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Authors: Federico Axat

Tags: #Intriga, #Terror

Benjamín (15 page)

—Espero que no haya sido así durante mi ausencia. —Danna tenía la vista puesta en el teléfono, que seguía sonando con estridencia.

Andrea se apresuró a descolgar. Había estado abstraída pensando en… ¿películas de terror? ¿Y si su hermano llamaba en ese instante?

—¿Hola? —dijo, y permaneció en silencio. Luego siguió hablando en un tono bajo—. No es el momento. No puedo mantener la línea ocupada…, no, no hay novedades. —Una pausa—. Está bien, yo también. Sí, hablamos luego. Adiós.

Andrea interrumpió la comunicación.

—¿Quién era? —Danna fingió desinterés.

—Matt —respondió Andrea, sabiendo que no tenía sentido ocultárselo a su madre.

Ella lo habría sabido de todos modos.

Danna no sabía
formalmente
lo de Matt, pero había visto al muchacho esperando a su hija delante de la casa más de una vez. Tenían una conversación pendiente al respecto, pero aún no se habían dado las condiciones apropiadas para mantenerla. Andrea se había ocupado de eludir el tema cuando permanecían a solas, y hasta el momento había dado resultado. Danna estaba esperando ansiosa el momento de abordar el tema. Había unas cuantas cosas que su hija debía saber en cuanto a la familia Gerritsen y ella se encargaría de decírselas, claro. No podía esperarse nada bueno de alguien criado en un hogar donde la infidelidad parecía estar a la orden del día. Todos en Carnival Falls conocían de las andanzas de Ted Gerritsen el exitoso abogado cuyo pasatiempo parecía ser pasearse con desparpajo con su secretaria de turno. De alguna manera la falta de discreción era lo peor; faltaba únicamente organizar la Fiesta Estatal de la Infidelidad y presentar al bueno de Ted como el invitado de honor y pasearlo sobre una carroza en forma de sirena con su séquito de secretarias de plástico. Resultaba inaudito que Diana Gerritsen no hubiera tomado cartas en el asunto, pero parecía ser que su coche último modelo y algún que otro beneficio adicional eran suficientes para hacer que resultara más sencillo mirar hacia otro lado. Claro que Danna tenía su propia teoría al respecto —conocía a la mujer—. Los Gerritsen vivían a pocas casas de distancia y en más de una ocasión incluso había hablado con ella. Danna creía que era aficionada a la bebida; suponía que ésa era la única explicación posible para esa mirada turbia y aquella cadencia insoportable cuando hablaba. Alcohol o tranquilizantes. Danna no creía que hubiera otra opción. Más de una vez había sentido la necesidad de sacudirla, de gritarle a la cara que le sacara al hijo de puta de su marido el cincuenta por ciento que le correspondía y lo mandara a la mierda; a él y a sus clones de Pamela Anderson. Pero había resistido el impulso. A Danna no le interesaba mayormente Diana Gerritsen, ni Ted, ni mucho menos su hijo Matt.

—¿Mamá, puedes hacerte cargo del teléfono, por favor?

Silencio.

—¡Mamá! ¿Puedes hacerte cargo del teléfono, por favor? Tengo que ir al baño.

—No me alces la voz. Claro que puedo. Y no anuncies cuando vas al baño.

Andrea supo que no tenía sentido discutir. Caminó por el pasillo, feliz ante la perspectiva de dejar atrás a su madre. Había advertido en su mirada que pensaba en la charla que tenían pendiente acerca de Matt, y éste era el momento menos indicado para semejante cosa. Andrea sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a las preguntas de Danna, pero hoy la prioridad era Ben. No podían permitirse distraerse de eso.

Linda solía decir que no es posible oler dos pedos al mismo tiempo.

Y tenía razón.

Andrea se sentó en el retrete y sin el menor esfuerzo hizo que un chorro abundante de orina sacudiera el agua acumulada en el fondo. Dejó que su cabeza cayera hacia atrás e intentó poner la mente en blanco.

Paseó la vista por el techo…

7

El tercer grupo de búsqueda, liderado por Robert, había sido más precavido que los otros dos. Contaba con vestimenta adecuada para enfrentarse a la lluvia, y hacia las siete y media se encontraba a media hora de Lovell Road, el final de la zona de búsqueda. Robert se había mantenido en permanente contacto telefónico con Harrison, pero los resultados hasta el momento habían sido desalentadores.

Cuando sonó su móvil, identificó el número de la redacción en la pantalla. Era la primera llamada que recibía por parte de Liz y ello le dio un atisbo de esperanza.

—Ha llamado un tal… Bruce Brunell —dijo su secretaria sin rodeos—. Su hijo encontró la bicicleta de Ben cerca de la vieja planta de distribución de agua.

—La bicicleta es…

—Lo he verificado. La descripción coincide. Brunell mencionó el emblema de los Yankees en el frente.

—Liz, ¿has hablado con Harrison? ¿Has hablado con alguien?

—No.

