explicarle a la exaltada Eldy que no había nada que él pudiera hacer esa noche, pero que a primera hora del día siguiente colocaría algunas trampas y un poco de veneno. Al principio el plan no pareció lo que la mujer esperaba, pero al poco rato se convenció de que ciertamente no había mucho que hacer en ese momento.

Tres días después, el señor Spitteri recibió la llamada de la señora Eldridge.
Habían
atrapado a la rata, explicó la mujer en tono triunfal. No se había acercado demasiado, pero la había visto perfectamente en una de las trampas (las cuales revisaba rigurosamente cada mañana). Se trataba de la rata que se había introducido en su pantalón; estaba
absolutamente
segura de ello. Y era realmente grande, aclaró.

—¿Puedo ir con usted? —preguntó Ben. Seguía aferrando las agarraderas de la carretilla de madera—. Nunca he visto una rata de las grandes.

El señor Spitteri dijo que no veía inconveniente, siempre y cuando le pidiera permiso a su madre y ella accediera.

Media hora después, la furgoneta del señor Spitteri entraba de nuevo en el camino privado de la señora Eldridge, y de nuevo ella lo esperaba de pie en la puerta de la calle. Cuando vio al niño que descendía por el lado del acompañante, lo observó con desaprobación, pero al poco tiempo se olvidó de él. Les dijo que los guiaría hasta la trampa en la que había visto a la rata, pero el señor Spitteri lo pensó un segundo y le dijo que no hacía falta.
Tante grazie
. Él las revisaría todas y haría desaparecer a la rata. Ella no tenía de qué preocuparse.

El señor Spitteri había colocado dos tipos de trampas. Las de resorte, que eran para ratas pequeñas, y las jaulas, para las de mayor tamaño. Las primeras mataban al animal, pero las segundas lo mantenían vivo. Si la señora Eldridge estaba en lo cierto y la rata era de tamaño considerable, entonces cabía esperar que estuviera en una de las jaulas, y en tal caso habría que matarla. El señor Spitteri no quería que la mujer estuviera cerca cuando tuviera que hacerlo. Ahora que lo pensaba, tampoco era buena idea que Ben estuviera allí, pero ya era demasiado tarde para ello.

Recorrieron las trampas una a una y, en efecto, encontraron la rata en una de las jaulas. La señora Eldridge había tenido razón en una cosa. La rata era de las grandes.

Ben nunca había visto una jaula de captura como aquélla. Era un cubo de malla de acero, con una portezuela en uno de los extremos accionada por muelles. Un pequeño brazo metálico mantenía la portezuela abierta, mientras en el otro extremo se colocaba un trozo de queso. Cuando la rata intentaba comer el trozo de queso, bastaba un mínimo movimiento del brazo metálico para que la portezuela se cerrara. El animal, en consecuencia, permanecía en el interior de la jaula. Vivo.

El señor Spitteri agarró la jaula con cuidado y la colocó sobre una parte de suelo embaldosado. Dijo a Ben que volvería en un momento y él asintió, aunque apenas escuchó lo que le decían. Se arrodilló frente a la jaula y observó al animal. Debía de medir por lo menos unos veinte centímetros, y tenía el pelaje gris oscuro. Si bien era probable que el animal estuviera más asustado que él, a Ben le pareció todo lo contrario. La rata lo observaba con mirada desafiante. No se sacudió ni hizo intento alguno por escapar. Seguramente lo había intentado antes, y para ese entonces habría llegado a la conclusión de que no había nada que pudiera hacer para salir de allí (al menos en ese momento). Ben recordaba haberse sentido agradecido de la existencia de la jaula, porque lo que la rata le dijo con la mirada en ese momento fue muy claro:
Agradece que no puedo lanzarme sobre ti, niño desgraciado.

—¿Por qué no se mueve? —preguntó Ben.

El señor Spitteri lo observó un segundo. Advirtió de inmediato en los ojos del niño que la rata lo había asustado bastante.

—Supongo que sabe que no podrá escapar. Las ratas son animales inteligentes. Aunque ésta no debe de serlo tanto, porque normalmente no se acercan a las personas.

—¿Va a matarla?

—Debo hacerlo. Si no las exterminamos, se reproducen como conejos, créeme. Transmiten enfermedades peligrosas.

—Sí, me lo han enseñado en la escuela.

Ben estaba de pie a una prudencial distancia de dos metros de la jaula. Mientras hablaba no quitó la vista de la rata.

—No tienes que mirar cuando la mate. No es necesario.

—¿Cómo va a matarla?

