Hablaron durante un par de minutos. Debbie le dijo que regresarían al día siguiente y le preguntó si todo estaba en orden. Robert dijo que sí y se despidió.
Ya de vuelta siguió intentando modificar la posición del sillín, esta vez valiéndose de todas sus fuerzas. Robert notó con alegría que se desplazaba poco a poco: casi nada al principio, y con mayor facilidad después. Decidió que lo colocaría lo más alto posible y así lo hizo. No pudo resistir la tentación de colocar la bicicleta contra la pared y alejarse para echarle un vistazo. El resultado le pareció grandioso. Podía imaginarla con el manillar elevado, y el cambio era notable.
Se agachó para coger la llave, pero descubrió que no estaba donde la había dejado.
Sintió una súbita sensación de sofoco. Miró en todas direcciones con el corazón acelerándose en el pecho. Repasó mentalmente los últimos minutos y recordó la llamada telefónica de su madre. Corrió hacia el teléfono. Si bien no recordaba haberla llevado consigo, era la única explicación para su desaparición, a menos que las llaves inglesas volaran y ésta hubiese decidido irse a Londres a visitar a su familia. Tropezó con la mesa del teléfono y estuvo a punto de derribarla. La llave tampoco estaba allí.
Está fuera, en el césped, donde la has dejado. El asunto es que no has mirado bien.
Pero no estaba. Examinó cada centímetro cuadrado de la zona en que había trabajado y nada. Amplió luego el radio de búsqueda a cuatro metros de la bicicleta, aunque era impensable que la herramienta pudiera estar tan alejada. Además debía ser visible, sobre todo el mango rojo.
Procuró calmarse.
NUNCA tocar las pertenencias de Ralph.
Alguien tuvo que haber entrado en la casa y la habría cogido, se dijo. Era la explicación más estúpida, pero no se le ocurría otra. Emprendió una segunda búsqueda minuciosa, registrando una vez más cada sector tal y como había hecho hacía un momento, pero ahora sabiendo cuáles serían los resultados. Buscaba como si se tratara de un alfiler y no de una llave inglesa. La herramienta debía poder ser vista desde unos cinco metros. Si estuviera allí, claro.
Media hora de búsqueda fue suficiente para convencerse de que no la hallaría. En cierto sentido fue un alivio, porque significaba pasar a la siguiente fase y pensar qué haría a continuación. Lo primero que cruzó su cabeza, y que no fue una ayuda ni mucho menos, fue el recuerdo de la última paliza de Ralph, apenas una semana antes…
Su padre le había pedido el periódico del día anterior. Estaba leyendo el de ese día y dijo algo acerca de una subida de precios desproporcionada que, a su entender, era un ataque contra las buenas personas como él. Robert buscó el periódico en la cocina, lo cual fue sencillo porque estaba colocado en la parte superior de la pila de periódicos viejos. Ni Debbie ni él sabían por qué era necesario guardar los periódicos del mes anterior, pero allí estaban. Orden de Ralph.
Robert deslizó el periódico sobre la mesa, sin advertir la presencia del vaso de cerveza que su padre estaba bebiendo. Estaba casi vacío, de ahí que no lo viera. Cuando el periódico lo golpeó, el vaso rodó hacia un lado y los tres centímetros de cerveza que contenía se derramaron formando un pequeño río que corrió en dirección a Ralph. Éste se puso en pie de inmediato, al tiempo que Robert iniciaba una carrera a su habitación que nunca concluiría. Ralph lanzó el periódico sobre la mesa; sentía la cerveza fría en su muslo izquierdo. Se movió con la velocidad de un rayo e interceptó a Robert en el pasillo, casi frente a su habitación. Una patada fue suficiente para derribarlo, y cuatro golpes con el puño cerrado en el estómago y la espalda bastaron para enseñarle a tener más cuidado.
Robert recordó el castigo por derramar tres centímetros de cerveza sobre la mesa y quizás la mitad de eso sobre el pantalón de Ralph. Ahora se trataba de una de sus herramientas. El simple hecho de haberla cogido lo haría acreedor a una paliza, pero perderla…
Perderla era otra cosa muy diferente.
Ben se desplazó por la superficie, hurgando en el pasado, sabiendo que no podría pasar inadvertido. Y la razón era evidente: si él podía advertir aquella presencia amenazante, era lógico que ésta pudiera percibir la suya.
Luchó contra el deseo de seguir descubriendo qué había ocurrido después de la desaparición de la llave inglesa. Necesitaba averiguar qué había hecho Robert ante el inminente retorno de Ralph, y sabía que la respuesta estaba al alcance de la mano. Sólo debía buscarla.