—Está bien, yo me encargo. ¿Tienes el teléfono de Brunell?

Liz lo recitó. Robert se lo agradeció e interrumpió la comunicación. Marcó el número privado de Harrison. El comisario respondió al instante. Robert le explicó la situación y Harrison dijo que él mismo saldría de inmediato hacia la planta de distribución. Le pidió el teléfono de Brunell y Robert lo repitió de memoria.

Mientras hablaba con el comisario, el resto de los integrantes del grupo de búsqueda habían formado un círculo a su alrededor. Cuando interrumpió la comunicación, lo palmearon, ofreciéndole frases de apoyo. No habían encontrado a Ben, pero tenían
algo
que podía llevarlos rápidamente a él.

Vagamente, Robert se preguntó por qué Ben habría elegido ir a la vieja planta de agua y, tras pensarlo un momento, la respuesta que lo asaltó fue sumamente simple. Ben lo había hecho deliberadamente; sabía que la búsqueda tendría lugar en el bosque y no allí.

El razonamiento lo dejó satisfecho, pero aun así la pregunta siguió reverberando dentro de su cabeza.

¿Por qué, Ben?

¿Por qué?

Antes de reanudar la marcha, llamó a Mike y lo puso al corriente de la novedad.

8

La planta de distribución de agua de Union Lake había quedado fuera de servicio a mediados de los años setenta. Fue el inicio de un proceso de recuperación del lago destinado a convertirlo en un espacio para uso recreativo, construir paseos y zonas verdes para pasar el día. En poco tiempo, el sitio fue nuevamente testigo de la visita de pescadores y embarcaciones pequeñas. Pero el viejo edificio de distribución permaneció allí, a la orilla del brazo sur del lago, erguido en la parte más alta de una colina, como un castillo grotesco y mal mantenido.

Harrison llegó al lugar en su coche particular. Detrás de él aparcaron dos coches patrulla. Dean Timbert descendió de uno de ellos y se unió a él. Los hombres se observaron sin decir nada mientras echaban un vistazo a su alrededor. Desde donde estaban era posible apreciar Union Lake extendiéndose hacia el norte y la carretera 16 al oeste. La lluvia copiosa se había transformado en una débil llovizna que el viento sacudía a voluntad.

Harrison intentó comunicarse por radio con John McDarrel, el oficial que se reuniría con Bruce Brunell, el padre del niño que había hallado la bicicleta, pero no obtuvo respuesta.

Timbert observaba al comisario. El parecido notable entre Harrison y Brian Dennehy (aquel actor que paradójicamente había desempeñado más de una vez el papel de policía) era tal, que incluso el propio Harrison lo había reconocido alguna vez. Cuando alguien se lo hacía notar, con brillo de astucia en los ojos, Harrison simplemente se limitaba a asentir con una sonrisa forzada. «Si pudiera recibir un centavo por cada vez que me han dicho que me parezco a ese tipo, sería millonario». Timbert había creído oír que ciertos amigos personales llamaban al comisario simplemente Brian, pero quién sabe. A nadie en la comisaría se le ocurriría hacer semejante cosa.

McDarrel respondió, finalmente.

—Voy de camino en este momento —dijo—. Brunell está conmigo.

—Excelente. ¿En cuánto tiempo estarás aquí, John?

—Cinco minutos.

—Perfecto.

Harrison interrumpió la comunicación.

—Buscábamos en la zona equivocada —reflexionó Timbert.

Harrison asintió.

Ian Sommer, el miembro más joven y el último en incorporarse al equipo, se apeó del segundo coche patrulla y se acercó. El muchacho, despierto y centrado para sus veinticinco años, le preguntó a Harrison si tenía algo en mente.

—Esperaremos a John para entrar en el edificio —contestó.

Timbert y Sommer asintieron.

Tres minutos más tarde, John McDarrel arremetió por el camino de acceso y estuvo a punto de llevarse por delante los coches que lo bloqueaban. Detuvo el motor y se apeó.

—Creí que estaríais más cerca del edificio —se disculpó por su entrada intempestiva.

Un hombre pálido esperaba en el asiento del acompañante; un niño ocupaba el centro de la parte trasera. McDarrel les pidió que se apearan y que se acercaran. Ellos lo hicieron. El hombre pálido era Bruce Brunell, y el niño, su hijo Michael.

Harrison les agradeció la colaboración.

La planta de distribución estaba emplazada en un terreno de aproximadamente tres hectáreas. Harrison la había conocido en otro momento, cuando la entrada estaba bordeada de parterres y el césped bien cuidado. Su estado actual no dejó de sorprenderlo. El municipio tenía el serio propósito de demoler el lugar y reciclarlo, quizás con la idea de construir un mirador o algo por el estilo, pero hacía tiempo que nadie cuidaba de él. En los últimos años se había transformado en un sitio peligroso, y Harrison se preguntó qué haría Michael Brunell solo en un sitio como ése cuando encontró la bicicleta.

La misma pregunta referida a Ben le resultó aún más inquietante.