En ese momento, por alguna razón, la rata se movió y Ben dio un respingo y retrocedió dos pasos. Alzó la vista para observar al señor Spitteri y sonrió con nerviosismo, pero un segundo después volvió la vista al animal.

—Voy a ahogarla —explicó el señor Spitteri—. Pero debe ser un secreto entre nosotros. La señora Eldridge no debe saberlo.

Ben asintió.

El señor Spitteri aferró la jaula con unos guantes gruesos y le pidió a Ben que lo siguiera. Ambos caminaron en dirección a un cobertizo ubicado en el fondo de la propiedad. Cuando entraron, el señor Spitteri depositó la jaula en el suelo y encendió la única bombilla que colgaba de una de las vigas de madera. Junto a la puerta había una pila para lavar la ropa que parecía fuera de uso, llena de agua hasta las tres cuartas partes.

—Aquí es donde la señora Eldridge guarda los aperos que utilizo para cuidar su jardín —explicó el señor Spitteri—. Ella no suele venir por aquí muy a menudo.

Guardaron silencio. El único sonido audible era el chorro de agua al llenar la pila. Ben se permitió echar un vistazo rápido a aquel lugar y, en efecto, vio una buena cantidad de utensilios de jardinería. Había palas, rastrillos, una máquina cortadora con depósito en la parte trasera y bolsas con fertilizantes. Ben estaba familiarizado con todas esas cosas.

El señor Spitteri cerró el grifo.

—Con esto será suficiente —anunció.

A continuación volvió a agarrar la jaula y la sostuvo sobre el agua acumulada. El animal debió de advertir lo que se avecinaba, porque ahora sí comenzó a moverse de un lado a otro. Ben observó con los ojos muy abiertos cómo la jaula se sacudía, a pesar de que el señor Spitteri la sujetaba con fuerza.

Ben no tenía idea de lo que ocurriría a continuación. O mejor dicho, de cómo ocurriría. La verdad es que ni siquiera se había puesto a pensarlo. Cuando el señor Spitteri sumergió la jaula con un movimiento rápido, la rata comenzó a sacudirse con vehemencia, pero también soltó una serie de chillidos aterradores… como los de un niño recién nacido.

El señor Spitteri era una figura gigantesca vuelta de espaldas. Ben sabía que el hombre no podía verlo, de manera que no dudó en taparse los oídos con las manos. Nunca imaginó que una rata podía proferir aquellos chillidos, y ciertamente soñaría con ellos más tarde, no tenía dudas al respecto. El espectáculo duró al menos dos minutos. Los chillidos se apagaron antes que eso, pero seguramente el señor Spitteri no quería correr riesgos. Cuando finalmente extrajo la jaula del agua, la rata era un trozo de carne inanimado y húmedo. Ben ya no se tapaba los oídos con las manos, pero sus ojos estaban abiertos como platos.

—Finito
—dijo el señor Spitteri.

Ben se deshizo de sus recuerdos sacudiendo la cabeza.

La rata del desván era como aquélla, salvo que su tamaño era el doble.

El descomunal animal se detuvo a dos metros y lo observó con fijeza. Ben sintió el peso de aquellos ojos similares a dos perlas negras clavados en los suyos. A diferencia de la mirada de la rata atrapada por el señor Spitteri, que había sido desafiante y resentida, la de la rata del desván era…
¿inteligente?

No supo cuánto tiempo permaneció en la misma posición, temblando, sin poder moverse. La cola de la rata formaba una S viboreante, pero su cuerpo no se movía en absoluto. Ben observó con horror que la cola rosada de la rata era en su nacimiento del grosor de una salchicha de cerdo.

Finalmente, el animal se movió. Ben se sobresaltó hasta el punto de que un chorro caliente de orina se derramó por su entrepierna. Tan pronto como fue consciente del desafortunado accidente, procuró detener la orina y lo logró, pero no antes de que se escapara lo suficiente para teñir de amarillo su calzoncillo blanco. La rata dio media vuelta, probablemente satisfecha, y se encaminó hacia el acceso al desván. Ben se inclinó y aferró la linterna valiéndose de un movimiento rápido. El animal se desplazó con pesadez, basculando y tomándose el tiempo necesario antes de dar cada paso. La cola rosada siguió a la rata como una víbora obediente. Avanzó hasta la zona sobre el baño y luego se detuvo; y aunque Ben no podía advertirlo desde su posición, estaba seguro de que la expresión del animal conservaba la misma mirada fría de hacía un momento.

Está vigilando la entrada…

Ben comprendió el peligro que corría, e inmediatamente supo que lo mejor sería sumergirse en las profundidades. Las profundidades eran seguras.

5

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