Sin embargo, en el desván estaba ocurriendo algo. Desvió su atención hacia la caja y vio cómo sus manos alzaban uno de los objetos del interior. Se trataba de un ejemplar de
La isla misteriosa,
de Julio Verne. Era una edición antigua; su portada mostraba un grabado en el que una isla pequeña y montañosa rodeada de un océano agitado se recortaba contra un cielo revuelto. La imagen en blanco y negro transmitía soledad y lobreguez al mismo tiempo, en especial el océano espumoso, golpeando pequeñas formaciones rocosas que emergían en las proximidades de la isla. Ben necesitó concentrar su atención en una de aquellas rocas para advertir que había un animal sobre ella. Primero pensó que era un perro, luego supuso que podía ser un zorro.
La antigüedad del ejemplar dejaba claro que llevaba un tiempo allí, y Ben supo de inmediato que pertenecía a su padre. En la caja había además una libreta, dos lápices negros y algo que llamó inmediatamente su atención. Eran cartas para niños, de las que se utilizan para aprender las letras.
Ben olvidó por un momento su vulnerable situación. Se concentró en las cartas maltrechas que sostenía en sus manos, pasándolas una a una. En la parte superior rezaban:
Marty el conejo;
debajo, un conejo sonriente sostenía una de las letras del abecedario. Tenían los dibujos descoloridos y las esquinas dobladas. Era evidente que su dueño les había sacado provecho. Había varias letras que se repetían, lo cual le hizo suponer que más allá del aprendizaje de las letras, la utilidad de las cartas residía en formar palabras con ellas.
Las cartas desfilaron ante sus ojos.
S E J M G A S A K…
Siguió atentamente el paso lento de cada una, sus pulgares deslizándose sobre la superficie desgastada por el tiempo. Buscó un significado en el orden de las cartas, pero no lo encontró. Cuando se acabaron, entonces el proceso se repitió, sólo que en sentido inverso. Luego cesó. Ben contempló las cartas mientras sus manos las colocaban con suavidad en el suelo de madera del desván, junto al ejemplar de
La isla misteriosa
y al resto de los objetos. Dirigió de nuevo su atención a la caja, pero ahora sintiéndose aletargado. La caja estaba casi vacía, salvo el tercio inferior, ocupado por unas pocas prendas pulcramente dobladas. Sus manos se hundieron en la ropa… y Ben se mantuvo expectante mientras buscaban algo en el fondo.
Aguardó el desenlace como si se tratara de la resolución de un truco de magia. Pensó que incluso de eso se trataba aquello. Sus manos saldrían con un conejo blanco y regordete para el deleite de todos.
Marty el conejo.
Cuando una de sus manos se hizo visible, en efecto traía algo consigo, pero no se trataba de un pomposo conejo blanco. El Ben de las profundidades (que súbitamente recordó que las había abandonado por un sitio mucho menos seguro) experimentó un terror profundo cuando vio que sus dedos, aquellos que alguna vez le habían pertenecido y que ahora se movían sin control, aferraban un cuchillo.
La desesperación se apoderó de él. Aquél no era un cuchillo de plástico de los que se les dan a los niños en los aviones, no señor. La hoja de éste tenía al menos treinta centímetros, era ancha y anormalmente curva en el extremo. Su mano blandió el cuchillo de un lado a otro, exhibiéndolo delante de él como un instante antes había ocurrido con las cartas de Marty el conejo.
El cuchillo descendió hasta que la punta tocó su brazo izquierdo. Era estúpido pensarlo de esta manera, pero a pesar de que procuraba mantenerse lo más alejado posible, el cuchillo se acercaba cada vez más a él. Tenía el brazo en posición horizontal, delante de sus ojos, y pudo ver perfectamente el instante en que la punta afilada se clavó en la carne y un punto rojo creció alrededor.
Lo azotó un latigazo de dolor.
La punta se movió, describiendo formas en su brazo, trazando finos ríos enrojecidos y ardientes. Vio sangre brotando furiosa junto a la hoja de acero, como el mar embravecido en torno a las rocas en la portada de
La isla misteriosa
.
El proceso duró casi un minuto. Cuando se interrumpió, lágrimas pesadas rodaban por sus mejillas. Con la mirada nublada y su brazo lanzándole flechazos de dolor, Ben leyó espantado la advertencia en letras rojo sangre.
¡FUERA!
Luego de la desaparición de Ben, Rosalía pasó en su habitación más tiempo del habitual. Se limitó a preparar la comida, hacer la compra y ocuparse metódicamente del resto de sus obligaciones. El incidente ocurrido en el pasillo la noche de la desaparición de Ben se convirtió en un pensamiento recurrente; un fantasma invisible por momentos, pero corpóreo y atemorizante por otros.
Si abres la boca, despídete de Miguel.
Ella no conocía los detalles exactos de lo sucedido en Union Lake. Sí sabía lo suficiente como para sentirse culpable por no haber hablado a tiempo. Robert apenas se fijaba en ella o, mejor dicho, se fijaba tanto como en el resto; y si la idea de hablar con él acerca del incidente en la puerta de su habitación se le había cruzado por la cabeza, cada vez encontraba más razones para no hacerlo. Para empezar, no ayudaría en nada, y no sabía cómo podría reaccionar Robert ante algo semejante. Nada cambiaría si hablaba.