Los seis atravesaron el acceso a la propiedad, que constaba ahora de una única hoja de hierro desvencijada. Había dejado de llover, pero el terreno estaba anegado. Michael Brunell encabezaba el grupo, avanzando por un camino irregular, ahora de lodo.

A unos treinta metros, el niño se desvió de repente hacia la izquierda, internándose entre árboles torcidos en lo que ni siquiera llegaba a ser un sendero. Los cinco hombres se miraron y lo siguieron sin decir nada. Caminaron durante casi dos minutos. Harrison, el más alto de los hombres, tuvo que apartar algunas ramas que amenazaban con chocar con su cabeza, y al hacerlo una llovizna cayó sobre él.

Michael los guió hasta un claro donde yacía tumbado un tronco enorme. Apoyada sobre él descansaba una bicicleta Ranger. En el frente, sobre un disco adherido al manillar, estaba el emblema de los Yankees.

Sin decir nada, y bajo la involuntaria supervisión de los presentes, Harrison extrajo su móvil y marcó el número de Robert. La conversación fue breve. Verificó algunos detalles adicionales de la bicicleta, como las pequeñas balizas adheridas a los radios, y le confirmó a su amigo el hallazgo. Emprenderían la búsqueda de Ben de inmediato.

Tras interrumpir la comunicación, Harrison se volvió al grupo de hombres.

—Ian, delimita esta zona con cinta. No quiero a nadie dentro.

—Bien.

—Dean, inicia de inmediato una búsqueda en el interior del edificio. Ian te acompañará tan pronto como termine aquí.

Los dos hombres asintieron.

—John, te encargarás de llevar al señor Brunell y a Michael a su casa, después de que hable con ellos un momento.

Todos regresaron por el sendero principal. Dean se dirigió al edificio abandonado y el resto hacia los vehículos aparcados en la entrada. Harrison se acercó a Michael Brunell. El niño, que tendría unos ocho o nueve años, parecía asustado y perdido. Otra vez se preguntó qué cuernos haría un niño de su edad en un sitio como ése.

Se agachó y lo miró a los ojos.

—Michael —dijo—. Has hecho bien en contarle a tu padre lo que has encontrado. Nos será de gran utilidad para recuperar a Ben.

El niño sonrió débilmente. Aferraba la mano de su padre, y su mirada pasaba del suelo de tierra húmeda al rostro del comisario.

—Michael, ¿puedo hacerte una pregunta?

No hubo respuesta.

—¿Qué hacías aquí cuando encontraste la bicicleta?

Bruce Brunell tomó la palabra y respondió. Harrison alzó la cabeza para observarlo.

—Ya he discutido este tema con Michael —dijo. El niño siguió sin decir nada. Brunell padre, visiblemente incómodo con la mirada del comisario, agregó—: Quiero decir que ya he hablado con Michael acerca de lo peligroso que es este lugar. No volverá a venir por aquí, se lo aseguro.

Harrison asintió. Su instinto le decía que había algo que no encajaba, pero debía concentrar su atención en Ben. Decidió que retomaría el asunto más tarde. Se despidió de Brunell estrechando su mano y de Michael revolviéndole el cabello. Les dio las gracias a ambos y les dijo que era probable que tuviera que hablar con ellos nuevamente más tarde. Se encaminó hacia el edificio abandonado meditando en las palabras de Bruce Brunell.

Avanzó por el camino de acceso y se detuvo un par de segundos junto al estrecho sendero por el que Michael los había guiado hacía un momento. Hallar la bicicleta allí en tan poco tiempo había sido un milagro. Normalmente les hubiera demandado semanas, o quizás meses.

La sensación de que había una pieza fuera de lugar era persistente y molesta.

Rápidamente llegó al edificio. La entrada estaba conformada por una escalera ancha de diez escalones. Si en algún momento había gozado de cierta majestuosidad, la suciedad y un intenso olor a orina habían hecho que desapareciera por completo. Harrison subió los peldaños de dos en dos y entró en el edificio sin detenerse. La puerta de entrada había sido robada hacía tiempo.

Lo recibió un salón amplio. Vio charcos de agua diseminados aquí y allá, enredaderas que crecían en las ventanas, pintadas en las paredes…

Dean lo sorprendió apareciendo en el extremo opuesto.

—Harrison… será mejor que vengas a ver esto.

El comisario cruzó el salón dando grandes zancadas, siguiendo a Timbert a través de un pasillo de unos tres metros de ancho. Pocas de las puertas laterales se mantenían en pie. El pasillo se bifurcaba en T; Timbert cogió el camino de la derecha. Segundos después, los dos hombres entraban en un gran depósito, o al menos eso le pareció a Harrison. Más tarde sabrían que aquélla había sido la sala de máquinas, y que los cubículos metálicos ubicados al fondo habían albergado tiempo atrás las bombas que succionaban el agua desde Union Lake.

Ian Sommer estaba de pie a unos cinco metros a la derecha. Harrison no podía ver qué era lo que observaba con atención. Se acercó apresuradamente.

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