Pero había algo más, ¿no? Estaba claro que no serviría de nada hablar
ahora,
pero si, en lugar de encerrarse en su habitación y temblar de miedo, hubiese hablado
antes…,
¿habría cambiado el curso de los acontecimientos?
Se sentía impotente. Cada lágrima derramada era un recordatorio del tiempo transcurrido desde la muerte de Ben. No creía que le fuera posible poder vivir con semejante culpa encima. Conforme los días pasaban, se sentía más desgraciada; y ocultar la verdadera causa de su pena era, en cierto sentido, lo más doloroso de todo. Durante aquellos días había ido a casa de su hermana, había disfrutado de Miguel, pero no había podido evitar sentirse distante y perdida.
El incidente en la puerta de su habitación y el posterior hallazgo en Union Lake se mezclaban en un cóctel capaz de envenenar sus sueños cada noche. En ellos cerraba la puerta de su habitación y un llanto histérico se apoderaba de ella…
De repente reacciona y sale de la habitación. Allí no hay nadie esta vez y entonces atraviesa la casa con la intención de hablar con Robert. Sonríe, porque cree que si habla con él puede impedir el incidente en la planta abandonada. Corre, aún en camisón, pero en lugar de permanecer en la casa sale disparada a la calle. La recibe una noche oscura. Su camisón resplandece en aquella oscuridad, flotando fantasmalmente. No sabe exactamente por qué, pero se lanza a toda velocidad. Una revelación mágica la aborda: Robert no está en casa, pero ella sabe dónde encontrarlo.
Tras correr durante lo que cree que han sido horas, vislumbra la vieja planta de distribución de agua, un sitio abandonado que ha visto únicamente desde el autobús. Atraviesa el camino de acceso sintiendo cómo un sinnúmero de ramitas se incrustan entre los dedos de los pies. La sensación resulta tan real, que Rosalía tiene la impresión de que aquello está ocurriendo de veras. Incluso es consciente de haber tenido ese sueño antes, de haber tenido el mismo pensamiento antes, pero cada vez que nota aquellas ramitas haciéndole cosquillas en los pies, su fe se acrecienta. Se aferra con todas sus fuerzas a la idea de que esta vez
todo
será diferente. Esta vez llegará a tiempo…
Encuentra a Robert tendido junto al lago, como las otras veces. No ve un camión de bomberos, ni coches de la policía, ni al comisario Thomas Harrison o al jefe de bomberos Myers. Tampoco está Larry Holmes, saliendo empapado de la tubería auxiliar. Sólo Robert, arrodillado junto a un árbol inmenso, balanceándose como… como alguien que ha perdido el juicio.
Se acerca despacio. El viento sacude su camisón blanco.
Robert sostiene algo entre sus brazos, y ella no necesita acercarse para saber que se trata del cuerpo de Ben. Lo sabe, así como sabe que es en ese momento cuando lágrimas pesadas caerán de sus ojos.
Robert no advierte su presencia. Acuna a Ben. Acuna a su hijo muerto. Rosalía intenta hablar; después de todo, a eso ha ido. Pero ya es tarde. Ha llegado tarde, otra vez. Abre la boca para decir algo, cualquier cosa, no sabe qué. Entonces ocurre algo. Robert se vuelve de pronto, la observa con un rostro dolorido y modelado por un inconfundible cincel de ira. Sus cejas están enarcadas, su rostro surcado por un sinnúmero de arrugas que lo vuelven siniestro.
—¡
ES CULPA SUYA! —grita.
Rosalía avanza un paso, pero Robert la increpa una y otra vez. ¡ES SU PUTA CULPA! Y ella sabe que es así; el corazón se encoge en su pecho y siente que de un momento a otro se convertirá en un órgano inútil y morirá. ¿No es lo que merece?
Pero entonces advierte algo más. Observa al niño que Robert tiene en brazos.
Ben tiene los ojos abiertos.
Matt Gerritsen recordó la noche anterior, que había comenzado con la llamada de su primo, e inmediatamente una sonrisa se le dibujó en el rostro. Randy tenía veintitrés años, vivía con sus padres (aunque según sus propias palabras lo hacía sólo por comodidad), era independiente, ganaba su propio dinero y detestaba las palabras
novia
y
matrimonio
. Las primeras no traían más que problemas, decía, y lo segundo era sólo un ejemplo de esos problemas.
Matt se sintió sumamente entusiasmado al escuchar la voz de Randy al otro lado de la línea. Llamaba para decirle que sus padres habían salido de viaje durante dos días y que disponía de la casa para hacer lo que quisiera. Aquello podía tener un alcance amplio tratándose de Randy, pero esta vez, explicó, no tenía en mente hacer ninguna fiesta, o al menos no una con demasiados invitados. Matt le preguntó qué significaba esto exactamente, pero él eludió la pregunta y le formuló una a su vez: